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– Ya estamos prácticamente allá -resopló alegremente Lupo, abriendo de un tirón la puerta trasera de su taxi-. ¿Usted disfrutó de las ruinas de Ostia Antica, Signore? Se pasa un día descansado, ¿no?

Por fin, Randall estaba a salvo dentro de su habitación en el «Hotel Excelsior».

En el vestíbulo, donde todos lo habían mirado con extrañeza, Randall había solicitado al inquieto conserje que le hiciera una reservación en el primer vuelo disponible de Roma a París. Todavía en el vestíbulo, había telefoneado al profesor Henri Aubert a París. Aubert no se encontraba en su oficina, pero su secretaria había tomado cuidadosamente el recado. Monsieur Randall estaría en París antes de la hora de cenar. Oui. Monsieur Randall tenía que ver al profesor Aubert en su laboratorio a esa hora para tratar un asunto de la mayor urgencia. Oui. Monsieur Randall telefonearía para confirmar la cita en cuanto llegara al Aeropuerto de Orly. Oui.

Ahora, ya en su habitación, Randall advirtió que apenas tenía tiempo para una llamada más y una ducha antes de abandonar el hotel.

Una llamada más.

Suponiendo que las pruebas de Aubert demostraran que el fragmento de papiro que Randall llevaba en la bolsa de cuero era genuino, producto del siglo i, faltaba un último paso, una prueba más crucial. Como el propio Aubert le había indicado previamente, la autenticidad del papiro no garantizaba la autenticidad del documento en sí. A fin de cuentas, lo que importaba era el texto arameo. Y en este caso, Randall lo sabía, había algo más. La escritura invisible que había mencionado Lebrun.

¿A quién debía llamar?

Sintió la tentación, casi filial, de ponerse en contacto con George L. Wheeler o con el doctor Emil Deichhardt y revelarles lo que tenía en su poder, pidiéndoles que trajeran a los doctores Jeffries y Knight, sus expertos en arameo, así como a algunos de los expertos en historia romana que tenían dentro del proyecto. Sin embargo, aunque era tentador y sin duda resultaría fácil, Randall desistió de la idea.

A menos que Wheeler y Deichhardt fueran masoquistas o suicidas, para nada apreciarían la prueba de la falsificación de Lebrun. No se podía confiar en ellos. Ni se podía confiar en el doctor Jeffries, puesto que tenía los ojos puestos en la jefatura del Consejo Mundial de Iglesias, y cuyo escalón a esa dirección radicaba en el éxito del Nuevo Testamento Internacional… No, Jeffries tampoco era confiable. Ni siquiera el doctor Knight, el querido doctor Knight, con su oído restaurado a través del milagro del nuevo descubrimiento. Tampoco él podría hacer un juicio imparcial. Randall se dio cuenta de que, en realidad, nadie de Resurrección Dos era de confianza. Todos tenían demasiado en juego.

Él sabía que lo que buscaba era alguien tan escéptico y a la vez tan objetivo acerca de la verdad como él lo había sido en su propia búsqueda.

Había sólo una persona.

Randall tomó el teléfono y llamó a la operadora de larga distancia.

– Deseo hacer una llamada de persona a persona, sumamente urgente, a Amsterdam. No, no tengo el número. Es la Westerkerk, en Amsterdam. Es una iglesia. La persona con quien quiero hablar es el dominee Maertin de Vroome.

– Por favor cuelgue, señor Randall. Trataré de localizar a la persona.

Apresuradamente, Randall vació los cajones, levantó todos sus efectos personales de la mesa y la cómoda y los arrojó dentro de su maleta, dejando afuera únicamente una camisa limpia y unos pantalones. Se desvistió hasta los calzoncillos, echó la camisa sucia y los pantalones a la bolsa de viaje y, finalmente y con todo cuidado, deslizó la bolsa de cuero gris dentro de la maleta. La cerró con llave.

El teléfono sonó y Randall levantó el auricular.

Era la operadora del hotel.

– Su llamada a Amsterdam está lista, señor Randall. Puede hablar.

La línea estaba libre. No había interferencias.

Instintivamente, Randall bajó la voz al hablar.

– ¿Dominee De Vroome? Habla Steven Randall. Le estoy llamando desde Roma…

– Sí, la operadora dijo que era una llamada desde Roma. -El tono de voz del clérigo holandés era más suave y atento que nunca-. Muy amable de su parte el acordarse de mí. Pensé que me había vuelto la espalda.

– No, seguí adelante. Supongo que creí todo lo que usted me dijo. Pero tenía que averiguarlo por mí mismo. Fui a buscar a Robert Lebrun. Lo encontré.

– ¿Lo encontró? ¿De verdad lo vio?

– En persona. Escuché su historia. Esencialmente era la misma que Plummer le había transmitido a usted, sólo que más completa. No puedo entrar en detalles ahora. Dentro de poco tengo que tomar un avión. Pero hice un trato con Lebrun.

– ¿Le entregó algo Lebrun?

– En cierto modo lo hizo. Ya le contaré a usted cuando lo vea. El hecho es que yo tengo la prueba de su falsificación aquí, en mi habitación.

Su interlocutor en Amsterdam emitió un largo y agudo silbido.

– Maravilloso, maravilloso. ¿Se trata de algún trozo faltante de alguno de los papiros?

– Exactamente. Con escritura aramea. Lo llevo a París. Llegaré al Aeropuerto de Orly, por Air France, a las cinco de la tarde. Iré directamente al laboratorio del profesor Aubert. Quiero que revise el papiro.

– Aubert no me importa -dijo el dominee De Vroome-. Pero comprendo que él es importante para usted… y para sus patrones. Naturalmente, el profesor certificará la autenticidad del papiro. Ésa debe haber sido la parte más fácil para Lebrun. Es lo que está escrito en el papiro lo que dará o no la prueba de la falsificación.

– Por eso lo llamo a usted -dijo Randall-. ¿Conoce a alguien en quien nosotros podamos confiar? -Se dio cuenta de que por primera vez había utilizado la palabra nosotros con De Vroome-. Alguien lo suficientemente experto que examine el texto arameo y nos diga…

– Pero ya se lo dije antes, señor Randall -interrumpió el clérigo-, hay muy pocos, en cualquier parte, que estén más familiarizados con el arameo que yo. En un asunto tan delicado como éste, creo que será mejor que usted deposite su confianza en mí.

– Gustosamente -dijo Randall con alivio-. Tenía la esperanza de que usted me ayudaría. Ahora, una cosa más. ¿Ha oído hablar alguna vez de una mujer llamada Locusta?

– ¿La envenenadora oficial del emperador Nerón? Por supuesto.

– Dominee, ¿es usted tan versado en la historia romana antigua y sus costumbres como lo es en el arameo?

– Aún más.

– Bueno, sólo para estar seguro de que no habría ninguna duda acerca de su falsificación, nuestro amigo Lebrun utilizó una antigua fórmula griega que Locusta usaba para escribir con tinta invisible, la cual posteriormente podía hacerse visible, y aplicó esa fórmula al fragmento que yo tengo, como prueba contundente de su fraude.

El dominee De Vroome rió entre dientes.

– Un auténtico genio del mal. ¿Le dio a usted la fórmula?

– No del todo -dijo Randall-. Sé que esa tinta invisible contiene ácido galotánico extraído de nueces amargas. Para hacer que la escritura se vea, se aplica una mezcla de sulfato de cobre y algún otro ingrediente. No tengo el nombre del otro componente.

– No importa. Esa tontería no será problema. Así que, señor Randall, gracias a usted al fin tenemos en nuestras manos lo que siempre habíamos sospechado que existía. Muy bien; excelente. Mis más efusivas felicitaciones. Ahora podremos ponerle fin a la farsa. Saldré inmediatamente de Amsterdam. Estaré en Orly, esperándolo. ¿A las cinco dijo? Allí estaré, listo para proceder. Usted sabe, debemos trabajar con rapidez. No tenemos tiempo que perder. ¿Está usted consciente de que sus editores han modificado la fecha del anuncio mundial de la nueva Biblia para este viernes por la mañana? Se llevará a cabo desde el Palacio Real de los Países Bajos.

– Estoy plenamente consciente de eso -dijo Randall-, sólo que no creo que se lleve a cabo, ni desde el palacio real ni desde ninguna otra parte; no después de que este cartucho de dinamita que está en mi maleta estalle el jueves. Lo veré a las cinco.

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