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– ¿Cuándo querría usted que lo hiciera?

– Esta noche -dijo Randall-. Ahora mismo.

– No, sería imposible…

– Entonces mañana.

Lebrun pareció dubitativo.

– No, mañana tampoco. Naturalmente, he escondido las pruebas. Las oculté el año pasado, después de mi última reunión con Monti. Muy recientemente, estuve a punto de sacarlas de su escondite para entregarlas a un comprador interesado… pero entonces me entraron ciertas sospechas y decidí posponerlo hasta tener una segunda entrevista con él, para reasegurarme de sus verdaderas intenciones. Mis dudas resultaron justificadas. Así que, como usted verá, señor Randall, las pruebas de mi falsificación continúan estando donde las oculté hace un año. Como resultado de ello (no puedo darle más explicaciones), el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos, pero aun así, me llevaría la mayor parte del día de mañana para recuperarlas.

Preguntándose por qué el escondite complicaba la entrega de la evidencia, Randall resolvió no presionar a Lebrun para que le diera una explicación.

– De acuerdo -le dijo-. Si no puede entregarlas mañana, entonces pasado mañana estará bien. Digamos que pasado mañana, el lunes.

– Sí -dijo Lebrun-. Pasado mañana puedo entregarle lo que usted quiere.

– Dígame dónde vive. Allí estaré.

– No -dijo Lebrun. Lentamente se puso de pie-. No, eso no sería sensato. Nos veremos en el Doney a las cinco en punto de la tarde para hacer nuestro intercambio. Si usted lo desea, de allí vendremos a su habitación, para ver que usted quede satisfecho.

Randall se puso de pie.

– De acuerdo, en el Café Doney el lunes a las cinco.

En camino hacia la puerta, Lebrun le dirigió una mirada de soslayo.

– No se desilusionará, se lo prometo. Au revoir, amigo mío. Éste es un día feliz.

Observando a Lebrun cojear rumbo al ascensor, Randall se preguntó por qué él mismo estaba cualquier cosa menos feliz… en este día feliz.

Luego, contemplando cómo el falsificador entraba al ascensor, lo comprendió.

La fe había huido.

Quedaba una tarea pendiente, una escena incómoda y obligatoria que Randall tenía que representar antes de que iniciara su vigilia de cuarenta y ocho horas.

Tenía que hacer una llamada telefónica de larga distancia.

Ahora la hacía al «Gran Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam, persona a persona, a George L. Wheeler.

Wheeler estaba todavía en su oficina de Resurrección Dos, y su secretaria lo puso rápidamente en la línea.

– ¿Steven? -ladró Wheeler.

– Hola, George, pensé que…

– ¿Dónde diablos está usted esta vez? -interrumpió Wheeler-. ¿Oí a mi secretaria decir que en…?

– Estoy en Roma. Déjeme explicarle.

– ¿En Roma? -explotó Wheeler-. ¡Maldita sea! ¿En Roma? ¿Por qué no está usted aquí, en su escritorio? ¿No le dije claramente que todos tienen que esforzarse, que trabajar veinticuatro horas al día para tener todo listo para la conferencia de Prensa en el palacio real el próximo viernes? Bastante me disgusté cuando Naomí me dijo que usted había salido ayer de la ciudad para realizar una investigación. Lo esperaba de regreso anoche…

– Traté de estar de vuelta ayer mismo -cortó Randall-, pero ha surgido algo importante…

– Sólo hay una cosa importante, y ésa es que regrese usted de inmediato y se ponga a hacer su trabajo, de una vez por todas. Tenemos que estar listos para el anuncio…

– George, escúcheme -imploró Randall-. Puede no haber anuncio. Estoy seguro de que usted no querrá oír esto, pero al final me quedará agradecido. Creo que será mejor que posponga el anuncio… tal vez hasta la publicación del Nuevo Testamento Internacional.

Hubo un intervalo de desconcertado silencio al extremo de la línea en Amsterdam, y por fin volvió la áspera voz de Wheeler:

– Por Dios, ¿de qué está usted hablando?

Iba a ser duro. Pero Randall tenía que deletrearle hasta el último infeliz detalle. No había alternativa.

– George -le dijo-, no puede usted publicar esa Biblia. Me he enterado de la verdad. El descubrimiento del profesor Monti… el Pergamino de Petronio… el Evangelio según Santiago… son completamente falsos.

Otra vez el silencio mortal. Luego la afirmación llana de Wheeler, dura y en voz baja.

– Usted está loco.

– En este momento quisiera estarlo. Pero créame, no lo estoy. He encontrado al falsificador. He hablado con él. Tiene la prueba. Ahora, ¿me escuchará usted?

– Está perdiendo su tiempo y el mío -el tono de Wheeler era de ira-. Prosiga, si eso lo hace sentirse mejor.

Randall quiso decir que no lo hacía sentirse mejor, que lo hacía sentirse miserable. Pero éste no era el momento de implicar sus sentimientos, sino la ocasión crítica de hacer que el editor encarara los hechos.

– Está bien -dijo Randall austeramente-. He aquí con lo que me topé en Roma.

Prosiguió implacablemente. Le dijo de su venida a Roma y de cómo había forzado a Ángela a que lo condujera ante su padre. Le explicó a Wheeler dónde había encontrado al profesor Monti. Le habló de la condición mental del arqueólogo y de la conversación que posteriormente sostuvo él mismo con el doctor Venturi. A continuación, Randall habló del dominee De Vroome, diciendo que el clérigo holandés lo había esperado en el «Hotel Excelsior» y refiriendo la entrevista que ambos habían sostenido en la suite de De Vroome. Le repitió concisamente lo que había oído de boca del reverendo, sin detalles, ni siquiera el nombre del falsificador, ni una mención acerca de la confesión que el falsificador había hecho ante Plummer. Solamente los hechos escuetos de que un falsificador se había comunicado con Plummer desde Roma, y que se habían reunido en París, donde Plummer y el falsificador habían negociado respecto de la prueba del fraude.

En este punto, George L. Wheeler lo detuvo.

– Así que fue De Vroome… De Vroome y Plummer… los que salieron con un conveniente y oportuno falsificador -dijo Wheeler furiosamente-. ¿Y usted cayó en la trampa? Debí haberme imaginado que intentarían cualquier cosa en el último momento. ¿Así que han contratado a un falsificador para tratar de sabotearnos?

– No, George -protestó Randall-, no es nada de eso. ¿Quiere escucharme, por favor?

Prosiguió rápidamente. Explicó cómo Plummer había tratado de reunirse con el falsificador en Roma para adquirir la evidencia del fraude, y cómo el falsificador había sido ahuyentado por la inesperada presencia del dominee De Vroome.

– Fue entonces cuando decidí hacer un esfuerzo por descubrir si realmente existía un falsificador -continuó Randall- y, si lo había, tratar de localizarlo para escuchar de sus propios labios lo que tuviera que decir.

Randall narró cómo se le había ocurrido la idea de examinar los papeles de Monti, y cómo había dado con la fecha y el lugar de la cita con el falsificador hacía un año y dos meses. Le contó cómo había ido al Café Doney y cómo se había enfrentado cara a cara con el falsificador.

– George, el falsificador acaba de salir de mi habitación del hotel hace apenas media hora -dijo Randall-. Es un expatriado francés que en París se llamaba Robert Lebrun, pero que aquí en Roma tomó un nombre italiano, el de Enrico Toti. Es un anciano, de más de ochenta años de edad, que dedicó la mayor parte de su vida a crear los papiros de Santiago y el documento de Petronio. ¿Quiere escuchar cómo lo hizo?

Randall no dio tiempo a que el editor replicara. Se zambulló en el relato de la historia de Robert Lebrun. Pero no se la narró toda; no por el momento. Instintivamente, Randall había decidido retener la información acerca del origen de Lebrun, de su juventud, de su actividad criminal en París, de sus arrestos, de su deportación a la colonia penal de la Guayana Francesa, de su desilusión de la Iglesia, y aun de su obsesión por vengarse de la comunidad religiosa del mundo. Esos rasgos de la personalidad negativa de Lebrun, discernió Randall, meramente contribuirían a que Wheeler se rehusara a aceptar los hechos esenciales.

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