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Ayer, durante todo el día y parte de la noche, realmente se había entregado a su trabajo. Todavía estaba en la nómina de Resurrección Dos, y consideró que su deber era aportar lo que se esperaba de él. Pero había sido un trabajo lento, forzado, el cotejar investigaciones y escribir gacetillas de Prensa que ensalzaban el milagro del Nuevo Testamento Internacional. Fue terrible, porque se trataba de los preparativos para la glorificación de lo que él ahora consideraba una causa perdida, una farsa que jamás vería la luz del día.

Además, durante el día de ayer, había hablado constantemente por teléfono a Amsterdam (por lo menos seis veces) para colaborar con su personal de relaciones públicas. Todo su equipo estaba allá el domingo, trabajando afanosamente… O'Neal, Alexander, Taylor y De Boer. Por teléfono le habían leído sus gacetillas, y él les había hecho sugerencias y correcciones, y les había dado instrucciones de último minuto. Él, por su parte, les había dictado sus propias gacetillas para que se les hiciera una revisión final y pasaran al mimeógrafo.

Jessica Taylor le había dicho, entre otras cosas, y casi como un aparte muy casual, que Ángela Monti había regresado de Roma y se había presentado en las oficinas, asombrándose de no encontrarlo allí y preguntando por él. Al oír esto, Randall le había pedido a Jessica que notificara a Ángela que él todavía se hallaba en Roma atendiendo algunas citas y entrevistas, pero que estaría de vuelta el martes. ¿Había algo más que decirle a Ángela? No, nada más; sólo que continuara a cargo de su oficina y atendiera el teléfono.

Contrariamente a Wheeler, ni uno solo de los miembros de su equipo le había preguntado qué diablos estaba haciendo en Roma en un momento tan atareado como ése.

Dos cosas más habían ocurrido el día de ayer. La primera, vital; la segunda, en cierto modo, crucial.

El asunto vital fue que había telefoneado a su abogado, Thad Crawford, despertándolo en su apartamento en Nueva York, y le había ordenado que fuera al Banco temprano por la mañana del lunes y utilizara su carta poder para que le transfirieran a Randall 20 mil dólares a Roma, y que se hiciera cargo de que el dinero estuviera disponible en efectivo y en dólares norteamericanos.

El asunto crucial (crucial únicamente porque Wheeler lo había desconcertado respecto de la veracidad de Lebrun, o la falta de ella) era el de asegurarse acerca del ex convicto con quien en breve estaría negociando. Un antiguo amigo de Randall (se habían iniciado juntos en el campo publicitario) hacía mucho que había abandonado las relaciones públicas para retornar a su primer amor, el periodismo, y había estado de plantilla en la oficina parisiense de la Prensa Asociada, en la Rue de Berri, durante muchos años. Su nombre era Sam Halsey, un individuo agudo a quien no había desanimado la rutina y cuya amistad Randall apreciaba y disfrutaba cada vez que la renovaban en prolongadas sesiones de bebida cuando Sam iba a Nueva York a pasar sus vacaciones.

Así que lo segundo había sido localizar a Sam Halsey en París el día de ayer, y afortunadamente, Randall lo había encontrado de inmediato, tan alegre y profano como siempre, pegado al solitario escritorio del despacho nocturno de la Prensa Asociada.

Randall le había especificado que quería pedirle un favor: que se llevara a cabo cierta investigación, pero indicándole que requería las respuestas antes del siguiente atardecer. ¿Contaba Sam con alguien que pudiera hacerlo? Sam le había preguntado qué era lo que quería. Randall quería saber si el Ejército francés había formado un regimiento llamado la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo en el año de 1915. Además, Randall quería saber si había algún registro en los expedientes del Ministerio de Justicia acerca de un joven francés llamado Robert Lebrun, quien había sido arrestado y enjuiciado por falsificación en 1912 y sentenciado a la Isla del Diablo. Intrigado, Sam Halsey se había ofrecido como voluntario para hacer él mismo la investigación a la mañana siguiente y luego llamarle.

El día de hoy, durante la mañana y la tarde de este lunes, Randall no había trabajado para Resurrección Dos. Todo lo contrario (como Wheeler habría señalado, de haberlo sabido), Randall se había entregado a actividades opuestas a los intereses de sus engañados patrones.

Thad Crawford había resuelto lo que Wheeler (otra vez Wheeler, ¡maldito!) habría calificado como las treinta monedas de plata. Randall había recogido ya los veinte mil dólares en las oficinas de American Express, cerca de la Piazza di Spagna. El efectivo, en billetes de alta denominación, se encontraba en una caja de seguridad en el «Hotel Excelsior», listo para ser entregado a Lebrun a cambio de la prueba de su falsificación.

Antes de eso, habían llegado dos llamadas telefónicas de Sam Halsey desde París. La primera había sido para informar que después de mucho presionar al departamento de Prensa del Ministerio de la Defensa Nacional, su portavoz, renuentemente, había permitido a Sam examinar los documentos clasificados en el Service Historique de l'Armée en Vincennes. Allí, el guardián sí había cooperado. Revisó junto con Sam los antiguos archivos y le confirmó que, en efecto, había existido un regimiento formado por convictos voluntarios de la Guayana Francesa en el año de 1915 y que habían combatido en la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, bajo el mando del general Pétain. Sin embargo, hubo una desilusión. En el registro de enlistados no existía «Lebrun, Robert». Lo más parecido a ese nombre, bajo la L, había sido un «Laforgue, Robert». Pero Sam aún no terminaba. Se iba a dirigir al Ministerio de Justicia para seguir hurgando, y ofreció a Randall que volvería a llamarle dentro de unas cuantas horas.

Sam Halsey había llamado por segunda vez en menos de una hora. Los empolvados archivos del Ministerio de Justicia, correspondientes a 1912, tampoco tenían registrado a ningún criminal bajo el nombre de «Lebrun, Robert». Pero con su olfato de reportero, y sólo por no dejar, Halsey había buscado ese otro nombre similar, el nombre de «Laforgue, Robert».

– Lotería, Steven… encontré un falsificador, un criminal con cinco alias, uno de los cuales era… escucha esto, amigo mío… «Lebrun, Robert», sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en 1912.

Así que Lebrun había dicho la verdad. A pesar de lo que Wheeler decía, a Lebrun no se le había sorprendido en una sola falsedad, por lo menos hasta ahora. La creencia de Randall en la historia de la falsificación y en la evidencia que esperaba, se había fortalecido por completo.

Confiadamente, Randall había bajado al Café Doney diez minutos antes de las cinco para aguardar la llegada de Robert Lebrun.

Randall dejó de lado sus divagaciones y se concentró en el presente, en la proximidad de su pesquisa. Miró su reloj, e instantáneamente se sintió inquieto y ansioso por lo que las manecillas le indicaron. Eran exactamente las cinco veintiséis. Echó una ojeada alrededor, buscando nuevamente. La acera estaba abarrotada. Tantos extraños, tantos rostros diferentes… pero ninguno era el rostro de la persona que estaba indeleblemente marcada en su cerebro.

Ya habían pasado 30 minutos de la hora que Robert Lebrun había fijado inequívocamente para su encuentro.

Randall se concentró en el continuo desfile de peatones que se movían incesantemente; en los hombres, en los ancianos, previendo el salto de entusiasmo que daría cuando viera al encorvado viejo, con su andar desgarbado, el cabello teñido de color castaño, los anteojos con cristales oscuros y aros de metal, sus astutas facciones corroídas y carcomidas por el tiempo, y arrugadas como una ciruela pasa… el hombre que traería dos objetos que vender: primero, un pequeño paquete con un devastador fragmento que contenía en tinta invisible el alarido del fraude y luego, otro paquete, más voluminoso, con una pequeña caja de acero en la que estaban las desoladas porciones de un antiguo rompecabezas y el réquiem para Santiago el Justo y Petronio el centurión.

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