– Me importa mucho… Mira, Bárbara, te diré por qué te estoy llamando. He estado pensando acerca de todo el asunto. Quiero decir, de que deseas el divorcio para poder casarte con Arthur Burke, y de que te dije que iba a pleitear; Bueno, quería que supieras que he cambiado de parecer y de sentir. Tú mereces ser libre para casarte de nuevo. Es lo que deseo para ti. Es lo justo y lo correcto. Así que esto era… Sea como fuere, estás libre; puedes iniciar los trámites de divorcio, que yo no me opondré.
– ¡Steven! No sé… no sé qué decir. No puedo creerlo. Estaba rogando que accedieras, por Judy.
– No lo estoy haciendo por Judy. Lo estoy haciendo por ti, Bárbara. Tú mereces algo de felicidad.
– Yo… yo… maldita sea, estoy pasmada. Steven, no sabes cómo me siento. Esto es lo mejor que has hecho en años. Casi podría decir que… bueno, lo diré… te amo por ello.
– Olvídalo. No hay suficiente amor en todas partes como para andar derramándolo así. Tú simplemente amas al hombre ése con el que te vas a casar. Y ama a nuestra hija. Y recuerda que la amo yo también.
– Steven, querido, recuerda esto. Judy es tu niña tanto como lo es mía. Podrás verla siempre que quieras. Eso te lo prometo.
– Gracias. Sólo espero que ella quiera verme a mí.
– Claro que sí. Ella te quiere.
– Está bien. De todas formas, le telefonearé a Grawford a Nueva York durante los próximos días (mañana mismo, si puedo) y le diré que hemos llegado a un acuerdo acerca del divorcio. Le pediré que se ponga en contacto contigo y que arreglaré la cuestión de los bienes y cualquier otra cosa con tu abogado.
– No habrá problemas, Steven… Steven, no me has dicho…, ¿cómo estás tú?
– No estoy seguro aún. Mejor, definitivamente mejor. Estoy poniendo en orden muchas cosas. Puede ser que yo esté un poco loco, dejándote ir.
– Ojalá nos hubiera funcionado, Steven.
– Me habría gustado también a mí. Pero no salió bien. Me complace que ahora estés en el buen camino. De todos modos, te deseo lo mejor; os deseo lo mejor a las dos. Tal vez pase a visitaros uno de estos años, cuando vaya yo por ese rumbo.
– Siempre serás bienvenido, Steven.
– Bien, no te olvides de darle a Judy todo mi amor… Y por lo que pueda quedar, mi amor también para ti.
– Y tú recibe nuestro amor, Steven. Adiós.
– Adiós… Bárbara.
Suavemente, Randall volvió a poner el auricular en el aparato. Se sentía… ¿cómo?… decente. No se había sentido así en mucho tiempo. Se sentía triste también, lo cual le era más común.
Se preguntaba qué era lo que le había inspirado a cortar el vínculo. ¿Se había suavizado por la maldita cosa de Cristo? ¿O algún retardado y molesto escrúpulo de conciencia lo había impulsado a rendirse? ¿Durante todo el tiempo había planeado, subconscientemente, ceder? No importaba; ya estaba hecho.
Entonces, Randall se dio cuenta de que no estaba solo.
Levantó la vista y, en la entrada, entre la sala y la alcoba, estaba Darlene.
Se veía atractiva con la blanca blusa transparente que revelaba el sostén calado y la ajustada y corta falda, color azul pálido, que acentuaba lo moldeado de sus largas piernas. Estaba sonriendo ampliamente y, de hecho, parecía regocijada.
Le dio una alegre sacudida a su cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros y entró a la recámara, dirigiéndose hacia él.
– ¿Cómo está mi cielo? -inquirió melosamente.
La presencia de Darlene le sorprendió.
– Pensé que andabas en esa excursión por los canales.
– Ya se acabó, chistoso -Darlene se inclinó y lo besó en la nariz, sentándose en la cama y arrimándose a él-. Ya casi es medianoche.
– ¿Ya? -Algo cruzó por su mente y observó la jovial cara de la muchacha-. ¿A qué hora regresaste?
– Hace cinco minutos.
– ¿Dónde estabas? ¿En tu habitación?
– Estaba aquí, en la sala. Entré, pero tú estabas demasiado pegado al teléfono para oírme. -Una amplia sonrisa permanecía en el rostro de Darlene-. No pude evitar oírte.
– No importa. ¿Qué tal te fue en tu…?
– Pero, Steven, sí importa; importa mucho. No puedo decirte cuán feliz me siento.
– ¿Acerca de qué? -inquirió él con suspicacia.
Ella pareció azorada.
– Es obvio, ¿no? Estoy feliz de que por fin tuvieras los riñones para romper con esa vieja. Creí que nunca te la sacudirías. Ahora lo has hecho, gracias a Dios. Ya eres libre, absolutamente libre. Te tomó bastante tiempo -lo besó en la mejilla-. Pero al fin podemos estar juntos.
Él la miró y dijo cuidadosamente:
– Estamos juntos, Darlene.
– Bobo, tú sabes a qué me refiero.
Randall cambió de postura en la cama, para afrontar a Darlene.
– No, no estoy seguro. ¿Qué es exactamente lo que estás diciendo, Darlene?
– Que podemos casarnos, y que ya va siendo hora. Mientras tuviste esa esposa atada al cuello, nunca te molesté ni lo traje a colación, ¿verdad? Seguí contigo porque me importabas tú. Sabía que si pudieras te casarías conmigo. Eso es lo que toda muchacha desea. Ahora, cielo, ya puedes, y nunca me he sentido más emocionada. -De un salto se puso de pie y comenzó a desabotonarse la blusa-. ¡Uau! Vámonos a la cama… no desperdiciemos más tiempo. Celebrémoslo.
Randall se puso rápidamente de pie y la aferró por las muñecas para evitar que continuara desabotonándose la blusa.
– No, Darlene.
La sonrisa de ella desapareció, mientras le clavaba la vista en las manos.
– ¿Qué estás tratando de hacer?
Él le soltó las muñecas.
– No vamos a celebrar nuestro matrimonio. Yo no me voy a casar con nadie; al menos no por ahora.
– ¿Que no… qué? Debes estar bromeando.
– Darlene, el matrimonio nunca fue parte de nuestro arreglo. Recuérdalo. ¿Te prometí matrimonio alguna vez? Desde el principio te lo aclaré; que si querías simplemente mudarte conmigo y que viviéramos juntos estaba bien, estupendo. Viviríamos juntos. Nos divertiríamos un poco. Yo nunca hablé de nada más.
El suave ceño de Darlene se había fruncido.
– Pero eso fue antes, hace siglos, porque estabas atado. Quiero decir, como… bueno, así era, y yo lo entendí. Tú siempre dijiste que me amabas. Y yo me imaginaba que así era y que si alguna vez obtenías el divorcio querrías unirte a mí. Para siempre, digo. -Ella trató de recuperar su buen humor-. Steven, escucha, podría ser maravilloso para nosotros. Ha sido estupendo hasta ahora. Podría ser diez veces mejor. Escuché esa parte cuando estabas hablando al teléfono acerca de tu hija. Eso está muy bien, que te ocupes de ella, pero está creciendo y está fuera de tu vida; no tienes que preocuparte por eso. Porque me tendrás a mí. Tengo veinticuatro años, y estoy dispuesta y deseosa de darte cuántos hijos quieras. Por la ventana arrojaré las píldoras. Tú y yo; nosotros podemos producir tantos hijos e hijas como tú desees, y darnos un gran placer haciéndolos. Steven, tú puedes comenzar de nuevo.
Randall se apoyaba incómodamente en un pie y en otro, y miraba fijamente la alfombra.
– Darlene, puedes creerlo o no, si no quieres -le dijo él en voz baja-, pero no quiero comenzar todo de nuevo. Sólo deseo resolver este asunto en el que estoy metido y descubrir qué puedo hacer después. Tengo algunos planes, pero el matrimonio no es uno de ellos.
– Querrás decir el matrimonio conmigo -la voz de Darlene se estaba haciendo chillona. Él la miró y vio cómo sus rasgos se tornaban tensos-. Quieres decir que no soy lo suficientemente buena para ti -prosiguió ella-. Tú no crees que yo sea lo bastante buena.
– Nunca dije eso, ni lo diría, porque no es verdad. Lo expresaré de otro modo. Tener un trato sin complicaciones, tal como el que tenemos, es una cosa; el matrimonio es otra muy distinta. Lo sé. He pasado por ello. No somos el uno para el otro; no para el largo viaje. Ciertamente, no soy para ti. Yo soy demasiado viejo para ti y tú eres demasiado joven para mí. No tenemos los mismos intereses. Y una docena más de cosas. No funcionaría.