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Las autoridades sospechaban de mí, y mi vida terrenal se acerca a su fin. Por lo tanto, estoy entregando a Mateo una copia de esta narración de la vida de nuestro Jesús, para que Barnabás la use en Chipre, y una copia a Marcos para Pedro que está en Roma, y esta copia la enviaré con otro… El saludo de Santiago con mi propia mano.

[Anotación: Santiago, el hermano de Jesús, autor de este evangelio perdido, fue mandado matar por el sumo sacerdote de Jerusalén en el año 62 A. D.]

[Anotación adicional: Varios meses después de que Santiago escribió su evangelio, durante un período en el que estuvo vacante la autoridad debido a un cambio de los procuradores romanos en Judea, el sumo sacerdote de Jerusalén, un hombre insolente llamado Ananías, abusó de su propia autoridad decidiendo eliminar a Santiago el Justo, jefe de la comunidad cristiana en Jerusalén, bajo la acusación de blasfemia. La blasfemia, según escribió Hegesipo en el siglo ii, fue que Santiago insistió en que Jesús había sobrevivido a la Crucifixión. De acuerdo con el historiador Josefo, «Ananías convocó a asamblea el Sanedrín de jueces y llevó ante ellos al hermano de Jesús (llamado Cristo), Santiago de nombre, junto con algunos otros; y no bien había formulado contra ellos el cargo de infractores de la Ley, ya los condenaba a ser apedreados». De acuerdo con otros testigos, cuando Santiago estaba siendo preparado para la ejecución, se arrodilló e imploró: «Yo te ruego, oh Señor Dios y Padre, que los perdones porque no saben lo que hacen.» Un amable sacerdote se interpuso para evitar la matanza, diciendo a los ejecutores: «¡Deténganse! ¿Qué están haciendo? ¡El Justo está rogando por ustedes!» Pero un miembro del pelotón de ejecución de un empellón hizo a un lado al sacerdote, y blandiendo un garrote de los usados para sacudir la ropa, golpeó a Santiago en la cabeza, causándole instantáneamente la muerte.]

Así murió el hermano de Jesús.

Y su legado, preparado apenas unos meses antes, durante aquel año 62, había sido éste.

La Palabra.

[Anotación final: Cualquier discrepancia entre los cuatro evangelios canónicos y el Evangelio según Santiago queda aclarada por la evidencia de que Marcos, que escribió el suyo alrededor del año 70 A. D., Mateo, que escribió alrededor del año 80 A. D., Lucas, que escribió entre los años 80 y 90 A. D., y Juan, que lo hiciera entre los años del 85 y 95 A. D., no sabían del segundo ministerio de Jesús, ni de Su visita a Roma, ni de Su segunda Crucifixión. El pequeño círculo de apóstoles que conocía el secreto lo mantenía como tal para proteger la continuidad del evangelio de Jesús. Las tres copias de la vida de Jesús que Santiago escribió en el año 62 A. D., nunca trascendieron al público… porque la que le fue enviada a Barnabás, que estaba en Chipre, se perdió con la muerte de aquél en Salamis; la de Pedro se destruyó cuando éste fue crucificado «de cabeza» en Roma, en el año 64 A. D., y la tercera copia era la que estaba oculta y enterrada en Ostia Antica. Consecuentemente, los cuatro responsables de los evangelios canónicos -Mateo, Marcos, Lucas y Juan- no tenían más información que la de las limitadas referencias orales de que Jesús había muerto y había sido resucitado y ascendido al cielo en las afueras de Jerusalén en el año 30. Los cuatro evangelistas, entre cuarenta y sesenta y cinco años más tarde, no sabían de los años adicionales de la vida de Jesucristo. Lo que ellos asentaron llevaba la historia de Jesús hasta un cierto punto, después del cual sólo quedaba el Evangelio de Santiago para suplementar y complementar la historia, y este evangelio estuvo perdido más de diecinueve siglos hasta el presente.]

Y ahora, advertía Randall, la verdad era descubierta; toda la verdad, la Palabra en su totalidad.

Entonces, Randall recordó algo más. En otro evangelio, el de Juan, había una curiosa promesa, y era ésta: «Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén.»

Ahora el mundo tendría todos los libros que debían estar escritos… Ahora, por fin, en un solo libro.

Y aquí estaba ese libro. Aquí, la Palabra.

Era una narración asombrosa que electrizaría al mundo entero. Por vez primera desde que había leído y releído, Steven Randall se enderezó en el sofá y vio que en sus manos estaba transmitir este milagro de descubrimiento al mundo expectante.

Ciertamente era el hallazgo más grande en la historia de la arqueología bíblica. ¿Acaso había habido, de hecho, descubrimiento en campo alguno de la arqueología que igualara a éste? El descubrimiento que Schliemann hiciera de la Troya de Homero, ¿sería equiparable a éste? ¿O el hallazgo de Carter de la Tumba de Tutankhamen? ¿O el encuentro de la piedra Rosetta? ¿O las excavaciones en busca del Hombre de Neanderthal, el eslabón perdido? No, nada de lo que se había encontrado antes era comparable al hallazgo del doctor Augusto Monti en las cercanías de Ostia Antica, en Italia.

Randall sabía que estaba pensando como agente de Prensa una vez más, y que si abriera las compuertas, cien ideas para promover este descubrimiento, esta nueva Biblia, irrumpirían en su cabeza. Empero, por algo las mantenía cerradas. Era egoísta. Aún estaba absorto por el poder del descubrimiento para conmoverlo y sacudirlo.

Cómo envidiaba a aquellos otros de allá afuera, los creyentes, los creyentes titubeantes, los reincidentes, los que necesitaban la Palabra y estarían emocionalmente mucho más receptivos a ella de lo que él mismo había estado. Instantáneamente pensó en sus seres queridos (su padre, que se encontraba postrado; su madre, que se hallaba perdida; Tom Carey su desilusionado amigo; incluso su hermana Clare), y trató de imaginar cómo les podría afectar a cada uno esta revelación del Cristo vuelto a nacer.

Inmediatamente pensó en Judy; y luego en su esposa Bárbara, que estaba en San Francisco, y en la libertad que ella le había implorado, y en el amor que necesitaba, y en su esperanza de una nueva vida mejor para Judy y para sí misma.

Se levantó del sofá, caminó lentamente hacia la recámara y se sentó a la orilla de la cama, contemplando el teléfono. Aquí ya estaba bien entrada la noche; allá, por consiguiente, la tarde era temprana todavía, a diez mil kilómetros lejos.

Reconsideró sus pensamientos. Finalmente, descolgó el aparato y solicitó una llamada de larga distancia a San Francisco.

Quince minutos después se había logrado la conexión. Hubo varias operadoras (Amsterdam, Nueva York, San Francisco; Randall no estaba seguro), pero habían dado con su esposa al otro extremo, por fin.

– Hola, ¿Bárbara?

– ¿Quién habla?

– Steven. ¿Cómo estás, Bárbara?

– ¿Steven? No te oigo bien. ¿Dónde estás?

– Te estoy llamando desde Amsterdam.

– ¿Amsterdam? Dios mío, ¿qué estás haciendo…? Ah, ya recuerdo; se lo mencionaste a Judy… una cuenta nueva.

– Sí. A propósito, ¿cómo está Judy?

– No está aquí ahora, sino te la pasaría para que hablaras con ella. Oh, está bien, le está yendo muy bien.

– ¿Sigue viendo al psiquiatra?

– Sigue viendo a Arthur, sí. Y en su escuela volvieron a admitirla. Creo que va a escribirte acerca de eso.

– ¡Qué bien!

– Le escribió a tu padre una carta de lo más dulce. Yo tuve una larga plática con Clare el otro día. Me parece que está mejorando poco a poco.

– Aún no me has dicho nada de ti, Bárbara. ¿Qué tal te está yendo?

– Bueno… bueno, Steven, ¿qué se supone que debo decir?

– Supongo que soy yo quien debe decir algo. En primer lugar, que lamento muchísimo la forma en que me comporté la última vez que estuvimos juntos, allá en tu habitación del hotel en Oak City.

– Olvídalo. Tú tienes tus…

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