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Todos acordaron, como uno solo, que fuere lo que fuere que hubiera ocurrido, había sido un milagro. Jesús vivía. Luego, una noche, cuando había sanado totalmente y ya estaba fuerte, Jesús me convocó, al igual que a nuestro tío, Simeón Cleofás, a su escondite y habló, diciendo: «Ustedes son los amados, y ustedes serán la causa de la vida entre muchos. Proclamen las buenas nuevas del Hijo y del Padre.» Luego dijo que debería partir, y cuando yo le pregunté adónde iría, él replicó: «Hay muchas mansiones en la casa de mi Padre, y debo visitarlas y difundir el mensaje de salvación hasta que yo sea llamado a ascender hacia el Padre.» Antes de que el gallo cantara, acompañamos a nuestro Señor a una colina cerca de Betania, y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.

Amén, Él vivió, afirmó Santiago, y todo lo demás que Santiago asentó lo había oído de aquellos que fueron testigos oculares del continuado peregrinaje de Jesucristo.

La apariencia física de Jesús se había alterado por tantos sufrimientos, y había pocos que, al verlo, lo reconocieran de inmediato. Jesús fue a Cesárea, a Damasco, a Antioquía, e hizo un viaje a Parthia y otro a Babilonia; luego regresó a Antioquía y de allí a Chipre, Neápolis, Italia y a la propia Roma.

Que Él estuvo en esos lugares y en otros, Santiago lo supo de boca de los discípulos, cada vez que volvían a Jerusalén. Maranatha, decían ellos en arameo, y Santiago sabía entonces que el Señor había ido a ellos y que ellos le habían visto en carne y hueso.

Los testigos de Su segundo ministerio eran numerosos. En la aldea de Emaús, a once kilómetros de Jerusalén, Jesús fue visto por Cleofás y Simón, y Él compartió su pan con ellos. En la costa del mar de Tiberias, se encontró con Tomás, Simón Pedro y Simón, hijo de Jonás, y se les reveló y cenó con ellos. En el camino a Damasco, cinco años después de la Crucifixión, Saúl de Tarso -llamado Pablo después de su conversión- fue abordado en la noche por un extraño, y cuando Saúl le preguntó su nombre, el extraño contestó: «Yo soy Jesús.»

Mucho tiempo después de la Crucifixión, Ignacio de Antioquía, que de niño había escuchado a Jesús predicar en tal lugar, cuando creció, informó a los discípulos: «Está vivo; lo he visto.» Más tarde, después de que Jesús había llegado a Italia a bordo de un barco mercante e iba caminando por la Vía Apia sobre el camino a Roma, se encontró al apóstol Pedro, quien se quedó pasmado. Jesús le dijo: «Tócame y verás que no soy un demonio sin cuerpo.» Pedro lo tocó y creyó que era de carne. «¿Adónde vas, Señor?», le preguntó Pedro. Jesús replicó: «He venido a estos lugares para ser crucificado de nuevo.» [Anotación: Santiago confirma la declaración del teólogo Ireneo, quien escribió, entre los años 182 y 188 A. D., siendo el primero en mencionar los cuatro evangelios canónicos, que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Santiago confirma también la aseveración de un autor desconocido en Acta Pilati, o los Actos de Pilatos, también conocidos como el Evangelio de Nicodemo, probablemente escrito en el año 190 A. D., en el sentido de que Jesús no murió en el año 30, sino en alguna fecha entre el año 41 y el 54, durante el reinado de Claudio César.]

Pero sólo unos pocos, relativamente, de los que lo habían conocido antes, lo reconocieron nuevamente en la carne. El resto de Sus discípulos y seguidores creían que había ascendido a los cielos cerca de Betania. Y esa versión era alentada por Santiago, Simeón Cleofás y aquellos pocos que le reconocieron; porque estos apóstoles, amén de su deseo de proteger la vida de Jesús en Su renovado ministerio y de evitar un nuevo arresto y una segunda Crucifixión, habían acordado no hablar de lo que realmente había ocurrido. Así que Jesús continuó a salvo Su ministerio como un humilde y santo maestro, revelándose solamente a unos cuantos.

Santiago había sabido que su hermano Jesús era visto a menudo en Roma, en la Puerta Pinciana, mendigando ahí entre los pobres y los inválidos, brindándoles ayuda y consuelo. En el año noveno del reinado de Claudio César, los sesenta mil judíos que había en Roma fueron expulsados de la ciudad, y entre ellos iba Jesús. «Y Nuestro Señor, al fugarse de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Jesús contaba entonces cincuenta y cuatro años de edad.

Santiago escribió:

Pablo me dijo que cuando llegó a Corinto y tuvo tratos con un judío llamado Aquila y con su esposa Priscila, ambos trabajadores del cuero, él se enteró de la agonía final y verdadera resurrección y ascensión de Jesús. Aquila y Priscila habían sido expulsados de Roma junto con otros judíos por mandato del emperador Claudio, bajo el severo edicto de no congregarse ni practicar su credo proscrito mientras se encontraran sobre suelo romano. Aquila y Prisicila habían abandonado Roma en compañía de Jesús y habían realizado el arduo viaje hacia el Sur, al puerto de Puteoli. En la ciudad porteña, mientras aguardaban un barco de transporte de granos que los llevara a Alejandría, y de allí a Gaza, Jesús reunió a los refugiados en una casa judía y les habló de mantener firme su fe en el Padre y en el venidero reino de Dios y del Hijo. Y luego se reveló como el Hijo. Para obtener la recompensa de 15.000 sestercios, un delator de la congregación informó a las autoridades locales que Jesús había desobedecido el mandato del César. De inmediato, una compañía de soldados romanos guarnecidos en una estación en las afueras del puerto, fue despachada para arrestar a Jesús por el crimen de traición.

Sin juicio alguno, Jesús fue condenado a muerte. En una elevación del terreno fuera de Puteoli, fue azotado y atado a una cruz, habiéndole cubierto Su sangrante cuerpo con una sustancia inflamable. Los soldados se aseguraron de que Jesús estuviera bien atado a la cruz, le acercaron una antorcha y se fueron. No bien se habían marchado cuando un gran ventarrón sopló desde el puerto, extinguiendo las llamas que envolvían a Nuestro Señor. Cuando Aquila y otros discípulos bajaron Su ardido cuerpo de la cruz, Jesús estaba sin vida. Su cadáver fue provisionalmente escondido en una cueva para esperar la caída de la noche y darle un entierro apropiado. Ya de noche, al volver con una mortaja y con especias para embalsamar a Nuestro Señor, Aquila y Priscila y siete testigos encontraron la cueva vacía. Entre los discípulos había consternación y confusión. Mientras especulaban acerca de lo que habría ocurrido con el cadáver, un círculo de luz con el brillo incandescente de un millón de resplandores llenó la boca de la cueva y les reveló a Jesús elevándose en plena gloria. Él les hizo señas, y ellos lo siguieron; Aquila y Priscila y los siete testigos caminaron hacia la cima de una distante colina arriba de Puteoli. Entonces, conforme el día alboreaba, Jesús les dio la bendición, e inmediatamente fue elevado a lo alto y envuelto por una nube que le llevó fuera de su vista hacia los cielos, y los testigos cayeron de rodillas asombrados y maravillados y dieron las gracias al Padre y al Hijo.

He aquí que así ascendió mi hermano Jesús a su Hacedor. Esto fue lo que Aquila y Priscila le relataron a Pablo en Corinto, quien a su vez me lo refirió a mí. Ahora, nuestro Señor es exaltado y está entronizado en el cielo a la diestra del Padre.

Santiago concluía su relato con una nota personal:

La fe en el divino propósito de mi hermano Jesús se ha incrementado en mí cada día, al igual que en todos Sus discípulos, y Su mensaje ha sido difundido. Yo he observado la ley de los judíos (no he comido carne, ni bebido vino; he conservado sólo una prenda y no he cortado mi cabello ni mi barba), también he encabezado la Iglesia de Jesús en Jerusalén. Las nuevas continúan difundiéndose entre los receptivos judíos de la Dispersión, y entre los gentiles, de Damasco a Roma, y entre los conversos de Samaria, y entre aquellos que están en Cesárea, Éfeso y Jopa, donde bautizamos a los circuncidados y a los no circuncidados por igual.

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