Apresuradamente se acercó Randall y abrió la puerta, decidido a saludar al arqueólogo con afabilidad y entusiasmo… pero se quedó de una pieza.
A la puerta estaba una joven dama.
– ¿Es usted Steven Randall, del grupo del Nuevo Testamento Internacional? -dijo en voz baja con una mínima huella de acento británico.
– Sí, yo soy -respondió confuso.
– Yo soy Ángela, la hija del profesor Monti.
– Pero habíamos quedado…
– Ya sé. Usted esperaba a mi padre. Está sorprendido y decepcionado. -Sonrió brevemente-. No se desanime. Yo le explicaré, si me lo permite. También le ayudaré con mi padre, si lo desea. ¿Puedo pasar? -preguntó mirando más allá de Randall.
– ¡Oh! Perdone -dijo él, aturdido-. Pase, por supuesto. Supongo que me desconcertó un poco.
– Se comprende -dijo ella, entrando a la sala de la suite-. Mi padre le envía sus excusas por no haber podido presentarse en persona. Las circunstancias, como usted verá, estuvieron fuera de su control.
Randall cerró la puerta y la siguió al centro de la sala.
Ella describió graciosamente un círculo para observar el lugar y después lo miró a él, francamente divertida.
– Por lo menos le pusieron aire acondicionado. Tal vez eso lo mantenga fresco. En serio, es un alivio. Afuera hace veintinueve grados; centígrados, naturalmente. Para usted serían ochenta y tantos, que no es suficiente para derretirse, pero la humedad es sofocante.
Su sorpresa y decepción inmediata, así como su disgusto por no haber cumplido el profesor Monti su palabra, cambiaron rápidamente al observar a la muchacha.
Ángela Monti era verdaderamente despampanante.
Calculó que tendría más de 1,68 de estatura. Llevaba un sombrerito italiano de paja, de ala ancha; gafas de sol de gran tamaño y tono verde lavanda; una fina blusa amarilla de seda, escotada, que revelaba dos fragmentos de un sostén que poco hacía para contener el desbordamiento de sus provocativos senos. Un ancho cinturón de cuero ceñía su cintura delgada y flexible, y una falda veraniega de color marrón realzaba las curvas de sus voluptuosas caderas.
No podía quitarle los ojos de encima mientras ella dejaba su bolso de mano, en piel café y seguramente de Gucci, y se quitaba el sombrerito y las gafas. Su cabello rizado y alborotado era suave y negro como el ala de un cuervo; los ojos, separados y alargados en forma de almendra, eran de un verde jade; la nariz, de ancho puente, petulante, con delicadas fosas; los carnosos labios de carmín, húmedos, y bajo uno de los altos pómulos ostentaba un bello lunar. Una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello sostenía una cruz de oro, que se anidaba en la honda cañada formada por sus senos.
– ¿Está usted enojado por tenerme aquí en lugar de mi padre? -preguntó Ángela.
– No, no, claro que no. Francamente, la estaba admirando. ¿Es usted modelo o actriz?
– Gracias -dijo Ángela sin timidez-. Soy demasiado seria para eso.
Después ella lo examinó a él.
– No es usted lo que yo esperaba.
– ¿Qué esperaba?
– Me dijeron que usted era un famoso publicista y ahora director de Prensa, venido de los Estados Unidos para el proyecto de la Biblia. Supongo que todos pensamos demasiado en los estereotipos. Para mí, la palabra publicidad es algo que se asocia con una gran trompeta… quiero decir, con una tuba muy ruidosa. Yo no me esperaba a alguien tan moderno y elegante, y de aspecto tan… ¿cómo lo diría?… tan norteamericano; sí, pelo oscuro, ojos oscuros, fuerte… pero tan sofisticado.
«Me está ablandando -pensó Randall-; o si no, es de una candidez ejemplar.» No importaba. De todos modos a él le gustaba aquello.
– ¿Por qué no nos sentamos? -propuso él, sentándose junto a Ángela en el sofá-. Créame, me encanta tenerla aquí, señorita Monti…,
– Ángela -aclaró ella.
– Muy bien. Le cambio a Steven por Ángela.
– De acuerdo, Steven -dijo ella con una sonrisa.
– Mi problema es de premura -prosiguió él-. Entré tarde en el proyecto. Es algo muy importante y requiere la mejor campaña promocional posible; tal vez la mejor y la más grande de la Historia. Y eso no podrá lograrse a menos de que todos cooperen conmigo. A mi parecer, el papel más dramático y más emocionante de todo este asunto de la nueva Biblia es el del profesor Monti. Yo creo que a él debería dársele el crédito que merece. Sin embargo, algunos miembros de mi equipo trataron de entrevistarlo recientemente y no pudieron. Ahora yo me he empeñado en verlo y he sufrido otra frustración. ¿Puede usted explicarme lo que pasa?
– Sí -repuso ella-. Se lo explicaré sin omitir nada. Todo es cuestión de política y de envidias en las esferas arqueológicas romanas. Cuando mi padre decidió hacer su excavación, hubo de pedir permiso al superintendente de arqueología de la región de Ostia Antica. El encargado (el que lo era hace siete años, pero que ha sido ascendido recientemente), el doctor Fernando Tura, siempre estuvo en desacuerdo con las ideas de mi padre acerca de la arqueología bíblica, porque le parecen demasiado radicales, y nunca ha dejado de ser su rival. Solamente la aprobación del doctor Tura puede hacer que la solicitud llegue al Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes, en la Via del Popolo, en Roma. Y entonces, si el Consejo, compuesto por tres miembros, la considera válida, la recomienda al Director de Antigüedades, quien otorga el permiso oficial. Pero el doctor Tura era difícil…
– ¿Quiere usted decir que se negó a aprobar la solicitud que su padre hizo hace siete años para excavar?
– Se burló de la teoría de mi padre, de que precisamente aquí, en Italia, podría hallarse algún manuscrito original valioso, anterior al de San Marcos o el de San Mateo. Y no sólo se burló, sino que opuso dilaciones. Instigó mala propaganda en contra de mi padre en los círculos oficiales. Pero mi padre no se dejó detener por esas pequeñeces. Por medios extraoficiales apeló a un amigo y colega del Consejo Superior. Eso puso furioso al doctor Tura, pero se vio obligado a transmitir la solicitud para la excavación, que entonces fue aprobada. Después, cuando mi padre hizo su magnífico descubrimiento, cuya autenticidad quedó demostrada, el doctor Tura se puso fuera de sí, de envidia y de ira. Se propuso mantener a mi padre en un segundo plano e impedir que recibiera el reconocimiento por el hallazgo. Además, el doctor Tura empezó a atribuirse a sí mismo el mérito del descubrimiento, corriendo el rumor de que era él quien había enviado al profesor Monti a Ostia Antica y lo había animado a excavar, como si él, Tura, fuera el genio y el profesor Monti, en realidad, no hubiera hecho otra cosa que mover la pala. Más aún, para que no pudiera contradecirlo, el doctor Tura incitó al Ministerio de Instrucción a que enviara a mi padre fuera del país a promover o supervisar nuevas excavaciones en lugares remotos.
– ¿Tenía el Ministerio facultades para destinar a su padre a esos lugares?
– En realidad, no -dijo Ángela-. Pero, como es sabido, sólo quienes hacen las leyes pueden quebrantarlas sin peligro. Tal es el privilegio del poder. El doctor Tura aconsejó a sus amigos del Ministerio que sería mejor si su asociado, el profesor Monti, fuera callada y secretamente enviado al extranjero para que no dejara mal al departamento, pretendiendo atribuirse todo el mérito del descubrimiento. Bueno, la verdad es que nadie puede mandar a ningún lado a un arqueólogo, si él no quiere ir. Los arqueólogos escogen sus propios lugares de excavación. Pero como mi padre no es profesor de plantilla en la Universidad de Roma, era claro que si no obedecía podía perder su posición docente. A pesar de una modesta herencia de mi madre, que mi padre siempre insistió en que era para Claretta (mi hermana mayor) y para mí, él sólo percibe ingresos modestos para vivir. Por eso tuvo que obedecer las órdenes, para conservar su posición y su sueldo.
– Pero, ¿no ganó mucho dinero el profesor Monti con el descubrimiento de Ostia Antica? -preguntó Randall.