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– Todos los descubrimientos pertenecen al Gobierno italiano. Le dieron un porcentaje del dinero que los editores pagaron al Gobierno por el arrendamiento de los papiros y los pergaminos. Pero eso se evaporó. Mi padre había pedido prestado y se endeudó gravemente para hacer una larga excavación. Tenía que pagar intereses usurarios. La mayor parte del dinero que le quedó lo compartió con nuestros parientes pobres de Nápoles. El caso es que ahora tiene que hacer lo que le ordenen. Cuando lo quisieron visitar los colaboradores de usted, la señorita Taylor y el señor Edlund, mi padre estaba en el Medio Oriente estudiando un lugar llamado Pella (donde los antiguos ebionitas huyeron después de la primera rebelión judía contra Roma) para una futura excavación. Cuando mi padre vuelve a Roma, después de cada encargo, se le advierte que no participe en la publicidad de los editores comerciales, so pena de despido.

Randall todavía no estaba satisfecho.

– ¿Qué sucedió hoy? El profesor Monti venía camino a Milán y convino en verme.

– Aceptó porque yo le aconsejé que si recibía mucha publicidad sería más famoso que la gente del Ministerio, y ya no tendría por qué temerles. Pero de alguna manera, no sé cómo, el doctor Tura se enteró de que mi padre iba a reunirse con usted en Milán, así que ordenó que alguien lo interceptara en Florencia y lo hiciera volver a Roma inmediatamente para un nuevo encargo, muy urgente, en Egipto. Mi padre no se atrevió a oponerse. Volvió a Roma y mañana estará en Egipto. Para mí, ésa fue la gota que hizo derramarse el vaso. Me decidí a tomar el auto y venir a verlo, ya que mi padre no venía. Yo sé todo cuanto él sabe. Yo puedo decirle cualquier cosa de lo que él le diría. Estoy decidida a que él reciba el reconocimiento internacional que merece. Eso lo hará más poderoso que esos envidiosos políticos de Roma que lo tienen asustado y callado. Es lo que me trajo aquí. Le ofrezco mi colaboración para hoy y para cuanto tiempo la desee.

Randall se levantó y tomó su grabadora.

– Se lo agradezco, Ángela. La necesito. Quiero hacerle algunas preguntas básicas.

– Le responderé a todas. Puede grabarlas.

– Mi primera pregunta es: ¿qué le parecería si la invito a almorzar?

Ella soltó la carcajada, y él notó que era aún más hermosa de lo que había creído. Ella dijo:

– Es usted encantador, Steven. Naturalmente, aceptaría comer con usted, porque estoy muerta de hambre.

– Reservé una mesa abajo, en el Escoffier Grill. Pero ahora que es usted quien está aquí y no su padre, tal vez prefiera algo más animado. Yo no conozco Milán. ¿Tiene preferencia por algún restaurante?

Ella se puso en pie.

– ¿No había estado usted nunca en Milán?

– Nunca. Una vez pasé en Roma una semana, y en Venecia y Florencia estuve un día o dos; pero en Milán, nunca.

– Entonces lo llevaré a la Gallería.

– ¿A la qué?

– La Gallería Vittorio Emmanuele. Tiene los arcos más maravillosos del mundo. Es un lugar inocente, insólito, romántico. Venga, ya verá.

Ella le tomó la mano con toda naturalidad, y ese contacto y su proximidad, lo excitaron al instante.

– Ángela -logró decir Randall-, ese lugar donde vamos a ir, ¿es bueno para entrevistarla? Porque eso es algo que tengo que hacer.

– Claro que sí -dijo ella alegremente-. Estamos en Milán, no en Roma. Aquí los negocios son siempre antes que el placer. No lo seduciré -sus dedos apretaron-. Por lo menos no ahora -concluyó suavemente.

Abajo, subieron al auto de Ángela, un «Ferrari» rojo de estructura baja, modelo del año. Poco después pasaban por la Piazza della Repubblica («donde colgaron a Mussolini y la Petaca por los pies», explicó ella), donde dieron vuelta a la izquierda para entrar en la ancha Via Filippe Turati.

Randall tenía curiosidad por saber más acerca de ella, y Ángela estaba dispuesta a hablar de sí misma. En su corto recorrido, le habló franca, pero brevemente, de sus antecedentes. Ángela tenía quince años cuando murió su madre, que era mitad italiana y mitad inglesa. Había asistido a la Universidad de Padua y estuvo dos años en la de Londres. Se había especializado en arte griego y romano. Tenía una hermana, Claretta, que le llevaba cinco años, estaba casada, tenía dos hijas y residía en Nápoles. La propia Ángela había estado comprometida una vez. «Pero no podía ser. Él era arrogante y mimado, a la manera típicamente italiana, y yo demasiado independiente para volverme ciudadana de segunda clase, una mera sombra en un mundo masculino.» Había dedicado la mayor parte de su tiempo en auxiliar a su padre en sus escritos; le había ayudado a revisar sus trabajos científicos, cuidaba la casa de la familia en Roma y enseñaba historia del arte italiano dos veces por semana en una escuela privada para estudiantes extranjeros. Acababa de cumplir veintiséis años.

En cuanto a sí mismo (porque Ángela también tenía curiosidad por saber acerca de él), Randall fue cauto. Le habló de su niñez y juventud en el Medio Oeste norteamericano y de la reciente enfermedad de su padre. Le reveló algo de su actividad como publirrelacionista en Nueva York, y apenas refirió la vida que llevaba. Mencionó a Bárbara y a Judy, y le dijo que la semana pasada había decidido conceder el divorcio a Bárbara. De Darlene no dijo nada.

Ángela escuchaba atentamente, con la mirada hacia delante, hacia la calle, pero no manifestó su opinión.

Luego dijo:

– ¿Puedo preguntarle qué edad tiene, Steven?

Él titubeó, como no queriendo tener doce años más que ella. Al fin dijo:

– Treinta y ocho.

– Es usted joven para tener tanto éxito.

– Éxito en los negocios, querrá usted decir -puntualizó Randall, percatándose de que ella tomaba nota de su autodeprecación.

– El Teatro della Scala, el mejor palacio de ópera de todo el mundo -le señaló Ángela.

El exterior de la Scala era ordinario, y él se sintió decepcionado.

– ¿No le agrada? La Scala es como mucha gente. No puede juzgarse desde fuera. Todo está dentro. Hay lugar para tres mil personas. La acústica es perfecta. La música es perfecta… Estamos en la Piazza della Scala. Buscaré un lugar para estacionarme.

Después de estacionar el «Ferrari» y de cerrarlo, Ángela condujo a Randall a la Gallería Vittorio Emmanuele.

Cuando entraban, ella le dijo:

– Si usted es como yo, no lo creerá.

Estaban dentro, y él era como ella; no podía creerlo.

La Galleria semejaba una ciudad en miniatura dentro de una ciudad. Debajo de un enorme y glorioso domo de vidrio, el tragaluz más gigantesco que jamás hubiera visto Randall, estaba encajonada una interminable fila de elegantes tiendas; a su derecha, la enorme librería Rizzoli; a la izquierda, boutiques, agencias de viaje, un hotel para comerciantes de paso. Había restaurantes y trattorias abiertas, llenas de elegantes caballeros italianos y damas vestidas a la última moda, comiendo, bebiendo, charlando, y acá y allá personas absortas en la lectura del periódico de la élite de Milán, el Corriere della Sera.

– Y la mayoría leen la tena pagina, la tercera, que es la que trae las noticias y las críticas culturales. Ese periódico tiene seiscientos corresponsales especiales en Italia y veintiséis en ciudades extranjeras. Es nuestro periódico nacional, y es importante para la labor de usted.

– Lo sé -dijo Randall-. Lo tenemos en nuestra lista de Prensa italiana, junto con L'Osservatore Romano, La Stampa, Il Messaggero y la agencia de noticias llamada Agenzia Nazionale Stampa Associata.

– ¿Todos ellos anunciarán el Nuevo Testamento Internacional?

– Y también relatos acerca del profesor Monti… si usted coopera.

– Cooperaré -dijo ella-. Vamos al otro extremo de la Gallería.

Lo que ella quería enseñarle desde la entrada opuesta era el Duomo, la catedral, la cuarta del mundo en tamaño, con sus campanarios y gabletes, sus 135 delicados pináculos y sus 200 estatuas de santos.

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