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– Ahora comeremos y hablaremos -dijo ella volviendo a la Gallería.

– Siempre pensé que Milán era una ciudad comercial, nada romántica -confesó Randall-. No me esperaba esto.

– ¿Ha leído a Henri Beyle, Stendhal?

– Es uno de mis favoritos. Tal vez por ser tan introvertido y autoanalítico; tan involucrado en su propio ego, como yo mismo.

– Él vino aquí, y después quiso que en su tumba pusieran esta inscripción: «Henri Beyle, Milanais» (Henri Beyle, milanés). En el fondo del corazón yo soy romana, pero puedo comprenderlo.

Habían llegado al centro de la Galleria, a la intersección de los dos principales pasos para peatones, bañados en la luz solar que se filtraba a través de la bóveda.

Ángela eligió el Caffè Biffi y hallaron una mesa afuera, relativamente aislada. Randall encargó a Ángela escoger la comida para los dos, y ella pidió risotto milanese, arroz guisado con mantequilla, caldo de pollo, azafrán y osso buco, pierna de ternera cocida en cazuela; luego dudó entre los vinos, y se decidió por el Valtellina, un vino rojo de Sondrino.

Después, aunque él no estaba todavía listo, comprendió que debía comenzar. Colocó su grabadora junto a ella, apretó la palanquita de arranque y dijo:

– Está bien, Ángela, hablemos de su padre, el profesor Monti. Dígame todo lo que recuerde, comenzando con el momento en que se hizo arqueólogo.

– Eso llevará mucho más tiempo que nuestra comida.

– Bueno, dígame un poco de todo, hasta llegar al descubrimiento. Sobre todo lo relativo a su carrera. Quiero tener la oportunidad de determinar qué será lo mejor para nuestra promoción, y luego desarrollar esos aspectos más detalladamente con usted en otra ocasión.

– ¿Habrá otra ocasión?

– Muchas más, espero.

– Muy bien. La carrera de mi padre. Veamos…

Augusto Monti había estudiado en la Universidad de Roma y se había graduado en la Facoltà di Lettere. Había pasado los tres años subsecuentes acudiendo a varias escuelas especializadas en arqueología, al Institute of Archeology, de la Universidad de Londres, y a la Universidad Hebrea, en Jerusalén. Después había competido con otros estudiantes graduados con mención honorífica en el concours, en Roma, que es un examen ante cinco profesores. El más destacado de los concursantes se convertiría a su vez en profesor, y se le concedería la primera cátedra disponible en arqueología. Augusto Monti había superado a los otros opositores en la prueba, y poco después lo habían nombrado profesor de Arqueología Cristiana en la Universidad de Roma.

Aparte el hecho de que eventualmente ascendió al cargo de director del Instituto di Archeologia Cristiana, la vida cotidiana de Monti, dentro y fuera de la universidad, difería poco en sus primeros años de lo que era actualmente. Cuatro días a la semana, desde el pódium del Aula di Archeologia, con mapas y un pizarrón a sus espaldas, daba sus cursos ante tantos como doscientos estudiantes. Con frecuencia, ya tarde o entre las clases, subía la escalera, cruzaba el piso de mármol para ir a su despacho, junto a la biblioteca, y se sentaba en la silla de cuero verde, detrás de su mesa de madera, pulida y descolorida, para recibir visitantes y redactar artículos para publicaciones especializadas en arqueología.

El profesor Monti siempre dirigía excavaciones durante las vacaciones de verano, y a veces cuando le concedían permisos especiales. Su primer mérito fue haber descubierto varias secciones nuevas de las cincuenta catacumbas que rodeaban a Roma, corredores subterráneos y criptas donde fueron enterrados seis millones de cristianos entre los siglos i y iv. El mayor interés de Monti, y el más persistente, era la búsqueda de un documento original, escrito en tiempos de Jesús o poco después, que antecediera a la aparición de los cuatro evangelios.

La mayoría de los expertos opinaban que ese documento (llamado por lo general el documento Q, por la palabra alemana Quelle, que significa «fuente» y que sería precisamente la fuente o primer documento) había existido. Señalaban los eruditos que los evangelios escritos por Lucas y Mateo tienen muchos pasajes idénticos que no están en el de Marcos. Era evidente que Lucas y Mateo los habían tomado de una misma fuente anterior. Tal vez esa fuente hubiera sido oral, y entonces se había perdido para la historia. Aunque más probable era, tal como lo creía Monti, que la fuente hubiera sido escrita, y todo lo escrito y copiado puede sobrevivir.

Hace una década, basado en sus estudios, en su trabajo directo en el campo y en sus deducciones, el profesor Monti había publicado un artículo sensacional, aunque erudito, en Notizie degli Scavi di Antichita, una revista con sede en Roma, dedicada a las actuales excavaciones arqueológicas en diversos países, y una versión más amplia del mismo artículo en Biblica, un publicación jesuita italiana de fama internacional, dedicada a tratados científicos de la Biblia. El artículo se titulaba «Una nueva dirección en la búsqueda del Jesucristo histórico», y en él, Monti contradecía la mayoría de las nociones prevalecientes acerca de las posibilidades de hallar el documento Q.

– ¿Cómo cuáles, Ángela? -quiso saber Randall-. ¿Qué creían los eruditos y en qué los contradecía su padre?

Ángela dejó la copa de vino rojo.

– Se lo diré en forma sencilla. Los teólogos, los arqueólogos bíblicos, los que son como el doctor Tura, los que fueron colegas de facultad de mi padre en la Universidad de Roma, en el Instituto Pontifical de Arqueología Cristiana, en la Academia Americana de Roma… todos ellos sostienen que la fuente Q era oral. Creen que los apóstoles no escribieron nada. Aducen que, por razones escatológicas, no tenía objeto que los apóstoles escribieran nada, porque estaban convencidos de que se acercaba el fin del mundo y el reino de los cielos estaba próximo, así que no se molestaron en dejar ningún documento escrito. Sólo después, cuando no se acabó el mundo, empezaron a escribirse los evangelios. Pero no eran informes históricos. Sólo representaban a Jesús visto con los ojos de la fe pura.

– Y su padre, ¿no estaba de acuerdo?

– Mi padre sostenía que se habían escrito otros documentos previos a la época de Jesús, como lo atestigua la biblioteca de los esenios, revelada por el descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto. A mi padre le parecía que los discípulos y amigos de Jesús no habían sido nada más iletrados, pescadores analfabetos y tenderos. Algunos, como Santiago, fueron incluso dirigentes de la secta cristiana. Uno de ellos, menos seguro de que el mundo se acabaría, debió haber dictado o escrito las palabras de Jesús o algo acerca de Su vida verdadera y Su ministerio. Mi padre solía decir en broma que el más grandioso hallazgo lo constituiría el Diario de Jesús. Claro que eso no lo esperaba en serio. Su verdadera esperanza era una versión original de Marcos, sin retoques doctorales de posteriores escritores eclesiásticos, como la existente, o una fuente original (un libro testimonial, una recopilación de dichos y parábolas), la fuente perdida, utilizada por Mateo. Mi padre también veía la posibilidad de que se hubiera escrito algún documento romano acerca de la muerte de Jesús.

Randall, consciente de que su grabadora estaba funcionando, insistió:

– ¿De qué otro modo contradecía su padre lo establecido?

– Los otros estaban unánimemente de acuerdo en que manuscritos nuevos del siglo primero sólo podrían hallarse en Egipto, Jordania o Israel, donde el clima y el suelo secos podían conservar los papiros o pergaminos antiguos. Decían que en Italia era casi imposible, debido a la humedad del clima; y que si los manuscritos hubieran llegado aquí, sin duda se habrían podrido desde hace mucho tiempo, o habrían sido consumidos en los innumerables incendios que antiguamente devastaban Roma. Mi padre aducía que muchos papeles y objetos sacros habían llegado de Palestina a Italia de contrabando o habían sido embarcados en el siglo primero para que no perecieran en las revueltas, o para fortalecer la fe de muchos conversos secretos que había en Roma y sus alrededores. Aducía, además, que habían sobrevivido papiros del siglo ii y que se habían hallado en las ruinas de Dura Europos, junto al río Éufrates, y en Herculano, que no eran precisamente climas secos. Y puesto que esos documentos, recibidos desde Palestina por los primeros convertidos al cristianismo, eran inapreciables, los nuevos cristianos los habían envuelto en cuero, sellado en jarras herméticas y colocado en tumbas subterráneas. Mi padre ya había hallado cuerpos, perfumes y frascos llenos de escritos preservados en las catacumbas. Pero lo que más indignación causó, fueron las teorías de mi padre acerca de lo que podría decirnos de Jesús el documento.

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