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– ¿Tenía su padre nuevas teorías acerca de Jesús?

– ¡Oh, sí! Radicales. Si usted va a las catacumbas de San Sebastián, en la Via Apia, en las afueras de Roma, verá esculpidas en la pared muchas escenas, tal vez del siglo ii. Entre ellas verá al Buen Pastor llevando un cordero o cuidando su grey. Siempre las consideraron simbólicas, pero mi padre decía que tal vez eran prueba literal de que Jesús había sido pastor y no carpintero. Ésa fue su primera herejía. La segunda se relacionaba con la creencia de los eruditos de que Jesús había limitado Sus viajes a una pequeña zona de Palestina, no mayor que la extensión de Milán (o tal vez de Chicago, en el país de usted). Creían que de haber salido de Palestina, los primeros obispos de la Iglesia hubieran dado en sus escritos mucha importancia al hecho, para demostrar que Cristo era el Salvador del mundo entero. Pero los escritores de la Iglesia raramente hablan de tales viajes.

– Y, ¿qué decía su padre?

– Insistía en que de haber ido Jesús más allá, de todos modos lo habrían sabido muy pocos, quienes lo mantuvieron en secreto para protegerlo. Decía que se habían hallado, en los escritos de San Pablo, San Pedro, San Ignacio y otros, indicios de que Jesús había salido de Palestina y llegado hasta Italia. La tercera herejía era relativa a la duración de Su vida. Mi padre no creía que Jesús hubiera muerto a los treinta y tantos años, sino muchos después. Y en su apoyo citaba cierto número de fuentes, tales como los escritos de… Papiano o Tertuliano, no recuerdo… que dicen que Jesús era joven para salvar a los jóvenes, hombre de mediana edad para salvar a los de edad mediana, y viejo para salvar a los viejos… y en aquellos tiempos, viejo era un hombre de cincuenta años.

Randall se terminó su copa de vino, dio la vuelta al cassette de su grabadora y continuó su interrogatorio:

– ¿Especificó el profesor Monti en qué lugar de Italia podría encontrarse semejante documento original?

– Lo hizo en su primer artículo, y después lo reiteró varias veces en otros trabajos. Sugería que se explorara más allá de ciertas catacumbas cercanas a Roma, o en casas que habían sido secretos lugares de reunión de los cristianos en Roma, sus alrededores o en la Colina Palatina. En teoría, podía esperarse dar con la biblioteca de algún adinerado comerciante judío; alguno de los pocos que vivían cerca de Ostia Antica. Esos judíos fueron los primeros cristianos, y los que estaban más cerca de los puertos de mar podían tener acceso a los materiales importados antes que nadie.

– ¿Eso fue lo que indujo al profesor a excavar en Ostia Antica?

– Fue algo más preciso -dijo Ángela recordando-. Fueron una teoría y un hecho que mi padre relacionó hace siete años. La teoría era que el autor del evangelio fuente podía haber enviado desde Jerusalén, con un discípulo, una copia a alguna rica familia judía de algún puerto italiano. Si esa familia se había convertido secretamente al cristianismo, pudo haberlo ocultado en su biblioteca. En cuanto al hecho, mi padre halló en una catacumba de San Sebastián, recientemente abierta, una tumba con los huesos de un joven cristiano converso del siglo primero, con indicios de que el converso había estado alguna vez en Jerusalén o que tenía allí algún amigo que era centurión, posiblemente en tiempos de Pilatos. El nombre de la familia estaba en el sepulcro. Como si fuera detective, mi padre siguió la pista de la familia del joven y descubrió que el padre había sido un próspero mercader judío que poseía una gran quinta en la costa, cerca de Ostia Antica. Mi padre hizo un estudio de la topografía de la región (en especial de una zona montañosa que se había erosionado y aplanado con los siglos) y tuvo la satisfacción de ver que había ruinas en las capas superficiales; luego pidió permiso al doctor Tura para excavar.

Después de vencer obstáculos políticos, el profesor Monti había pedido prestado dinero suficiente para adquirir la tierra donde se disponía a excavar. De acuerdo con la ley italiana sobre arqueología, si uno posee o adquiere un terreno donde se va a proceder a una excavación, puede recibir el 50 por ciento del valor de lo que se halle. Si renta el terreno, dará al propietario el 25 por ciento, al gobierno el 50 por ciento, y sólo se quedará con el 25 restante. El profesor Monti había adquirido el terreno en propiedad.

Ayudado por un grupo de personas que contrató (un vigilante, un ingeniero, un dibujante de arquitectura, un fotógrafo, un criptógrafo, un experto en alfarería y numismática, un experto en osteología), el profesor Monti había llevado todo el equipo arqueológico necesario al lugar cercano a Ostia Antica: detectores electrónicos, instrumental topográfico y de dibujo, artículos fotográficos y cientos de aparatos más. Se había procedido a la excavación. El emplazamiento fue dividido en cuadros y sólo se excavaban diez metros cuadrados cada vez, penetrando en el estrato, rebanando y abriendo zanjas y despejando.

– La excavación duró doce semanas -dijo Ángela-. Mi padre calculaba que habría que sacar de la mayoría de las zanjas 30 centímetros de restos por cada siglo transcurrido entre nuestros días y los de Jesús para llegar hasta las capas que contenían la casa del mercader judío. Al ahondar en el suelo y el subsuelo de cascajo y material de aluvión, mi padre se sorprendió al dar con capas de toba porosa que se habían formado por depósitos de manantiales subterráneos… muy semejantes a la piedra de las catacumbas vecinas que tan bien conocía. Los primeros hallazgos fueron muchas, muchas monedas de los tiempos de Tiberio, Claudio y Nerón. Después, mi padre halló cuatro monedas importadas de Palestina (tres de Herodes Agripa I, que murió en el año 44 A. D., y una acuñada en tiempos de Poncio Pilatos), y sus esperanzas y su emoción no tuvieron límites. Por fin, aquella gloriosa mañana de nuestras vidas, se descubrió el bloque de piedra que contenía la jarra con el Pergamino de Petronio y el papiro del Evangelio según Santiago.

– ¿Qué ocurrió después?

– ¿Después? -Ángela sacudió la cabeza-. Tantas, tantas cosas. Mi padre corrió con su descubrimiento al laboratorio de la Escuela Americana de Investigación Oriental en Jerusalén. Los pardos fragmentos eran tan quebradizos que hubo que ponerlos en humidificadores, después limpiarlos suavemente con alcohol aplicado con pinceles de pelo de camello, aplanarlos y estudiarlos detenidamente bajo láminas de vidrio. El Petronio estaba en muy malas condiciones, a pesar de que el pergamino era oficial y de la mejor calidad. El evangelio de Santiago, con algunos trozos de un pardo oscuro casi negro, desprendidos en pedacitos los bordes, con agujeros en muchas partes, estaba escrito con cálamo y tinta de hollín, goma arábiga y agua, en papiro de la más baja calidad, en hojas de 12 y medio por 25 centímetros. Santiago había escrito en un arameo con faltas de ortografía y sin puntuación, con un vocabulario que se calculó en ochocientas palabras. Los críticos de textos de Jerusalén confirmaron la autenticidad del escrito, e incluso publicaron un velado anuncio del descubrimiento en el boletín confidencial que periódicamente distribuyen en las esferas eruditas. Esos expertos enviaron a mi padre con el profesor Aubert, a su laboratorio en París, para que averiguara si el pergamino verdaderamente era del año 30 y los papiros del 62. El resto, Steven, se lo dirá el profesor Aubert. Todo este descubrimiento fue casi un suceso sobrenatural.

– Más parece el resultado de la astucia de su padre, Ángela.

– El descubrimiento, sí. Pero no la supervivencia del texto. Eso fue un milagro de Dios. -Hizo una pausa y puso sus verdes ojos en Randall-. ¿Le han permitido leer el texto, Steven?

– La otra noche, en Amsterdam. Me afectó profundamente.

– ¿Cómo?

– Pues, por un lado, telefoneé a mi esposa y convine en concederle el divorcio que ella pedía.

Ángela asintió con la cabeza.

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