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Randall empezaba a comprender el proceso.

– ¿Y el doctor Libby inventó la forma de realizar la medición?

– Oui. Él creó lo que se llama reloj de carbono 14, el contador Geiger que revela cuánto carbono ha perdido el objeto desde que su vida cesó. Esto dio a la ciencia el sistema de datación que desde hacía tanto tiempo necesitaba. Ahora podemos saber, por fin, el año en que ardió un trozo de carbón en la cueva de un cavernícola prehistórico, o cuándo un fósil actual fue un ser vivo, o determinar la edad de una casa antigua mediante un trozo de viga. Me han dicho que el doctor Libby sometió a prueba diez mil objetos. Su procedimiento demostró una vez que un par de sandalias indias, halladas en una cueva de Oregon, tenía nueve mil años de antigüedad. Una larga astilla de una embarcación funeraria, hallada en la tumba de un faraón egipcio, demostró que éste había muerto unos 2.000 años antes de Cristo. Un trozo del lino que envolvía un manuscrito del Mar Muerto, hallado en la cueva de Qumrán, probó que el rollo había sido escrito entre el año 168 a. de C. y el 233 A. D… probablemente 100 años antes de Cristo. Por otra parte, los huesos del hombre de Piltdown, descubiertos en la gravera de un páramo en Sussex, se habían considerado los de un ser prehistórico, hasta que las pruebas de flúor realizadas por el doctor Kenneth Oakley demostraron (y las pruebas por el método del carbono 14 del doctor Libby lo confirmaron) que el hombre de Piltdown no era antiguo, sino de origen reciente y sólo una patraña o un engaño.

Entraron en el laboratorio, donde unos mecheros puestos en mesas estaban calentando tubos de ensayo que burbujeaban y donde se oía incesantemente el tictac de los contadores Geiger.

– Ahora ya conoce usted, Monsieur Randall -dijo el profesor Aubert-, los medios que utilizamos para comprobar la edad del Pergamino de Petronio y del Evangelio según Santiago, de Ostia Antica. Permítame mostrarle brevemente cómo se hizo.

Había conducido a Randall ante dos máquinas metálicas, una el doble que la otra y conectadas entre sí, que se hallaban ante varios estantes de libros. A Randall le parecieron dos gabinetes para almacenaje, provistos de equipo misterioso e incomprensible. La máquina menor tenía encima un tablero instrumental y un estante con dos cronómetros debajo. De ella salían tubos que la unían con la mayor, que estaba abierta en el centro y tenía un complejo contador Geiger.

– Éste es el aparato de datación por radiocarbono empleado para probar el descubrimiento del profesor Monti -dijo el químico francés-. Cuando el profesor Monti llegó aquí hace cinco o seis años para hacerme ejecutar la prueba definitiva, ya le habían dicho que debía traerme muestras muy pequeñas del pergamino y los papiros que había extraído. El doctor Libby necesitó unos treinta gramos de la fibra de cáñamo o el lino de los Rollos del Mar Muerto para determinar su fecha. Nuestro proceso de datación se ha refinado y mejorado mucho desde entonces. El doctor Libby empleaba en un principio carbono sólido, con el que untaba el interior de un cilindro igual a éste, como quien aplica una capa de pintura. Ese método requería una buena cantidad de tan valioso material antiguo. Pero, como le decía, desde entonces hemos mejorado el procedimiento y ahora se necesitó mucho menos.

– Profesor Aubert, ¿qué tanto pergamino y qué tanto papiro necesitó usted que le proporcionara el profesor Monti?

El sabio francés sonrió ligeramente.

– Por fortuna, muy poco, ya que teníamos que quemarlo. Dudo que el profesor Monti nos hubiera dado más. Para un trozo de carbón, puedo trabajar con tres gramos. Para uno de madera, necesito diez gramos. Para el descubrimiento del profesor Monti, necesité quince gramos del pergamino, doce gramos de un fragmento de papiro y doce gramos de otro.

– ¿Y los quemó usted? -preguntó Randall, acercando su grabadora al científico.

– No de inmediato -«replicó Aubert-. Ante todo, cada muestra debe estar pura; química y físicamente libre de todo carbono exterior que pudiera haberla contaminado desde la muerte de sus células.

– ¿Se refiere usted a la contaminación por radiaciones de pruebas con bombas atómicas o de hidrógeno?

– No, eso no produce ningún efecto en la materia que ya está muerta -dijo Aubert-. Tomé cada uno de los especímenes del profesor Monti y los limpié cuidadosamente para eliminar elementos extraños, como raíces o vestigios de cualquier otro depósito que hubieran podido ensuciarlos e influir en la prueba. Hecho esto, quemé cada muestra en corriente de oxígeno hasta que se redujo a cenizas. El ácido carbónico emanado de la combustión fue purificado, secado e introducido en este medidor Geiger. El contador tiene una capacidad de volumen de algo menos de un cuarto de galón…

– ¿Un litro?

– Exactamente -dijo el profesor Aubert-. Sobre todo, como puede usted ver por el modo como está construido este aparato, debemos protegernos de cualquier radiación exterior que pudiera interferir y dar una cuenta falsa y una fecha equivocada. Voilà. Pusimos las cenizas del pergamino y el papiro del profesor Monti en los tubos e iniciamos nuestra prueba.

Arrastrado por su tema, el profesor Aubert se lanzó a una intrincada explicación del proceso de comprobación. Habló de la cadena de amplificación rodeada por un cilindro de mercurio, y de las impulsiones del contador Geiger puestas en anticoincidencia con las impulsiones proporcionales, y de los rayos cósmicos y los gamma.

Randall había perdido el hilo por completo, pero las palabras de Aubert quedaron registrados en la grabadora, y Randall se prometió a sí mismo que una vez que Lori Cook hubiera efectuado la transcripción, hallaría a alguien en Amsterdam que se lo explicara claramente.

– Sí, ya veo -se atrevió a decir-. ¿Y cuánto duró toda la prueba, profesor?

– Dos semanas. Pero eso fue hace casi seis años. Hoy tenemos un contador muy mejorado que puede hacer la prueba de la noche a la mañana. Pero la de Monti tardó dos semanas.

– ¿Qué fue lo que averiguó usted al cabo de ese tiempo?

– Que podíamos fechar los gramos de pergamino y los gramos de papiro a más o menos veinticinco años del momento en que habían existido; el tiempo en el cual se habían escrito y utilizado.

– Y, ¿cuáles fueron esas fechas?

– Felizmente, pude informar al profesor Monti que las mediciones de nuestro aparato de datación no contradecían las fechas del año 30 A. D., para el Pergamino de Petronio, y el año 62 A. D., para el Evangelio según Santiago. En resumen, pude asegurar al profesor Monti que el aparato científico más adelantado del siglo xx había confirmado el hecho… el hecho, Monsieur… de que el pergamino podía provenir de la época en que Poncio Pilatos había sentenciado a Jesucristo, y que los papiros podían proceder del tiempo en que el hermano de Jesús estuvo vivo para escribir la verdadera historia del Mesías. Los descubrimientos de Ostia Antica son absolutamente auténticos.

– ¿Sin duda alguna? -dijo Randall.

– Ninguna en absoluto.

Randall apagó su grabadora.

– Su colaboración, profesor, nos ayudará a promover el Nuevo Testamento Internacional por todo el mundo.

– Encantado de cooperar -el profesor Aubert miró su reloj de pulsera-. Tengo sólo un asunto pendiente, y después una cita para almorzar con mi esposa. ¿Está usted libre para una invitación a comer, Monsieur Randall?

– No quisiera abusar…

– No es abuso. Así hablaremos más. Me encantaría.

– Gracias. La verdad es que estaré libre hasta la noche, cuando tome el tren a Frankfurt.

– Ah, bon. Vaya a ver a Herr Hennig. Le hallará menos confuso de lo que he sido yo -Aubert se había dirigido hacia la salida, guiando a Randall-. Si no le importa, pues, nos detendremos en la Catedral de Notre Dame para dejar los resultados de unos trozos de pintura de un Cristo que he examinado. Después, Madame Aubert se reunirá con nosotros en el Café de Cluny. Será un placer almorzar juntos.

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