Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Randall se mantuvo tranquilo, deliberadamente tamborileando con los dedos sobre la mesa. No habló.

– Muy bien, desempeñe usted su papel de norteamericano rudo y callado -dijo Plummer-. Pero sea práctico. No puede pretender publicar toda una Biblia (o un Nuevo Testamento) y tener a cien o doscientas personas involucradas en su producción sin que tarde o temprano se sepa el secreto. La verdad se descubre siempre, mi querido amigo; usted lo sabe. Mis asociados están familiarizados con toda la gente que entra y sale de sus oficinas en el Dam. Sé mucho… demasiado, acerca del proyecto de ustedes.

Randall empujó su silla hacia atrás.

– Si ya lo sabe usted, entonces no me necesita a mí.

– Un momento, por favor, señor Randall. No juguemos. Admito que todavía no lo sé todo, pero lo sabré… lo sabré mucho antes de que ustedes estén preparados para lanzar oficialmente la noticia. Cuando conozca el contenido de su Biblia, sabré exactamente lo que necesito saber. Se lo garantizo, dentro de dos semanas tendré todos los detalles, conoceré todos los hechos. Pero me encuentro dentro de un negocio altamente competido, señor Randall. Debo ser el primero en publicar la historia completa… y en exclusiva. Y lo seré. Sin embargo, su cooperación puede ahorrarme una gran cantidad de esfuerzos y me ayudaría a apresurar mi exclusiva. Entienda esto; todo lo que yo deseo es tener la historia. Cuando la tenga me declararé en favor de su Resurrección Dos… Esto es, siempre y cuando usted haya cooperado.

– ¿Y si yo no coopero?

– Bueno, podría resentirme, y lo que yo escribiera para el público podría reflejar mi ánimo -un tono de grosería se insinuaba en su voz-. Usted no querría eso, ¿verdad? Por supuesto que no. Bien, yo he estudiado sus antecedentes, señor Randall; principalmente por lo que hace a la clientela que su firma de relaciones públicas ha manejado en los últimos años. Usted parece ser un hombre con sentido comercial de los negocios y carente de sentimentalismos hacia las personas y organizaciones que ha representado. No aparenta dejarse inhibir o asfixiar ante una moralidad petulante o ridícula. Si los clientes le pagan, usted los acepta. Eso implica mayor poder para usted. Resulta de lo más admirable -Plummer hizo una pausa-. Señor Randall, nosotros (mis asociados y yo) estamos dispuestos a pagar.

Randall sintió deseos de golpearlo, de borrar la sonrisa estúpida y afectada de esa cara blanca como una ostra. Pero se contuvo, porque había algo que quería saber.

– Están preparados para pagar -repitió Randall-. ¿Pagar por qué? ¿Qué es lo que quieren?

– Bien, muy bien. Yo sabía que usted sería sensato. ¿Qué es lo que quiero? Quiero ver las primeras pruebas de las páginas de ese… ese Nuevo Testamento supersecreto. Usted no tendrá problemas para conseguirlas. Nadie más en el «Krasnapolsky» podría ser tan adecuado. Usted podría continuar con la preparación de su propio lanzamiento a su debido tiempo. Yo solamente quiero darle un golpe a la competencia. Estoy preparado y tengo la suficiente autoridad para hablar de negocios con usted. ¿Qué me dice, señor Randall?

Randall se puso en pie.

– Le digo… que se vaya al diablo, señor Plummer.

Steven giró sobre sus talones y rápidamente se dirigió hacia la salida, pero no sin antes oír el alarido de despedida de Plummer:

– ¡No me iré al diablo, amigo mío, sino hasta mucho después de que haya yo puesto al descubierto a Resurrección Dos… y estoy seguro de hacerlo, absolutamente seguro… tan seguro como lo estoy de que usted y su ridículo proyecto serán los que se irán al diablo en quince días!

Después de arreglar que Darlene, pese a sus objeciones, se fuera sola en una excursión en autobús por Amsterdam durante el día, y en otra por los canales, a la luz de las velas, por la noche, Randall telefoneó a George L. Wheeler diciéndole que iba en camino al «Hotel Krasnapolsky». También le informó del inesperado encuentro con Plummer, el periodista británico, lo que atrajo un cúmulo de angustiadas preguntas por parte del editor. Colgando el auricular, Randall se aprestó para ingresar al protegido y misterioso retiro desde el cual funcionaba Resurrección Dos.

Ahora, mirando atentamente a través de la ventanilla trasera de la limusina «Mercedes-Benz» que entraba a la zona abierta, tendida de una plaza, Randall escuchó a su chófer holandés y rechoncho de mediana edad, quien con voz ronca le había dicho llamarse Theo:

– El Dam. Nuestra plaza central. Es nuestro eje, con las calles principales de Amsterdam, saliendo de él, como los rayos de una rueda.

Ésta era una de las pocas vistas de Amsterdam que Randall reconoció por completo. Claramente la recordaba de su viaje anterior, además de que Darlene acababa de refrescarle la memoria al leerle algo acerca del Dam, de un folleto de la KLM, hacía quince minutos. Al centro de la plaza había dos islas de personas. Una estaba alrededor del Monumento a la Liberación, que los holandeses habían hecho para conmemorar a sus compatriotas muertos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando lo había visto algunos años antes, en los escalones del monumento abundaban estudiantes de aspecto extravagante y de todas las nacionalidades, que generalmente fumaban marihuana durante el día y a menudo habían sido sorprendidos copulando allí por la noche. Esta mañana había igualmente muchos jóvenes turistas recostados sobre los escalones, como siempre, pero se veían más vivos y estaban absortos en las conversaciones que sostenían unos con otros, o leían tranquilamente bajo el sol de la incipiente mañana. En las cercanías se encontraba la segunda isla del Dam; un rectángulo de cemento semejante a un parque sin césped, con un organillo, un espectáculo de títeres y un puesto de helados rodeado de niños. Aquí, numerosos ciudadanos de mayor edad descansaban en los bancos o daban de comer a las palomas.

– A la izquierda, el Koninklijkpaleis -agregó Theo con voz rasposa tras el volante. Obedientemente, Randall inspeccionó el enorme palacio real, que ocupaba todo un lado de la plaza-. Nuestro santuario, como la Abadía de Westminster de los ingleses -continuó Theo- Construido sobre un pantano, así que debajo hay trece mil pilotes de madera. La reina no vive allí. Ella vive fuera de la ciudad. Sólo usa el palacio para recepciones oficiales; ocasiones de Estado.

– ¿Tiene el palacio un recinto especial para el trono? -preguntó Randall.

– ¿Recinto del Trono? Troonkame? Ik versta het niet -entonces comprendió-. Ja, ja, ik weet wat u zeqt. Natuurlijk, wij hebben het.

– Theo, ¿puede hacerme el favor de hablar en…?

– Excuse, excuse -dijo rápidamente el chófer-. Recinto del Trono…, sí, absolutamente; por supuesto tenemos uno… una inmensa sala para ceremonias… salón muy hermoso.

Randall sacó de su bolsillo un bloc de notas amarillo y anotó unas cuantas palabras. Acababa de tener su primera idea publicitaria desde su llegada a Holanda. La sometería a prueba con sus jefes. Nuevamente comenzaba a sentirse bien.

– Al frente, de Bijenkorf -anunció Theo.

Randall reconoció la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, de Bijenkorf o Beehive, un manicomio de clientes, de seis pisos de alto. En ese momento, docenas de compradores cruzaban en torrentes las cromadas puertas giratorias.

– Allí, al lado de la tienda, donde usted va -dijo Theo-. El «Kras».

– ¿El qué?

– El «Gran Hotel Krasnapolsky», donde están sus oficinas. Nadie puede decir ese nombre con facilidad, así que para nosotros es el «Kras». Un sastre polaco, A. W. Krasnapolsky, abandonó su taller de sastrería y puso allí, en la Warmoesstraat, en 1865, un café con vino y pasteles a la Mathilde, hechos por su cuñada. Después puso un salón de billar y después el Wintertuin, el invernadero. Luego compró casas de todo el rededor y puso pisos extras, haciendo cien cuartos para un hotel. Hoy, trescientos veinticinco cuartos. El «Kras». Mire, allí está el señor Wheeler; lo está esperando.

48
{"b":"109433","o":1}