– Ella no sabe nada -dijo Randall-. Por lo que hace a las precauciones, a partir de este instante soy un hombre invisible.
– ¿Puede estar listo en cuarenta y cinco minutos? -preguntó Wheeler-. Enviaremos el auto para que lo recoja. Le diré qué: telefonéeme antes de salir de su suite; yo estaré esperándolo a las puertas del «Krasnapolsky» para hacerlo entrar. Tenemos por delante muchas cosas que hacer.
Randall se quedó observando mientras la limusina «Mercedes» lentamente daba la vuelta a la curva del callejón (los autos de alquiler y los vehículos privados de los huéspedes del hotel estaban estacionados al centro de la curva) y luego desaparecía de la vista. Darlene y los porteros que llevaban el equipaje ya habían entrado en el hotel, así que Randall se apresuró tras ellos.
Dentro del vestíbulo, hizo una pausa momentánea para captar en detalle todo cuanto le rodeaba. Más allá del tapete oriental que cubría el mármol estaba una magnífica escalera alfombrada en color café que conducía a un descansillo, del cual continuaban las escaleras en dos direcciones hacia una especie de mezzanine que se podía ver desde abajo. A la derecha, los dos porteros estaban esperando con el equipaje, y cerca de ellos, en un pasillo abovedado, Darlene estaba examinando una exhibición de bolsos de mano que había en un aparador iluminado. Inmediatamente a la izquierda de Randall estaba la pequeña mesa de recepción, junto a la cual se hallaba el mostrador del cajero, donde los dólares podían cambiarse por florines y desde el cual se remitían los telegramas.
Randall se acercó a la mesa de recepción.
– Soy Steven Randall -dijo-. Creo que ya he sido registrado.
El encargado hizo una pequeña inclinación.
– Sí, señor Randall. Hemos estado reteniendo su correspondencia -respondió, entregándole un paquete de gruesos sobres, a los cuales Randall echó un vistazo.
Oficina, oficina, oficina, todos venían de Randall y Asociados en Nueva York; de Wanda Smith, Joe Hawkins, y uno de Thad Crawford, triplemente grueso, que indudablemente contenía el borrador del contrato con Cosmos Enterprises.
Randall estaba marchándose cuando el encargado lo llamó:
– Señor Randall, casi olvidaba esto que había en su apartado. Un mensaje para usted…
– ¿Un mensaje?
Randall estaba intrigado. Las últimas palabras de Wheeler le resonaban todavía en los oídos: «No debe haber mensajes locales… nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad.»
– Un caballero lo dejó aquí hace una hora. Le está esperando en el bar.
El encargado le entregó el mensaje, que estaba en forma de tarjeta de visita. Randall miró con atención el nombre delicadamente grabado en el centro de la tarjeta: CEDRIC PLUMMER, ESQ., y en la esquina inferior izquierda: LONDON. A la derecha, manuscritas en tinta morada, las palabras: «A la vuelta.»
Randall giró la tarjeta. El mensaje estaba escrito con una caligrafía nítida y decía:
«Estimado señor Randall… Saludos. Buena suerte con Resurrección Dos. Ellos en verdad requieren de asesoría en relaciones públicas. Le ruego venga a verme en el bar para discutir brevemente un asunto urgente de interés mutuo. Plummer.»
¡Plummer!
Perplejo, Randall se guardó la tarjeta en el bolsillo. Claramente evocaba (como si todavía fuera la noche anterior) la primera plana del London Daily Courier. Exclusiva de Nuestro Corresponsal, Cedric Plummer. Amsterdam, junio 12. La entrevista con el reverendo Maertin de Vroome acerca del rumor de una nueva Biblia.
¿Cómo diablos sabía Plummer que llegaría a Amsterdam hoy? Y en el mensaje de Plummer, algo que éste no había mencionado en su nota de anoche: el nombre en clave de Resurrección Dos…
Randall lo tomó con serenidad, aunque momentáneamente había sentido pánico. Su instinto de supervivencia le había indicado que telefoneara a Wheeler inmediatamente, pero Wheeler no estaría todavía en su oficina. El siguiente impulso que sintió fue el de refugiarse en la soledad y la seguridad de su suite. Al mismo tiempo, sabía que no podría esconderse ahí indefinidamente.
Comenzó a tranquilizarse. Cuando había un enemigo, uno debía afrontarlo con toda la apariencia de fortaleza y, de ser posible, aprovecharlo. Prevenido, armado de antemano. Además, sentía curiosidad por conocer la cara del enemigo.
Randall se apresuró hacia donde estaba Darlene.
– Mira, querida, hay alguien a quien tengo que ver en el bar unos minutos. Es un asunto de negocios; sube y desempaca. Estaré contigo en un instante.
Ella comenzó a protestar, pero luego desistió de buena gana, y acompañó a los maleteros que llevaban su equipaje hacia el ascensor. Randall volvió con el encargado.
– ¿Dónde está el bar? -preguntó.
El encargado lo dirigió hacia la izquierda a través del vestíbulo, añadiendo:
– Lleva una flor en el ojal.
Randall se encaminó hacia el bar y entró. Era un salón acristalado y espacioso. A través de la ventana se divisaba un restaurante al aire libre, directamente debajo, donde algunas parejas estaban desayunando al sol. Adelante, más allá del vidrio, podía verse una parte del canal y una barcaza surcando el agua. Sobre el exótico mostrador, y escudándolo parcialmente, había un emparrado cubierto de enredaderas, en tanto que un decorativo tapete tejido cubría la parte inferior. Randall lo rodeó. El camarero, un jovial holandés, estaba tarareando y secando vasos.
Randall escudriñó el iluminado salón. A tan temprana hora sólo había dos clientes. Cerca de él, un hombre grueso sorbía un jugo de naranja y estudiaba cuidadosamente una guía. Al fondo, acomodado en una silla tapizada de azul, en una mesa al lado de la adornada ventana, estaba un hombre joven y bien vestido. Una flor adornaba su solapa. El enemigo.
Randall empezó a cruzar el salón.
El enemigo era un dandy.
Cedric Plummer tenía cabello oscuro, delgado y opaco, peinado hacia los lados para encubrir una zona calva. Tenía brillantes ojos de hurón sobre su huesuda nariz, mejillas sonrosadas y una pequeña barba tipo Van Dyke. Su tez era de un color blanco como ostra. Lucía un enjoyado fistol sobre una corbata marrón, y vestía un traje a rayas angostas de corte conservador. Un enorme anillo de turquesa casi le cubría el dedo de una mano. No era ningún periodista de puños luidos, pensó Steven.
Divisando a Randall, el corresponsal del Courier dejó a un lado el periódico que había estado leyendo, descruzó las piernas e inmediatamente se puso de pie para atenderlo.
– Me siento honrado, señor Randall -dijo con una voz chillona, mientras su sonrisa mecánica revelaba unos dientes grandes y salientes, como de conejo-. Siéntese, por favor, señor Randall. ¿Puedo ofrecerle un trago? Yo necesitaba urgentemente un Bloody Mary, pero usted tome lo que…
– No, gracias -dijo Randall ásperamente. Tomó asiento y Plummer se dejó caer en la silla frente a él-. Sólo dispongo de un minuto -resumió- Acabo de llegar y registrarme.
– Ya lo sé. Lo que tengo que discutir con usted no nos llevará más de un minuto, créame. ¿Leyó mi mensaje?
– Lo leí -dijo Randall-. Estuvo muy bien urdido para hacerme venir aquí.
– Exacto -dijo Plummer con su sonrisa insalubre-. Precisamente, mi querido amigo. El que yo supiera que llegaba usted hoy, que supiera que usted se haría cargo del puesto de relaciones públicas en el «Gran Hotel Krasnapolsky», que supiera que usted colaboraría en Resurrección Dos… todo llevaba la intención de despertar su curiosidad y merecer su respeto. Estoy encantado de haberlo logrado.
Randall detestó a ese hombre.
– Está bien, ¿qué quiere?
– Su colaboración -dijo Plummer.
– ¿Cómo?
– Señor Randall, debe resultarle obvio que yo tengo a mi disposición fuentes de información dignas de crédito. No resultó problemático enterarme de su nombramiento para este trabajo, de su visita a Londres, de su hora de llegada aquí. En cuanto a Resurrección Dos… Bueno, como fuego inicial lancé mi artículo exclusivo publicado en el Courier el día de ayer. Seguramente que usted lo leyó.