Randall se percató de la presencia de otra persona que empequeñecía a Wheeler; un digno caballero de por lo menos un metro noventa y tres de estatura. El caballero se había quitado el sombrero, revelando una cabellera plateada y lustrosa y delineando su redonda cabeza. Usaba anteojos sin aros sobre sus inquietos ojos, tenía una nariz puntiaguda y dientes grandes y amarillentos.
– El doctor Emil Deichhardt -anunció Wheeler, presentando a Steven Randall y a Darlene Nicholson.
El doctor Deichhardt hizo el gesto de besar el dorso de la mano de Darlene sin tocarla con los labios y luego cubrió la mano de Randall, saludando con un apretón parecido a un zarpazo; después, con un inglés algo gutural, pero muy correcto, dijo:
– Nos complace mucho tenerlo en Amsterdam, señor Randall; con usted, nuestro equipo está completo. Ahora podremos presentar al mundo entero, de la manera más efectiva posible, nuestro esfuerzo de tantos años. Sí, señor Randall; su reputación le precede.
Wheeler los instó a salir de la sala de llegadas.
– No tenemos tiempo que perder -dijo-. Lo llevaremos directamente al «Hotel Amstel», el mejor de la ciudad, donde la mayoría de nuestros ejecutivos están hospedados. Tan pronto como haya usted desempacado, diríjase a nuestro cuartel general. Queremos que se oriente, que conozca a parte del personal clave. Después de eso… ¿a la una, Emil?… almorzará usted con los cinco editores, así como con sus consejeros en teología… también ellos estarán presentes, excepción hecha del doctor Jeffries, quien llegará dentro de unos cuantos días. Óigame, su telegrama prometía un golpe maestro; la casi certeza del reclutamiento de Florian Knight. Más tarde tendrá que decirme cómo se las arregló. Usted es un vendedor, ¿o no? Ya llegamos; éste es el auto.
Frente a una enorme maceta de flores, la flamante limusina «Mercedes-Benz» esperaba en la calzada. El chófer holandés tenía abiertas ambas puertas. Randall siguió a Darlene hacia el asiento posterior, y el doctor Deichhardt subió con ellos. Wheeler se acomodó en el asiento delantero.
Dejaron atrás la gigantesca torre de control por radar de Schiphol, pasaron por una moderna e irreconocible estatua negra, siguieron a través de un túnel profusamente iluminado, y pronto alcanzaron la carretera hacia Amsterdam. Wheeler y Deichhardt sostuvieron una charla trivial, fundamentalmente en relación con los planes editoriales, y a veces se dirigían a Darlene para comentar acerca del paisaje; pero Randall apenas los escuchaba.
Prefirió contenerse, conservar sus energías antes de que la extrañeza del lugar ajeno, la gente nueva y su primer día se precipitaran sobre él.
Fue un recorrido de treinta minutos hasta Amsterdam. El día era cálido; la campiña y los nuevos conjuntos residenciales estaban bañados por el sol.
Una fábrica de la IBM surgió a la vista, y después abandonaron la carretera. Se veían letreros que pasaban instantáneamente a través de la ventanilla letreros que decían JOHAN HUIZINGALAAN, POSTJESWEG, MARNIXSTRAAT y, en una esquina muy transitada, uno que decía ROZENGRACHT.
Randall oyó que Deichhardt se dirigía a Darlene.
– Estamos cerca de la casa de Anna Frank. Este canal tiene cuatro metros más de altitud que el aeropuerto. ¿Sabía usted que el aeropuerto (a decir verdad, la mayor parte de la ciudad), está bajo el nivel del mar? Estos holandeses son muy industriosos. Rozengracht… gracht quiere decir canal y, para su información, straat y weg quieren decir calle… y plein, una palabra con la que se familiarizará, significa plaza; como Thorbeckplein, que quiere decir Plaza Thorbecke. Bitte, ¿ve usted el tranvía delante de nosotros? ¿Ve usted la caja pintada de rojo en la parte trasera?
Randall, mirando hacia delante, observó el angosto tranvía pintado de color crema que les había hecho aminorar la velocidad.
– Eso es un buzón -continuó Deichhardt-. Los habitantes de Amsterdam corren para depositar su correspondencia en la parte trasera del tranvía. Cómodo, ¿verdad?
El «Mercedes» dio la vuelta y prosiguió por Prinsengracht, y pronto continuó por la ribera del río Amstel. Randall observaba los turísticos botes panorámicos de baja eslinga y techo de cristal que abundaban en los canales; miraba también a los holandeses que abarrotaban las calles en sus bicicletas, motocicletas y autos compactos, la mayoría de los cuales eran «DAF», de manufactura holandesa, o «Fiat» o «Renault». Randall sintió como si él fuera transitando dentro de un tanque, y contempló cómo iban pasando las casas de ladrillo con recios gabletes. Parecía como si antes nunca hubiera estado allí.
Estaban circulando sobre un puente de dimensión considerable, disminuyendo el chófer la velocidad para dar vuelta hacia la izquierda.
– Por fin hemos llegado -dijo Wheeler desde el asiento delantero-. Profesor Tulpplein, número uno; ésa es la dirección. El «Hotel Amstel», que está junto al pequeño callejón sin salida, es uno de los establecimientos más refinados de Europa. Su edificio del siglo xix es elegante. Cuando la Reina Juliana y el Príncipe Bernardo celebraron su vigesimoquinto aniversario de bodas, recibieron a la realeza de todo el continente aquí mismo, en el «Amstel». Ahora le tenemos una sorpresa Steven. El doctor Deichhardt y yo le hemos conseguido la mejor suite del hotel, la suite real; la que usa la reina cuando la necesita. El doctor Deichhardt y yo estamos hospedados en cuartos de servicio, comparados con el suyo.
– Gracias, pero no debieron hacerlo -dijo Randall.
– Bueno, en realidad no somos tan altruistas, ¿verdad, Emil? -Wheeler guiñó un ojo al editor alemán y luego le dijo a Randall-: Existe un método que explica nuestro sacrificio. A partir de este instante sólo una cosa tiene importancia, por encima y más allá de la suprema necesidad de secreto absoluto: su preparación para la más gigantesca campaña promocional de toda la historia. Nosotros suponemos que, a partir del momento en que la noticia se haga pública, usted tendrá que recibir a cientos de representantes de la Prensa y la televisión internacionales. Queremos que los reciba como si tanto ellos como usted fuesen de la realeza, para lo cual este ambiente regio resultará muy impresionante y atractivo. Así es que usted tiene la suite real de la reina, que abarca los números 10, 11 y 12. La señorita Nicholson tiene una habitación adyacente. De cualquier forma, esperamos que esta escenografía lo pondrá de humor creativo, a efecto de que comience usted de inmediato.
– Haré todo lo que pueda -dijo Randall.
Se habían estacionado frente a la escalinata de piedra, los pilares y la puerta revolvente del «Amstel». El portero sostenía abierta la puerta trasera del automóvil, mientras el chófer depositaba el equipaje sobre la acera.
Randall había descendido de la limusina y estaba ayudando a Darlene a bajar cuando Wheeler le hizo un ademán. Randall se agachó nuevamente dirigiendo su atención hacia el interior del automóvil.
– Ya están registrados, Steven -dijo Wheeler-. Puede usted recoger en la administración el correo que le habíamos remitido aquí, pero no debe haber mensajes locales. Excepción hecha del aduanero del aeropuerto (que había sido alertado para dar paso inmediato a una persona muy importante que estábamos esperando) nadie más sabe que usted está en Amsterdam. Fuera de Resurrección Dos y algunos de los empleados del hotel, nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad y relacionado con nosotros. Esto es de vital importancia. Si esta información se filtrara, hay ciertos elementos que harían cualquier cosa… cualquiera (esconderse en su suite, intervenir su teléfono, sobornar a los camareros), para obtener de usted lo que fuera posible. En calidad de nuestra futura voz pública, usted es el más vulnerable de todos nosotros. Recuerde eso siempre y dígale a su… su secretaria…