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Valerie le guiñó un ojo.

– Supongo que no hay nada que perder -dijo ella con titubeos-. Yo desde luego quiero que él esté con usted en Amsterdam, por su propio bien -la actitud de decisión se reflejó en su rechoncho rostro-. Sí -agregó-. Trataré de hacer que lo reciba. ¿Tiene usted papel y lápiz?

Randall extrajo de su cartera una tarjeta de visita y se la entregó junto con su pluma de oro.

Valerie garabateó algo al reverso de la tarjeta, regresándola luego a Randall junto con la pluma.

– Ése es el domicilio de Florian en Hampstead… Hampstead Hill Gardens, a un costado de la calle Pond. Probablemente será una pérdida de tiempo pero, de todas formas, venga al apartamento de Florian esta noche a las ocho. Yo estaré allí. Si Florian no lo recibe… bueno, usted sabrá que lo intenté y no tuve suerte.

– Pero tal vez sí me reciba.

– Nada me haría más feliz -dijo Valerie Hughes-. Florian es una persona realmente maravillosa, una vez que uno traspasa la superficie. Bien, mantengamos los dedos cruzados hasta las ocho. -Por primera vez ella le ofreció una sonrisa triste, enfatizada por los hoyuelos que se le marcaron en las mejillas-. Y que Dios nos bendiga a todos.

Randall había dejado a Darlene, disgustada, en un cinema cercano a Picadilly, para luego continuar en el taxi sobre un trayecto aparentemente interminable hasta el domicilio señalado en Hampstead Hill Gardens.

Desde la oscura calle, Steven Randall había inspeccionado la casa victoriana de tres pisos, con su intrincado remate triangular, ladrillos rojos y un dosel de adornos cursis sobre el ornato de la puerta principal. Una vez adentro y conforme ascendía por la escalera, Randall supuso que la casa había sido dividida en cinco o seis modestos apartamentos.

El que correspondía al doctor Florian Knight estaba ubicado en el primer piso y, al no encontrar un timbre, tocó en la puerta sin obtener respuesta, para luego tocar más vigorosamente por segunda vez. Finalmente la puerta se abrió, apareciendo Valerie Hughes, afligida, vestida con falda, blusa y zapatos de tacón bajo. Ella lo miró furtivamente a través de sus anteojos de lechuza.

– ¿Nos ha bendecido Dios? -preguntó Randall suavemente.

– Florian está de acuerdo en recibirlo -dijo Valerie susurrando-. Aunque sólo por unos minutos. Sígame.

– Gracias -dijo Randall, siguiéndola a través de la anticuada sala (con aquellos muebles viejos y amarillentos, los montones de libros sobre el piso y los expedientes encima de los sillones) y entrado en la atiborrada recámara.

Steven tuvo que adecuar su vista a la tenue luz del dormitorio. Una lámpara de mesa que estaba a un lado de la cabecera de la cama de latón, proporcionaba a ese sucio y lúgubre cubículo la única iluminación.

– Florian -escuchó decir a Valerie Hughes-, éste es el señor Steven Randall, de los Estados Unidos.

Inmediatamente, Valerie se arrinconó contra la pared detrás de Randall, quien apenas pudo distinguir una ¿gura sobre la cama, apoyada contra dos almohadas. Florian Knight sí se parecía a Aubrey Beardsley, tal como Naomí lo había descrito, sólo que se veía como más esteta, excéntrico, y estaba sorbiendo de una copa de vino lo que Randall supuso que era jerez.

– Hola, Randall -dijo el doctor Knight con un tono de voz seco y algo arrogante-. Tiene usted todo un abogado en Valerie. Consentí en recibirlo sólo porque tenía curiosidad por contemplar con mis propios ojos semejante ejemplar de la sinceridad. Me temo que será inútil, pero ya está usted aquí.

– Me complace el que me haya permitido venir -dijo Randall con intencionada afabilidad.

El doctor Knight había puesto a un lado su jerez y con la mano señaló una silla que estaba al pie de la cama.

– Puede usted sentarse, en tanto no lo tome como una invitación a quedarse para siempre. Creo que en cinco minutos podemos abarcar todo lo que tenemos que decir.

– Gracias, doctor Knight -Randall se dirigió a la silla y se sentó. Ahora se daba cuenta de que el joven que estaba en la cama usaba un audífono. No estaba seguro de por dónde comenzar, de cómo penetrar la hostilidad del científico. Lo hizo afablemente-. Lamenté mucho enterarme de que ha estado usted enfermo. Espero que ya se sienta mejor.

– Nunca estuve enfermo. Fue una mentira; cualquier cosa para librarme de nuestro jactancioso y mentiroso amigo Jeffries. En cuanto a que me sienta mejor… no me siento mejor; me siento peor que nunca.

Randall se dio cuenta que no habría tiempo para afabilidades. Tendría que ser tan franco y directo como le fuera posible.

– Mire, doctor Knight, no tengo la más vaga idea de por qué se siente usted así. Yo soy un extraño. Simple y llanamente, me he metido en algo acerca de lo cual no sé nada. Sea lo que fuere, espero que se pueda resolver, porque yo lo necesito a usted. A mí se me ha concedido muy poco tiempo para preparar la promoción de lo que parece ser una extraordinaria nueva Biblia. A pesar de ser hijo de un clérigo, yo no tengo más conocimientos acerca del Nuevo Testamento o de teología que un lego. Necesito ayuda desesperadamente. Desde el principio se me informó que usted era la única persona que me podía brindar la asistencia que requiero. Con toda seguridad, cualquier cosa que usted tenga en contra del doctor Jeffries, no tiene por qué obstaculizar nuestra mutua colaboración en Amsterdam.

El doctor Knight aplaudió burlonamente con sus delgadas y nerviosas manos.

– Bonito discurso, Randall; pero esté usted seguro de que le faltó un gran trecho para que fuera suficiente. Puede usted apostar a que no me dejaré involucrar en nada en lo cual ese maldito bastardo de Jeffries esté mezclado. Por mucho que me fastidien, no voy a cambiar de parecer. Estoy harto de someterme a ese ostentoso hijo de puta.

Randall se percató de que no había nada más que perder.

– ¿Qué tiene usted en contra del doctor Jeffries?

– ¡Ja! ¿Qué es lo que no tengo yo en contra de ese asqueroso cerdo? -El doctor Knight miró más allá de Randall-. Le podríamos decir tantas cosas…, ¿verdad, Valerie? -Haciendo gestos de dolor, Knight se acomodó en una posición más alta en la cama-. Esto es lo que tengo en contra de Jeffries, mi querido camarada. El doctor Bernard Jeffries es un bestial y maldito mentiroso que me ha usado por última vez. Estoy hastiado de verme colocado entre los basureros, haciendo la limpieza detrás de ese cretino, mientras él asciende más y más alto. Me mintió, Randall. Me hizo desperdiciar dos años de mi preciosa vida. No perdonaría a ningún hombre que me hiciera semejante cosa.

– ¿Por qué? -insistió Randall-. ¿Qué fue lo que él…?

– Hable en voz alta, por amor de Dios -dijo el doctor Knight casi gritando, mientras se ajustaba el audífono-. ¿Qué, no ve que estoy sordo?

– Lo siento -dijo Randall levantando la voz-. Estoy tratando de averiguar por qué está usted tan furioso contra el doctor Jeffries. ¿Acaso es que apenas hasta ayer le dijo la verdad acerca de la investigación que le había encomendado?

– Randall, póngase usted en mis zapatos, si es que puede. Ya sé que no es fácil que un norteamericano próspero se ponga en el pellejo de un pobre y mal formado teólogo. Sin embargo, inténtelo usted. -A Knight le temblaba la voz-. Hace dos años, Jeffries me persuadió de dejar mi confortable situación en Oxford y venir a esta ciudad inmunda a vivir en este mugroso apartamento, para trabajar sobre un documento sensacional que él estaba preparando. A cambio de ello, me hizo ciertas promesas que jamás ha cumplido. No obstante, yo le había tenido confianza y colaboré. Me esclavicé por él, y lo hice con gusto. Me apasiona mi trabajo…; siempre me ha apasionado y siempre me apasionará. Me entregué por completo, sólo para enterarme ayer de que todo había sido una farsa… para enterarme de que ese hombre en quien yo había depositado mi fe y mi confianza no había ni confiado ni creído en mí. Que se me haya revelado, por vez primera, que todo mi maldito esfuerzo no había estado encaminado hacia lo que yo creía, sino hacia la traducción de un nuevo Evangelio, una nueva y revolucionaria Biblia. El haber sido tratado con semejante falta de respeto, incluso con desprecio… me puso completamente loco de ira.

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