– Muchísimas gracias, doctor Jeffries. Tal vez en otra ocasión. Hoy estaré ocupado… será mejor que vea yo a algunas gentes esta tarde y por la noche.
A las cuatro y media de la tarde, Steven Randall llegó a su destino en la calle New Bond.
Entre una tienda de antigüedades y un expendio de periódicos de W. H. Smith amp; Son estaban las puertas dobles que conducían a la casa de subastas más antigua del mundo. Arriba de la entrada estaba la cabeza de basalto de una diosa solar egipcia. Randall había leído que la arcaica pieza había sido subastada en una ocasión, pero que nunca había sido recogida por su comprador, así es que finalmente los propietarios la colocaron sobre su puerta de entrada y la usaron como su emblema. Debajo de la diosa había un letrero que indicaba que allí era Sotheby amp; Co., y a ambos lados del nombre de la compañía estaba el domicilio, con un número 34 y un número 35.
Randall entró apresuradamente, cruzó el pasillo con piso de mosaico y el tapete con una leyenda tejida (SOTHEBY 1844), y pasó a través de las puertas interiores. Tomando el pasamanos de madera, empezó a ascender la escalera alfombrada de verde hacia la Nueva Galería.
Arriba, los salones de exhibición estaban atestados de gente, y parecían estar poblados únicamente por hombres. Había un grupo de ellos alrededor de una colección de joyas, y muchos otros estaban estudiando con lupas los artículos sueltos. Había guardias de uniformes azules y galones dorados paseando entre los concurrentes, quienes sostenían abiertos los verdes catálogos mientras observaban las pinturas que pronto serían subastadas. Un caballero anciano estaba examinando varias monedas raras en una vitrina abierta.
Randall buscó alguna mujer entre los empleados, pero no vio a ninguna. Comenzaba a preguntarse si el doctor Jeffries no se habría equivocado acerca del empleo de Valerie Hughes, cuando se dio cuenta de que alguien le hablaba.
– ¿Puedo ayudarle, señor? -Su interlocutor, de mediana edad, con un ligero acento londinense, era una especie de oficial, enfundado en una larga levita gris-. Soy uno de los conserjes. ¿Hay algo en particular que desee usted ver?
– Hay alguien a quien quisiera ver -dijo Randall-. ¿Trabaja aquí una tal señorita Valerie Hughes?
La cara del conserje se iluminó.
– Sí, sí, ciertamente. La señorita Hughes está en el Departamento de Libros, inmediatamente después del Salón Principal de Subastas. ¿Me permite mostrarle el camino?
Caminaron a través de un salón adyacente que tenía las paredes tapizadas con fieltro rojo y estaba lleno de visitantes.
– ¿Qué es lo que hace la señorita Hughes en Sotheby? -preguntó Randall.
– Es una chica muy lista. Durante algún tiempo fue recepcionista en el mostrador del Departamento de Libros. Cuando un particular trae un lote de libros para ponerlos a la venta, lo atiende una recepcionista. Ella, a su vez, convoca a uno de nuestros ocho expertos en libros para que establezca el valor, ya sea de cada uno de los libros o de todos en conjunto. Evidentemente, la señorita Hughes sabía de libros raros tanto como nuestros más documentados expertos, así que cuando hubo una plaza disponible, a ella la promovieron al puesto de experta en libros. Éste, señor, es el Salón de los Libros.
Era una sala de subastas de tamaño regular, con bustos de Dickens, Shakespeare, Voltaire y otros inmortales adornando la parte superior de los estantes. Los propios estantes estaban atiborrados con paquetes de libros que pronto se pondrían a la venta. En el centro de la pieza había una mesa en forma de U, a la cual se sentaban los principales compradores durante las subastas; en el extremo abierto de la mesa había una tribuna de madera para el subastador. A un lado de la tribuna se encontraba un escritorio tipo Bob Cratchit, con un banco alto, para uso del dependiente encargado de cobrar el dinero a los mejores postores.
Randall se percató de la presencia de dos hombres de edad avanzada y una mujer joven que estaban clasificando libros; tal vez preparando los nuevos catálogos.
– La llamaré -dijo el conserje-. ¿Quién le digo que la busca?
– Dígale que Steven Randall, de los Estados Unidos. Dígale que soy amigo del doctor Knight.
El conserje fue a llamar a Valerie Hughes. Randall lo observó murmurándole al oído y luego vio cómo ella levantaba confusamente la mirada. Finalmente, la señorita Hughes inclinó afirmativamente la cabeza y puso a un lado su libreta de notas. Mientras el conserje desaparecía de la sala, ella se dirigió a Randall, quien caminó apresuradamente para encontrarla a la mitad del camino, junto a la mesa en forma de U.
Ella era pequeña y regordeta, tenía el cabello corto y áspero, anteojos exageradamente grandes, nariz y boca graciosas y tez aterciopelada.
– ¿Señor Randall? -preguntó ella-. No… no recuerdo que el doctor Knight lo haya mencionado jamás.
– El doctor Knight escuchó mi nombre por primera vez ayer, de boca del doctor Bernard Jeffries. Acabo de llegar de Nueva York y yo soy quien tenía que reunirse con el doctor Knight y trabajar con él en Amsterdam.
– Oh -dijo ella llevándose la mano a la boca. Parecía asustada-. ¿Lo envió el doctor Jeffries?
– No, él no tiene idea de que estoy aquí. Yo averigüé dónde trabajaba usted y me propuse verla por mi propia cuenta. Me presenté como un amigo del doctor Knight porque en verdad deseo ser su amigo. Necesito su ayuda, y la necesito mucho. Yo pensé que si me acercaba a usted y le explicaba qué es lo que pretendo hacer y cuánto me interesa la colaboración del doctor Knight…
– Lo lamento mucho; es inútil -dijo ella tristemente-. El doctor Knight está demasiado enfermo.
– No obstante, escúcheme. Estoy seguro de que él le ha hablado acerca del… del proyecto secreto… Bien, supongo que no hay peligro en mencionarlo por su nombre… Resurrección Dos… del cual se enteró apenas ayer…
– Sí, algo me dijo -admitió ella tentativamente.
– Entonces, escúcheme… -dijo Randall con apremio.
En voz baja comenzó a hablarle de sí mismo y de su profesión. Le explicó cómo fue que Wheeler lo había involucrado en el proyecto y le habló acerca de la llamada telefónica que el doctor Jeffries hizo al barco la noche anterior. Asimismo, le informó del asombro del doctor Jeffries durante la junta de esta tarde y de la desilusión sufrida a causa de que Knight no pudiera asumir su nueva tarea. Randall continuó hablándole de la manera más persuasiva, sincera y amable que le fue posible.
– Señorita Hughes -concluyó Randall-, si Florian Knight está en realidad tan gravemente enfermo como usted lo aseveró ante el doctor Jeffries, entonces, créame, ya no la molestaré con este asunto. ¿Está realmente tan enfermo?
Valerie miró fijamente a Randall, y sus ojos se comenzaron a llenar de lágrimas tras aquellos grandes anteojos.
– No, no es eso -dijo ella con voz entrecortada.
– Entonces, ¿puede usted decirme qué es?
– No puedo; en verdad no puedo, señor Randall. Le he dado mi palabra, y Florian lo es todo para mí.
– ¿No cree usted que él se interesaría en Resurrección Dos?
– Lo que importa no es lo que yo crea, señor Randall. Si de mí dependiera, lo tendría dentro del proyecto en dos minutos, puesto que ése es justamente el tipo de actividad que a él le gusta. Eso es lo que a él le interesa más que ninguna otra cosa en la vida, y para lo cual es tan eficiente. El ver terminado este trabajo le ayudaría también a él, pero yo no puedo decirle qué es lo que más le conviene.
– Puede intentarlo.
Valerie sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se lo llevó a la nariz.
– Oh, no sé; no sé si me atreveré.
– Entonces, permítame que yo lo intente.
– ¿Usted? -dijo ella asombrada ante tal sugerencia-. Yo… yo dudo que Florian reciba a alguien.
– Él no recibiría al doctor Jeffries, para lo cual podría tener sus razones; pero yo soy alguien más. Yo respeto al doctor Knight y lo necesito.