Esa diferencia, que nunca se le había ocurrido a Randall, ahora lo hacía dudar de nuevo.
– Bueno, ¿a quién le corresponde ese campo entonces? ¿Quién autentica la escritura?
– Este proceso requiere de un cierto número de especialistas. Habría otros dos científicos involucrados. Uno de ellos examinaría el papiro ante una lámpara ultravioleta para detectar si existe cualquier indicio de alguna escritura anterior, para averiguar si es que alguien consiguió un pedazo de antiguo papiro borrado. El otro científico, un químico, haría un análisis químico de los pigmentos de la tinta en sí. Por ejemplo, para sus escritos, Santiago el Justo empleó como pluma una caña, cortada en diagonal para sacarle punta, y la sumergió en tinta hecha de noir de fumée (negro de humo), mezclada con una antigua clase de cola. Esa tinta puede analizarse para indicar si pertenece a la época del año 62 A. D.
– Pero, ¿quién hace las pruebas de lo que está escrito, de la escritura en sí?
– Sabios, teólogos y críticos textuales experimentados. Los críticos textuales comparan el fragmento en arameo con otros escritos. Los sabios o eruditos se encargan de ver que el texto esté escrito en el anverso del papiro y no en el reverso. Pero el criterio más importante se relaciona con la calidad y el estilo (o uso) del lenguaje para autenticar el arameo. -El profesor Aubert esbozó una sonrisa-. Pero todo esto se hizo, todo, para autenticar el Evangelio según Santiago. Se utilizaron grupos de expertos para verificar la escritura. No veo justificación para que usted dude de ellos.
– Tiene usted razón, naturalmente -dijo Randall-. Sin embargo, digamos que yo soy irrazonable y obstinado. Supongamos que todavía guardo la más mínima duda. ¿Cómo podría descartarla?
– Es muy sencillo. Consultando al principal experto en arameo que hay en todo el mundo. Es lo más que puede usted hacer.
– ¿Quién es ese experto?
– Existe un erudito en arameo que sobresale de entre todos los demás -dijo el profesor Aubert-. Existen muchos que son brillantes, por supuesto, como el doctor Bernard Jeffries, de Resurrección Dos, o el reverendo Maertin de Vroome, de la facción de la oposición. Pero hay otro que está muy por encima de ellos. El abad Mitros Petropoulos del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.
– El abad Petropoulos -dijo Randall, arrugando la frente-. No me suena su nombre. Ni el del Monte Atos. ¿Dónde queda eso?
– Es uno de los pocos lugares verdaderamente arcaicos que quedan sobre la Tierra -dijo el profesor Aubert saboreándolo-. Atos es una comunidad monástica que está en una remota península de Grecia, aproximadamente 240 kilómetros al norte de Atenas, frente al Mar Egeo. Es un pequeño territorio con gobierno autónomo y veinte monasterios ortodoxos griegos regidos por un Santo Sínodo que está integrado por un monje representante de cada monasterio. Fue establecido hace más de mil años, probablemente en el siglo ix, por Pedro el Atonita, y fue el único centro cristiano que sobrevivió al imperio islamita u otomano. A principios de este siglo existían, creo yo, cerca de ocho mil monjes en las cimas de Atos. Hoy en día habrá quizá tres mil.
Todo esto era nuevo para Randall, y se le antojaba fantástico.
– Y esos monjes…, ¿qué hacen allí?
– ¿Qué hacen los monjes en todas partes? Oran. Buscan el éxtasis, la unidad con Dios. Buscan la revelación divina. En realidad, en el Monte Atos existen dos sectas. Una secta es cenobítica, ortodoxa, austera, rígida, donde los monjes se apegan a los votos de pobreza, castidad y obediencia. La otra secta es idiorrítmica, más relajada, más democrática, que permite el dinero, las posesiones personales y las comodidades. Naturalmente, el abad Petropoulos es un monje cenobita. Sin embargo, su gran reputación como especialista en arameo lo ha hecho más mundano. Estudia tanto como reza, mientras que otros monjes también enseñan, pintan, o cultivan los jardines cuando no se encuentran entregados a sus devociones.
– ¿Conoce usted al abad? -preguntó Randall.
– No, personalmente no. Pero una vez hablé con él por teléfono (es incongruente, pero algunos monasterios tienen teléfono), y también he cruzado correspondencia con él. Verá usted, el Monte Atos es una bodega de manuscritos antiguos (existen por lo menos diez mil en sus bibliotecas) y, en repetidas ocasiones, cuando han reaparecido pergaminos medievales olvidados, el abad Petropoulos me los ha enviado para que los analice. Me consta, por lo que me han dicho, que es la primera y última autoridad en el arameo del siglo i.
Mientras el profesor decía lo último, Randall había buscado su portafolio y encontrado el directorio confidencial del personal que había trabajado o que estaba trabajando en el «Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam. Examinó rápidamente la lista de traductores y expertos en idiomas internacionales que había en el proyecto. Entre ellos no pudo encontrar el nombre del abad Mitros Petropoulos. Randall levantó la vista.
– Bueno, esto es muy extraño. El nombre del abad no aparece como asesor lingüístico, pasado o presente, de Resurrección Dos. Aquí tenemos el descubrimiento arqueológico religioso más importante de la historia. Está escrito en arameo. Y usted me está hablando del mejor de los expertos en arameo en todo el mundo. Sin embargo, ese experto nunca formó parte de nuestro proyecto. ¿Tendría usted alguna idea de por qué nunca se le utilizó?
– Estoy seguro de que en algún momento dado se le consultó -dijo el profesor Aubert-. Sería impensable que un hallazgo como el de los papiros de Santiago no pasara frente a sus ojos. Debe haber alguna explicación.
– ¿Cuál explicación?, me pregunto yo.
– Hable con el doctor Deichhardt o el señor Wheeler. Ellos contrataron a los traductores. Ellos sabrán. O vea al profesor Monti. Seguramente él también lo sabe.
– Sí -dijo Randall inciertamente. Sabía que sería imposible hablar con Wheeler o con cualquiera de los otros editores en Maguncia. El profesor Monti, que se encontraba retirado en Roma, sería igualmente difícil de localizar. De pronto, a Randall se le ocurrió algo-. Profesor Aubert, tengo una idea de cómo podría yo aclarar este asunto del abad Petropoulos. ¿Tiene usted un teléfono disponible?
El profesor Aubert se levantó del sofá y señaló el teléfono que estaba sobre su escritorio.
– Puede usar mi teléfono y hablar en privado. Quiero archivar el expediente de estas pruebas y ver cómo andan las cosas en el laboratorio. Estaré de vuelta en diez minutos. ¿Desea que mi secretaria gestione la llamada?
– Si no es mucha molestia. Quisiera que llamara por cobrar a nuestras oficinas principales en Amsterdam. Deseo hablar con la señorita Ángela Monti.
Había estado hablando con Ángela durante algunos minutos. Fingió haber telefoneado para averiguar si en el curso del día había habido algún asunto importante que hubiera requerido su atención personal.
Ahora, casi casualmente, le planteó la pregunta:
– A propósito, Ángela, hay otra cosa que quería preguntarte. Después de que tu padre hizo su descubrimiento, ¿sometió los papiros de Santiago a algunos de los principales expertos en arameo… o eso lo hicieron los editores después de que arrendaron los papiros?
– Claro que mi padre hizo examinar los papiros por varios expertos en arameo. Papá podía leer el arameo lo suficientemente bien como para saber el valor de lo que había hallado, pero no podía confiar sólo en sí mismo. Tuvo que recurrir a los más sobresalientes eruditos en lenguas semíticas.
– ¿En Roma, o consultó a eruditos de otras partes?
– De todas partes. Fue necesario. Tú conoces los resultados. -Hubo un corto silencio-. ¿Por qué me lo preguntas, Steven?
– Simplemente tenía curiosidad.
– ¿Simplemente tenías curiosidad? Ya te conozco bien, Steven. ¿Qué es lo que te preocupa del arameo?
No había razón para ocultárselo, pensó Randall. Esta mañana ella había demostrado que era completamente sincera y digna de confianza.