Pues bien, este jinete no se iba a perder.
A éste, él lo clavaría.
Randall tomó el teléfono y apretó el timbre.
– Ángela, llama a Naomí Dunn. Dile que quiero tomar un avión a París dentro de las próximas dos horas. Pídele que me concierte una cita con el profesor Henri Aubert, en su laboratorio, para esta misma tarde.
– ¿Otro viaje? ¿Sucede algo, Steven?
– Sólo una investigación -dijo él-. Un poco más de investigación.
Una vez más, Randall se encontraba en París, en el Centre National de la Recherche Scientifique en la Rue d'Ulm, donde el profesor Aubert tenía su oficina y sus laboratorios.
Ahora, sentados en los extremos opuestos de un sofá estilo Luis XVI, se encontraban frente a frente, mientras Aubert abría la carpeta de archivo que le acababan de entregar.
Antes de examinar el contenido, Aubert se sobó una ceja.
Sus angulosos rasgos reflejaban asombro.
– Aún no comprendo, Monsieur Randall, por qué desea usted que revise por segunda vez los resultados de nuestro análisis de los papiros de Monti. No le puedo informar nada distinto de lo que le informé a usted durante nuestra primera reunión.
– Sólo deseo asegurarme de que no pasó nada por alto.
El profesor Aubert aún no se sentía satisfecho.
– No hay nada que pudiera yo haber pasado por alto, especialmente en el caso de los papiros de Monti.
Observó a Randall y agregó:
– ¿Hay algo en particular que lo esté preocupando?
– A decir verdad -admitió Randall-, existe cierta confusión con respecto a la traducción hecha de una hoja llamada Papiro número 9.
Randall buscó con la mano su portafolio, que yacía junto al sofá, lo abrió, y extrajo la fotografía del Papiro número 9, tomada por Oscar Edlund.
– Ésta -dijo, mostrándosela al profesor francés.
– Un espécimen muy hermoso -Aubert se encogió de hombros resignadamente-. Muy bien. Permítame revisar nuestra prueba de los papiros.
Randall devolvió la fotografía a su portafolio, llenó su pipa y comenzó a fumar, mientras observaba al profesor Aubert que hojeaba los informes de sus pruebas. Aubert sacó dos pedazos de papel amarillo y los leyó mentalmente con cuidado.
Después de un intervalo, Aubert miró a Randall.
– Los resúmenes de nuestras pruebas de carbono 14 confirman lo que usted ya sabe. El papiro en cuestión es absolutamente auténtico. Proviene del siglo i y se puede lógicamente fechar en el año 62 A. D., cuando Santiago escribió sobre esta fibra comprimida.
Randall tenía que reasegurarse. Había estado trabajando durante su vuelo a París.
– Profesor -le dijo- algunas autoridades han criticado las pruebas del radiocarbono. G. E. Wright hizo que se comprobara un antiguo pedazo de madera tres veces, y le dieron tres fechas distintas, tan separadas entre sí como 746 a. de J. y 289 a. de J., y después de que el doctor Libby dio a conocer su prueba de los Rollos del Mar Muerto, en 1951, alguien que escribió en la revista The Scientific American, un año después, pensó que existían muchos «enigmas, contradicciones y debilidades» acerca de las pruebas de datación por radiocarbono y que tal procedimiento aún estaba lejos de ser «tan perfecto como una máquina eléctrica para lavar platos». ¿Acaso ha tenido en cuenta tal margen de error?
El profesor Aubert rió entre dientes.
– Por supuesto que sí. Y, ciertamente, los críticos que ha mencionado usted tenían razón. Ellos hablaban de un margen de error bastante amplio, allá en la década de los cincuenta. En aquel tiempo, a través de nuestras pruebas, era posible ubicar un objeto dentro de un margen de cincuenta años de su fecha de origen. Gradualmente, con mejoras, bajo condiciones favorables, hemos podido señalar un hallazgo antiguo dentro de un límite de veinticinco años. -Hizo a un lado su carpeta-. Si tiene más aprensiones acerca de la autenticidad del Papiro número 9, puede despojarse de ellas. Tengo los informes sobre mis pruebas, y tengo una larga experiencia en la interpretación de informes semejantes. Con eso basta. De hecho, con la debida modestia, mi palabra debería ser suficiente para tranquilizarlo. Puede usted confiar en mí, Monsieur Randall.
– ¿De veras? -dijo Randall. No tenía intenciones de soltarle la pregunta así, pero había demasiado en juego para andar encubriendo la verdad. Y añadió-: ¿Está usted seguro de que puedo confiar en usted completamente?
El profesor Aubert, que había comenzado a ponerse de pie, preparándose para concluir la entrevista, volvió a sentarse. Sus angulosos rasgos se habían vuelto más rígidos.
– Monsieur, ¿qué está usted sugiriendo?
Randall se dio cuenta de que había ido demasiado a fondo para retractarse. Hundió el puñal sin consideración alguna.
– Estoy sugiriendo que usted no ha sido sincero conmigo. Cuando estuvimos juntos la última vez, me mintió acerca de de su vida personal.
El profesor Aubert observó a Randall por un instante, y cuando habló, lo hizo cautelosamente.
– ¿De qué habla usted?
– Usted habló mucho de su nueva fe en el futuro. Me dijo que por fin le había dado a su esposa el hijo que ella siempre había deseado. Desde entonces, he sabido de cierta fuente que usted se sometió a una vasectomía; que voluntariamente hizo, hace varios años, arreglos para que lo esterilizaran, a efecto de que no pudiera (y no puede) preñar a una mujer.
Aubert estaba visiblemente sacudido.
– Su fuente, Monsieur… ¿Quién le proporcionó tal información?
– El dominee Maertin de Vroome, quien parece haber investigado muy de cerca a varias personas involucradas en nuestro proyecto. Él me dio esta información gratuita acerca de usted.
– Y, ¿le creyó usted? Después de todo, Monsieur, usted vio a Gabrielle, mi mujer. Usted vio por sí mismo que ella está en un avanzado estado de preñez.
La conversación se estaba volviendo más delicada para Randall. Sin embargo, decidió continuar.
– Profesor Aubert, yo no dije que su esposa no pudiera tener un hijo. Dije que, según De Vroome, usted no podía embarazarla, aunque usted me había dicho lo contrario -Randall titubeó, y luego añadió-: Menciono esto sólo porque estábamos hablando acerca de la confianza.
El profesor Aubert asintió con la cabeza, casi para sí mismo, y pareció ablandarse un poco.
– Muy bien. Tiene usted razón. Si ha de confiar en mi palabra, debe creerla sin excepción. Está bien, es verdad. Lo que le dijo su informador es cierto. Tontamente, me sometí a la operación, la vasectomía, hace tiempo. Soy estéril. Soy incapaz de preñar a una mujer. Sin embargo, esto es algo de lo cual uno generalmente no habla, y ciertamente no es algo de lo cual mi palabra o mi integridad debieran juzgarse. Lo que es importante es lo que le dije acerca del efecto que Petronio y Santiago tuvieron sobre mí y de mi retorno a la fe. En ambos sentidos, le dije la verdad. Lo que también es cierto es que yo le había informado a Gabrielle que yo deseaba un hijo tanto como ella, o quizás aún más intensamente. Así que le dije que encontrara la forma de embarazarse.
Randall se sintió avergonzado por haber sacado a relucir todo el asunto, y sintió repulsión por el dominee De Vroome, que lo había programado para desconfiar de sus colegas.
– Lo siento, profesor Aubert. Lamento mucho haber dudado de su palabra, aunque fuera por un momento.
El científico francés trató de sonreír, pero no pudo.
– Es comprensible, dadas las circunstancias. Pero ahora, ¿está usted satisfecho?
– Estoy completamente satisfecho -dijo Randall, disponiéndose a partir-. Quería asegurarme de que la escritura del papiro data de tiempos de Cristo, y usted me lo ha aseverado.
El profesor Aubert había vuelto a sentirse alerta y profesional.
– Perdón, Monsieur Randall, pero creo que usted me mal entendió. Yo no le garanticé que la escritura del papiro date de tiempos de Cristo, sino sólo que el papiro en sí data de aquella época. Nuestro proceso de datación por medio del radiocarbono puede autenticar el papiro, pero no lo que aparece en él. Nuestras pruebas muestran que el material empleado para el Evangelio según Santiago (incluyendo en este caso el material empleado en el Papiro número 9) es lo que representa ser. En cuanto al mensaje escrito en el papiro…, estando seguro de que también es auténtico, no obstante, ése no es mi campo y no está dentro de mis terrenos científicos.