Литмир - Электронная Библиотека
A
A

“¿Quieres una copa?”. Ryan recordó a Merlín y sonrió ampliamente.

– Será un placer.

– Bueno, voy a ver qué se trae Link entre manos antes de que el jefe decida ponerme a trabajar otra vez. Hasta luego -Bess salió del escenario, una torre de entusiasmo exultante. Ryan la observó alejarse.

– Es fantástica -murmuró.

– Siempre me lo ha parecido -dijo Pierce.

– Con lo fría y reservada que parece en el escenario -Ryan sonrió-. ¿Lleva mucho tiempo contigo?

– Sí.

La calidez que Bess les había dejado se enfriaba por momentos. Ryan carraspeó y retomó la conversación.

– El ensayo ha ido muy bien. Tenemos que decidir qué números quieres añadir a los especiales de televisión y cuáles quieres desarrollar más.

– De acuerdo.

– Tendremos que hacer algunos ajustes para la tele, claro -continuó ella, tratando de no dar importancia a las respuestas monosilábicas de Pierce-. Pero, en general, supongo que la idea es una versión condensada del espectáculo que sueles hacer en los clubes.

– Exacto.

En el poco tiempo que hacía desde que conocía a Pierce, había llegado a saber que era un hombre de naturaleza amistosa y con sentido del humor. Pero en aquel instante había levantado una barrera entre ambos y era evidente que estaba impaciente por que se marchara. La disculpa que había pensado presentarle no podría tener lugar en ese momento.

– Estoy segura de que estarás ocupado -dijo ella con sequedad y se dio media vuelta.

Ryan descubrió que le dolía que le hiciese el vacío. Pierce no tenía derecho a hacerle daño. Por fin, dejó el escenario sin molestarse en volver la cabeza para mirarlo.

Pierce la observó hasta que las puertas traseras del teatro se abrieron y cerraron una vez hubo salido ella. Sin apartar los ojos de las puertas, apretó la pelota que tenía en la mano hasta aplanarla. Tenía mucha fuerza en los dedos, la suficiente para haber roto los huesos de la muñeca de Ryan, en vez de hacerle un simple moretón.

No le había gustado ver el moretón. Pero tampoco le gustó recordar que Ryan lo había acusado de intentar seducirla mediante engaños. Él nunca había forzado a ninguna mujer. Y Ryan Swan no sería la excepción. Podría haberla poseído aquella primera noche, durante la tormenta, cuando ella se había apretado contra su cuerpo.

¿Por qué no lo había hecho?, se preguntó Pierce al tiempo que tiraba la pelota al suelo. ¿Por qué no la había llevado a la cama y había hecho todas esas cosas que había deseado con tanta desesperación? Porque Ryan había levantado la cabeza y la había mirado con una mezcla de pánico y aprobación. La había notado vulnerable. Y Pierce se había dado cuenta, con algo parecido al miedo, de que también él se había sentido vulnerable.

Desde entonces, no había logrado quitársela de la cabeza. Cuando la había visto entrar en la suite esa mañana, Pierce se había olvidado de las notas que había estado tomando para uno de sus números. Había sido verla, con uno de aquellos condenados trajes a medida, y se había olvidado de todo. Había entrado con el pelo revuelto por el viento después del viaje, como la primera vez que la había visto. Y lo único que había querido había sido abrazarla, sentir aquel cuerpo pequeño y suave contra el suyo.

Tal vez había empezado a enfurecerse en ese mismo momento, a perder el control por las palabras y la mirada acusadora de Ryan.

No debería haberle hecho daño. Pierce bajó la mirada y maldijo. No tenía derecho a hacerle la menor marca en la piel. Un hombre no podía hacerle nada peor a una mujer. Ella era más débil y él había utilizado eso en su contra. Su fuerza y su genio, dos cosas que hacía muchísimo tiempo que se había prometido no usar nunca contra una mujer. En su opinión, ninguna provocación podía justificar un comportamiento así. No podía echar la culpa a nadie más que a sí mismo por aquella agresión.

No podía seguir pensando en ello ni en Ryan si quería seguir trabajando. Necesitaba estar concentrado. Lo único que podía hacer era dar marcha atrás y llevar la relación que Ryan había planteado desde el principio. Una relación estrictamente profesional. Trabajarían juntos. No tenía duda de que cosecharían un éxito en televisión. Pero eso sería todo. Hacía tiempo que había aprendido a controlar el cuerpo mediante la mente. Podía controlar sus necesidades y emociones del mismo modo.

Pierce volvió a maldecir. Luego se dio la vuelta para hacer un par de observaciones más al director de iluminación.

Capítulo VII

Las Vegas era una ciudad a la que resultaba difícil resistirse. Dentro de los casinos no había diferencia entre el día y la noche. Sin relojes y con el continuo tintineo de las máquinas tragaperras, no era difícil perder la noción del tiempo y reinaba una intrigante desorientación horaria. Ryan se encontró con personas vestidas con traje de noche a las que las apuestas las habían retenido junto a las máquinas hasta el amanecer. Los dólares cambiaban de manos por miles en las mesas de blackjack. En más de una ocasión, contuvo la respiración mientras la ruleta daba vueltas con una pequeña fortuna abandonada a los caprichos de una bolita de plata.

Descubrió que había ludópatas de todo tipo: fríos, desapasionados, desesperados, intensos; una mujer alimentaba la ranura de la máquina tragaperras constantemente mientras otro hombre se dedicaba a probar fortuna con los dados. Una nube de humo flotaba en el aire por encima de los sonidos de alegría y desencanto de quienes ganaban o perdían una apuesta. Las caras cambiaban, pero el juego continuaba. Otra tirada de dados, otra partida de blackjack.

Los años de formación en Suiza habían conseguido que Ryan no se dejara llevar por el apasionamiento en las apuestas que había heredado de su padre. Pero en esa ocasión era distinto. Por primera vez, Ryan se sintió tentada de coquetear con la Diosa Fortuna. Venció la tentación diciéndose que le bastaba con mirar. Tampoco tenía muchas más cosas que hacer.

Veía a Pierce durante los ensayos y, fuera del escenario, apenas tenía contacto con él. Resultaba asombroso que dos personas pudieran compartir una suite sin cruzarse casi en todo el día. Por muy temprano que se levantara, él había madrugado más y ya se había marchado. En una o dos ocasiones, después de llevar mucho tiempo acostada, Ryan había oído un ligero clic en el cerrojo de la puerta principal. Y cuando hablaban, sólo era para intercambiar ideas y discutir la mejor forma de adaptar a la televisión el espectáculo que solía llevar a cabo en los clubes. Eran conversaciones relajadas y técnicas.

Estaba intentando evitarla, pensó Ryan la noche del estreno, y le estaba saliendo de maravilla. Si se había propuesto demostrar que compartir una suite no tenía por qué suponer nada personal, lo había logrado con creces. Eso era lo que ella misma quería, por supuesto, aunque, por otra parte, echaba de menos la alegre camaradería que habían compartido. Echaba de menos verlo sonreír.

Ryan decidió seguir el espectáculo desde un lateral del escenario, oculta por el telón. Desde allí dispondría de una vista perfecta y podría tomar nota del ritmo con el que Pierce se movía y el estilo con el que realizaba los trucos. Los ensayos le habían dado la oportunidad de familiarizarse con sus hábitos de trabajo y desde el lateral del escenario podía supervisar su actuación desde un nuevo punto de vista. Quería ver más de lo que el público o las cámaras, pudieran captar.

Con cuidado de no estorbar a los tramoyistas, se acomodó en una esquina y observó el espectáculo. Desde los primeros aplausos, cuando el presentador lo anunció, Pierce se metió a los espectadores en el bolsillo. ¡Dios!, ¡era tan atractivo!, pensó mientras examinaba sus movimientos. Era elegante, dinámico y sabía dar tensión en los momentos adecuados. Tenía suficiente personalidad para mantener el interés del público con su mera presencia. El carisma que poseía no era un efecto ilusorio, sino que formaba parte integral de él igual que el color de su pelo. Iba de negro, como era habitual en Pierce. No necesitaba colores brillantes para conseguir que los ojos de los espectadores permanecieran pegados a él.

17
{"b":"107141","o":1}