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Capítulo VI

Ryan llegó sola a Las Vegas. Había insistido en que así fuera. Después de lograr sosegarse y tras recuperar la capacidad de pensar con una mente práctica, había decidido que lo más inteligente sería no tener demasiado contacto personal con Pierce. Cuando un hombre se las arreglaba para hacer que el mundo desapareciera a su alrededor con un beso, lo mejor era guardar la distancia. Ése era el objetivo que se había marcado Ryan.

Durante la mayor parte de su vida, había estado totalmente dominada por su padre. No se había atrevido a hacer nada sin contar con su aprobación. Podía ser que Bennett Swan no le hubiese dedicado mucho tiempo, pero siempre le había dado su opinión. Y ella nunca había actuado en contra de la opinión de su padre.

Sólo a partir de los veinte años, Ryan había empezado a explorar sus talentos, a confiar en su criterio y a valorar su independencia. El sabor de la libertad había sido muy dulce. No estaba dispuesta a dejarse dominar de nuevo y, desde luego, no para someterse al imperio del deseo físico. Sabía por experiencia que los hombres no solían ser de fiar. ¿Por qué había de ser una excepción Pierce Atkins?

Después de pagar al taxista, Ryan se apeó y se tomó un momento para mirar a su alrededor. Era su primer viaje a Las Vegas. Aunque no eran más que las diez de la mañana, la ciudad despertaba el interés de los turistas, atentos, por ejemplo, a los estudios cinematográficos de la Metro Goldwyn Mayer. Y también los hoteles atrapaban la mirada de los paseantes con sus fuentes, carteles luminosos y fabulosas flores.

No faltaban vallas publicitarias con nombres de famosos en letras gigantes. Estrellas, estrellas y más estrellas por todas partes. Las mujeres más bellas del mundo, los artistas de más talento, lo más colorido, lo más exótico… todo se daba cita allí. Era como si hubiesen reunido todo tipo de atractivos en un mismo sitio: parques, desierto, montañas; el sol bañaba las calles durante el día, iluminadas por neones al caer la noche.

Ryan se giró hacia el Palace. Miró el hotel durante unos segundos: era enorme, blanco, opulento. Arriba, en letras enormes, podía leerse el nombre de Pierce y las fechas de sus actuaciones. ¿Cómo se sentiría un hombre como él, se preguntó, al ver su nombre anunciado por todo lo alto?

Levantó las maletas y las dejó sobre el pasillo mecánico que la transportó por delante de unas estatuas italianas y una fuente resplandeciente. En la paz de la mañana, pudo oír el agua cayendo. Supuso que las calles serían mucho más bulliciosas de noche, llenas de coches y personas.

Nada más entrar en el vestíbulo del hotel, Ryan oyó el tintineo y las musiquillas de las máquinas tragaperras.

Refrenó el impulso de visitar el casino para echar un vistazo y se dispuso a registrarse directamente

– Ryan Swan -se presentó después de dejar las maletas a los pies de la gran mesa de recepción-. Tengo una reserva.

– Sí, señorita Swan -el recepcionista le dedicó una sonrisa radiante sin consultar siquiera los archivos-. El botones se ocupará de su equipaje. Disfrute de su estancia, señorita Swan. Si necesita cualquier cosa, no deje de decírnoslo, por favor -añadió al tiempo que hacía una seña a un botones, antes de entregarle una llave.

– Gracias -Ryan aceptó las atenciones del recepcioncita sin darle mayor importancia. Cuando la gente sabía que estaba ante la hija de Bennett Swan, lo normal era que la tratasen como a una embajadora en visita oficial. No era nada nuevo y, a decir verdad, la irritaba un poco.

El ascensor la condujo con suavidad hasta la planta superior mientras el botones la acompañaba guardando un silencio respetuoso. La condujo pasillo abajo hasta su habitación, le abrió la puerta y luego se retiró, dando un paso atrás, para dejarla entrar.

La primera sorpresa de Ryan fue constatar que no se trataba de una habitación, sino de una suite. La segunda, que ya estaba ocupada. Pierce estaba sentado en el sofá, estudiando unos papeles que tenía desperdigados encima de la mesa que tenía delante.

– Ryan -dijo él al tiempo que se levantaba. Luego se acercó al botones y le entregó un billete-. Gracias.

– Gracias a usted, señor Atkins.

Ryan esperó hasta que el botones se marchó y cerró la puerta.

– ¿Qué haces aquí? -quiso saber ella.

– Tengo ensayo esta misma tarde -le recordó Pierce-. ¿Cómo ha ido el vuelo?

– Bien -contestó Ryan, insatisfecha con la respuesta, de Pierce e inquieta por su presencia.

– ¿Quieres una copa?

– No, gracias -Ryan examinó la suite, miró un segundo por la ventana y se giró hacia Pierce-. ¿Se puede saber que es esto?

Pierce enarcó una ceja, pero se limitó a responder con naturalidad:

– Nuestra suite.

– Ni hablar -contestó ella, sacudiendo la cabeza con firmeza-. Querrás decir tu suite -añadió justo antes de agacharse a recoger sus maletas y encaminarse hacia la puerta.

– Ryan.

Fue el tono de voz sereno lo que la hizo detenerse… y desquiciarla.

– ¡Qué truco más ruin! -Ryan soltó las maletas y encaró a Pierce-. ¿De verdad creías que podías cambiar mi reserva y… y…?

– ¿Y qué? -la presionó él.

– Y plantarme aquí sin que yo pusiese la menor objeción -finalizó fastidiada-. ¿De verdad creías que me iba a meter en tu cama sin rechistar sólo por prepararme una suite bonita? ¡Cómo te atreves!, ¡cómo te atreves a mentirme diciéndome que necesitas que vea cómo actúas cuando lo único que quieres es que te guarde caliente la cama!

Su tono había ido pasando de ligeramente acusador a colérico, pero se calló de golpe, sorprendida y alarmada, cuando Pierce la agarró por la muñeca.

– Yo no miento -contestó con suavidad, pero sus ojos la penetraban con más intensidad de la que jamás había visto Ryan hasta entonces en su mirada-. Y no necesito ningún truco para acostarme con una mujer.

Ryan no trató de liberarse. El instinto le advirtió en contra, pero no pudo controlar su temperamento.

– Entonces, ¿qué es esto?

– La mejor solución -Pierce notó que el pulso de Ryan se aceleraba.

– ¿Para qué?

– Tenemos que ver bastantes cosas juntos estos días -dijo él. Hablaba con frialdad, pero seguía agarrándola con fuerza por la muñeca-. No tengo intención de meterme en tu cuarto cada vez que tenga algo que decirte. He venido aquí a trabajar… y tú también -le recordó.

– Deberías haberme consultado.

– No lo he hecho -replicó Pierce tajantemente-. Pero tranquila, no tengas miedo: te aseguro que nunca me acuesto con una mujer a no ser que ella quiera.

– No me gusta que te hayas tomado la libertad de cambiar mi reserva sin hablarlo antes conmigo -insistió Ryan con firmeza, aunque las rodillas amenazaban con temblarle.

La furia de Pierce resultaba más amenazadora y contenida de lo que probablemente lo habría sido si le hubiese dado rienda suelta.

– Te dije que yo hago las cosas a mi manera. Si compartir suite te pone nerviosa, puedes meterte en tu habitación y echar el cerrojo -dijo él en tono burlón.

– ¡Como si fuera a servirme de algo contigo! Un cerrojo no impedirá que entres.

Pierce le apretó la muñeca hasta hacerle daño. Luego le soltó la mano.

– Puede que no -Pierce abrió la puerta de la suite-. Pero bastará con un simple “no”.

Se marchó antes de que Ryan pudiera decir nada más. Se recostó contra la puerta mientras notaba temblores por todo el cuerpo. Estaba acostumbrada a hacer frente a las explosiones coléricas o los silencios castigadotes de su padre. Pero aquello…

Había advertido pura violencia en la mirada gélida de Pierce. Ryan habría preferido mil veces una discusión a gritos con cualquier hombre antes que soportar aquella mirada congeladora.

Sin darse cuenta de que estaba haciéndolo, Ryan se frotó la muñeca. Le palpitaba en cada punto por el que Pierce la había tenido agarrada. Había acertado al decir que no lo conocía. Era un hombre mucho más complejo de lo que jamás había imaginado. Tras haber descubierto una de sus máscaras, no estaba totalmente segura de si podría seguir adelante con aquel proyecto. Ryan permaneció contra la puerta unos segundos más, esperando a que los temblores remitieran por completo.

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