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Decían que era el mejor mago de la década; algunos llegaban a afirmar que era el mejor del último medio siglo. Sus espectáculos eran un desafío para el espectador, fascinantes e inexplicables. No era extraño oír referirse a él como si fuera un brujo. Y allí, mirándolo a los ojos, Ryan empezaba a entender por qué.

Se arrancó del trance en que se había sumido y comenzó de nuevo. Ella no creía en la magia.

– Señor Atkins, mi padre le pide disculpas por no haber venido en persona. Espero…

– Ya se encuentra mejor.

– Sí… -dijo Ryan confundida-. Ya está mejor -añadió al tiempo que volvía a fijarse en la mirada de Pierce. Éste sonrió mientras bajaba del escenario.

– Me ha llamado hace una hora, señorita Swan. Una simple conferencia, nada de telepatía -comentó en tono burlón. Ryan no pudo evitar lanzarle una mirada hostil, pero ésta no hizo sino agrandar la sonrisa de Pierce-. ¿Ha tenido un buen viaje?

– Sí, gracias.

– Pero son muchos kilómetros -dijo Pierce-. Siéntese -la invitó apuntando hacia una mesa. Retiró una silla y Ryan se sentó frente a él.

– Señor Atkins -arrancó, sintiéndose más cómoda toda vez que las negociaciones estaban en marcha-. Sé que mi padre les ha expuesto ampliamente a usted y a su representante la oferta de Producciones Swan; pero quizá quiera repasar los detalles de nuevo. Si tiene alguna duda, estaré encantada de resolvérsela -agregó tras poner el maletín sobre la mesa.

– ¿Hace mucho que trabaja para Producciones Swan, señorita Swan?

La pregunta interrumpió su línea de presentación, pero Ryan se adaptó a la situación. Sabía por experiencia que, a menudo, convenía seguirles un poco la corriente a los artistas.

– Cinco años, señor Atkins. Le aseguro que estoy capacitada para contestar sus preguntas y negociar las condiciones del contrato en caso necesario.

Aunque había hablado con suavidad, en el fondo estaba nerviosa. Pierce lo notaba por el cuidado con el que había entrelazado las manos sobre la mesa.

– Estoy seguro de que estará capacitada, señorita Swan -convino él-. Su padre no es un hombre fácil de complacer.

Una mezcla de sorpresa y recelo asomó a los ojos de Ryan.

– No lo es -contestó con calma-. Razón por la que puede estar seguro de que le ofreceremos la mejor promoción, el mejor equipo de producción y el mejor contrato posible. Tres especiales de televisión de una hora de duración tres años consecutivos, en horario de máxima audiencia, con un presupuesto generoso para garantizar la calidad del espectáculo. Un acuerdo beneficioso para usted y para Producciones Swan -finalizó después de hacer una pausa breve.

– Puede.

La estaba observando con demasiada intensidad. Ryan se obligó a mantenerle la mirada. Grises, concluyó. Sus ojos eran grises… lo más oscuros que era posible, sin llegar a ser negros.

– Por supuesto, somos conscientes de que se ha ganado su prestigio en actuaciones en vivo, en teatros y pubs. En Las Vegas, Tahoe o el London Palladium, entre otros.

– Mis espectáculos no tienen el mismo valor por televisión, señorita Swan. Las imágenes se pueden trucar.

– Sin duda. Pero que los trucos hay que hacerlos en directo para que tengan fuerza.

– Magia -corrigió Pierce-. Yo no hago trucos.

Ryan abrió la boca, pero no llegó a decir nada. Aquellos ojos tan grises la estaban penetrando.

– Magia -repitió ella asintiendo con la cabeza-. Pero el espectáculo sería en vivo. Aunque se emita por televisión, actuará en un escenario con público. Los…

– No cree en la magia, ¿verdad, señorita Swan? -dijo Pierce. Una leve sonrisa curvó sus labios. Un leve tono divertido tiñó su voz.

– Señor Atkins, tiene usted mucho talento -contestó Ryan con cautela-. Admiro su trabajo.

– Diplomática -comentó él al tiempo que se recostaba sobre el respaldo de la silla-. Y cínica. Me gusta. Ryan no se sintió halagada. Se estaba riendo de ella sin hacer el menor propósito por ocultarlo. El trabajo, se recordó apretando los dientes. Tenía que centrarse en el trabajo.

– Señor Atkins, si no le importa que repasemos los términos del contrato…

– Yo no hago negocios con nadie hasta saber cómo es.

– Mi padre…

– No estoy hablando con su padre -interrumpió él con suavidad.

– Pues lo siento, pero no he caído en que tenía que escribirle mi biografía -espetó Ryan. Enseguida se mordió la lengua. Maldita fuera. No podía permitirse aquellos arrebatos de genio. Pero Pierce sonrió, complacido.

– No creo que sea necesario -dijo y le agarró una mano antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo.

– Nunca más.

La voz que sonó a sus espaldas sobresaltó a Ryan.

– Es Merlín -explicó Pierce mientras ella giraba la cabeza.

A su derecha había un papagayo enorme dentro de una jaula. Ryan respiró hondo y trató de serenar los nervios. El papagayo estaba mirándola.

– ¿Le ha enseñado usted a hablar? -preguntó sin dejar de mirar al pájaro de reojo.

– Digamos…

– ¿Quieres una copa, muñeca?

Ryan contuvo una risotada al tiempo que se giraba hacia Pierce. Éste se limitó a lanzar una mirada indiferente hacia el papagayo.

– Lo que no le he enseñado son modales.

Ella se obligó a no dejarse distraer.

– Señor Atkins, si pudiéramos…

– Su padre quería un hijo -atajó Pierce. Ryan se olvidó de lo que había estado a punto de decir y lo miró. Él la observaba con atención al tiempo que le sujetaba la mano con delicadeza-. Y eso le ha hecho las cosas difíciles. No está casada, vive sola. Es una mujer realista que se considera muy práctica. Le cuesta controlar su genio, pero va consiguiéndolo. Es una mujer muy precavida, señorita Swan. No es fácil ganarse su confianza, tiene cuidado con sus relaciones. Está impaciente porque tiene algo que demostrar… a su padre y a usted misma.

La mirada perdió parte de su intensidad cuando le sonrió.

– ¿Capacidad adivinatoria?, ¿telepatía? -prosiguió Pierce. Cuando le soltó la mano, Ryan la retiró y la colocó sobre su regazo. Él continuó, satisfecho por la expresión de asombrada de Ryan. Luego explicó-: Conozco a su padre, entiendo el lenguaje corporal. Además, no son más que conjeturas. ¿He acertado?

Ryan entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo. La palma derecha seguía caliente del contacto con la de Pierce.

– No he venido a jugar a las adivinanzas, señor Atkins.

– No -Pierce esbozó una sonrisa encantadora-. Ha venido a cerrar un trato, pero yo hago las cosas a mi manera, a mi ritmo. Los artistas tenemos fama de excéntricos, señorita Ryan. Complázcame.

– Lo intento -contestó Ryan. Luego tomó aire y se recostó sobre la silla-. Pero creo que no me equivoco si digo que los dos nos tomamos en serio nuestro trabajo.

– Cierto.

– Entonces entenderá que mi trabajo consiste en conseguir que firme para Swan, señor Atkins -dijo ella. Quizá funcionara un poco de adulación, pensó-. Queremos que firme con nosotros porque sabemos que es el mejor en su campo.

– Lo sé -contestó Pierce sin pestañear.

– ¿Sabe que queremos que firme con nosotros o que es el mejor en su campo? -se sorprendió replicando Ryan.

– Las dos cosas -dijo él sonriente.

Ryan respiró hondo y se recordó que los artistas podían ser imposibles.

– Señor Atkins -arrancó.

Tras estirar las alas, Merlín salió volando de la jaula y aterrizó sobre el hombro izquierdo de Ryan. Se quedó helada, sin respiración.

– Dios… -murmuró. Ya era demasiado, pensó nerviosa. Más que demasiado.

Pierce miró al papagayo con el ceño fruncido.

– Curioso: nunca había hecho algo así con nadie.

– Suerte que tengo -murmuró Ryan, sin moverse lo más mínimo de la silla. ¿Los papagayos mordían?, se preguntó. Decidió que no le importaba esperar a descubrirlo-. ¿Cree que podría… sugerirle que se posara en otro lado?

Pierce hizo un ligero movimiento con la mano y Merlín levantó el vuelo.

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