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Swan esperó hasta que su hija hubo finalizado.

– Ryan, ¿cuántos años cumpliste ayer? -1e preguntó. Los ojos de Ryan pasaron de expresar confusión a inquietud: ¿estaría enfermo?, ¿le empezaba a fallar la memoria?

– Veintisiete -respondió en tono neutro.

¡Veintisiete años! Swan exhaló un largo suspiro y soltó la mano de Ryan.

– Me he perdido algunos años en alguna parte -murmuró. Luego agarró unos papeles que había sobre su despacho-. Venga, ve y ponte en contacto con Coogar. Y llámame después de hablar con la representante de Fisher.

– De acuerdo.

Por encima de los papeles, Swan miró a su hija salir del despacho. Cuando se hubo marchado, se recostó en el asiento. Le resultaba mortificante tomar conciencia de que se estaba haciendo viejo.

Capítulo XII

Ryan descubrió que el trabajo de producir la mantenía igual de hundida en montañas de papeles que el que había realizado hasta entonces ocupándose de los contratos. Se pasaba los días detrás de la mesa, al teléfono o en el despacho de algún colega. Era un trabajo duro y exigente, con poquísimo encanto. Con todo, tenía la sensación de que valía para producir. Después de todo, era la hija de Bennett Swan.

Swan no le había dado carta blanca para que actuara con absoluta libertad, pero la discusión de la mañana de su regreso a Los Ángeles había tenido consecuencias beneficiosas. Su padre la escuchaba. Y, en general, se mostraba sorprendentemente conforme con sus propuestas. No se oponía de forma arbitraria a nada, como había temido que sucedería, sino que introducía algunas variaciones de vez en cuando. Swan conocía el negocio desde todos los ángulos. Ryan tomaba nota y aprendía.

Las jornadas eran inacabables. Pero más eternas se le hacían las noches. Ryan ya había supuesto que Pierce no la llamaría por teléfono. No era su estilo. Lo más probable fuera que estuviese en su sala de trabajo, abajo, planeando, practicando, perfeccionando sus números. Quizá ni siquiera se diera cuenta del paso del tiempo.

Por otra parte, siempre podía ser ella la que lo llamara, pensó Ryan mientras daba vueltas por su vacío apartamento. Podía inventarse unas cuantas excusas creíbles para hacerlo. Había habido un cambio en las fechas de grabación. Con eso bastaba, aunque sabía que su agente ya lo tenía al corriente. Y había como poco una decena de detalles que podían repasar antes de la reunión de la semana siguiente.

Ryan miró hacia el teléfono pensativamente, pero terminó sacudiendo la cabeza. No era por nada relacionado con los negocios por lo que quería hablar con él y no quería utilizarlos como excusa. Ryan fue a la cocina y empezó a prepararse una cena ligera.

Pierce revisó el número del agua por tercera vez. Le salía casi a la perfección. Pero casi no era suficiente. No era la primera vez que se recordaba que el ojo de la cámara era mucho más fino que el de cualquier persona. Cada vez que se había visto por televisión, había encontrado defectos. Le daba igual que sólo él supiese dónde mirar para verlos. Lo importante era que había fallos. Repasó el número de nuevo.

La sala de trabajo estaba en silencio. Aunque sabía que Link estaba arriba tocando el piano, no le llegaba el sonido. Aunque tampoco lo habría oído si hubiesen estado en la misma habitación. Con ojo crítico, se miró en la superficie de un gran espejo mientras el agua parecía relucir dentro de un vaso sin fondo. El espejo lo reflejaba sujetándolo, por arriba y abajo, mientras el agua fluía de una palma a otra. Agua. Sólo era uno de los cuajo elementos que quería depurar para el especial de Ryan.

De Ryan. Pensaba en el especial como si fuera de ella más que suyo. Pensaba en ella cuando debía estar concentrado en el trabajo. Con un gesto ágil de las manos, Pierce devolvió el agua a un jarro de cristal.

Había estado a punto de llamarla una decena de veces. En una ocasión, a las tres de la mañana, había llegado a marcar los primeros dígitos de su número. Sólo oírla, le habría bastado con oír su voz. Pero había colgado sin terminar de marcar, recordándose su voto personal de no presionar nunca a nadie. Llamarla significaba que esperaba que Ryan estuviese en su casa para contestar. Pero ella era libre de hacer lo que quisiera. No tenía derecho a pedirle nada. Ni a ella ni a nadie. Hasta la jaula del papagayo estaba abierta todo el tiempo.

Jamás había habido nadie en su vida con quien se hubiese sentido ligado. Los trabajadores sociales le habían impuesto disciplina y se habían mostrado compasivos, pero, en el fondo, para ellos no había sido más que un nombre en un expediente. La ley se había encargado de proporcionarle alojamiento y cuidados adecuados. Y la ley lo había mantenido atado a dos personas que no lo serían, pero que tampoco permitían que otras personas lo adoptaran.

Ni siquiera en sus relaciones con aquellos a quienes quería, como Link y Bess, imponía ataduras a los demás. Quizá ésa fuera la razón por la que seguía planeando fugas cada vez más complicadas. Escaparse era una demostración de que nadie podía permanecer preso para siempre.

Y, sin embargo, pensaba en Ryan cuando debía estar trabajando.

Pierce agarró las esposas y las examinó. Habían encajado perfectamente en la muñeca de Ryan. Durante unos instantes, la había retenido. Pierce se esposó la muñeca derecha y jugó con la otra, imaginando que esposaba una mano de Ryan junto a la suya.

¿Era eso lo que quería?, se preguntó. ¿Atarla a él? Pierce recordó lo cálida que era, los sofocos que a él mismo le entraban tras una simple caricia. ¿Quién estaría encadenado a quién? Pierce se liberó con la misma facilidad con que se había puesto las esposas.

– Más difícil todavía -dijo el papagayo desde la jaula.

– Tienes toda la razón -murmuró Pierce, mirando a Merlín, mientras se pasaba las esposas de una mano a otra-. Es arriesgado, pero no me digas que no es una mujer irresistible.

– Abracadabra.

– Exacto -dijo Pierce con tono ausente-. Abracadabra. La cuestión es: ¿quién ha hechizado a quién?

Estaba a punto de meterse en la bañera cuando oyó que llamaban a la puerta.

– ¡Vaya, hombre!

Irritada por la interrupción, Ryan volvió a ponerse el albornoz y fue a contestar. Incluso mientras abría la puerta, ya estaba pensando en cómo ingeniárselas para librarse de la visita antes de que el agua de la bañera se enfriase.

– ¡Pierce!

Éste vio que los ojos de Ryan se agrandaban asombrados. Luego, con una mezcla de alivio y placer, notó que se alegraba de verlo. Ryan se lanzó a sus brazos.

– ¿Estás aquí? -preguntó como si no se creyese que Pierce fuera de carne y hueso. Pero no le dio tiempo a responder, sino que se precipitó sobre su boca para beberlo con una pasión sólo igualable a la de él-. Cinco días. ¿Sabes cuántas horas hay en cinco días? -murmuró apretándose contra su torso.

– Ciento veinte -Pierce la separó lo justo para poder tirarla y sonreírle-. Será mejor que entremos. Tus vecinos tienen que estar divirtiéndose mucho con esta escena.

Ryan tiró de Pierce y cerró la puerta empujándola entra ella.

– Bésame -le exigió-. Fuerte. Un beso que me dure ciento veinte horas.

Pierce bajó la cabeza hasta capturar la boca de Ryan. Esta notó sus dientes mordisqueándole los labios mientras él emitía gruñidos, la apretaba y luchaba por recordar su propia fuerza y la fragilidad de Ryan. Ella lo provocó con la lengua, exploró su cuerpo con las manos. Reía con esa risa rugosa y sexy que lo volvía loco.

– Has venido -dijo suspirando antes de apoyar la cabeza sobre un hombro de Pierce-. Eres real.

¿Lo sería ella también?, se preguntó Pierce, algo aturdido por el beso.

Después de un último abrazo, Ryan dio un pasito atrás.

– ¿Qué haces por aquí? No te esperaba hasta el lunes o el martes.

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