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– Pierce -dijo ésta en voz baja-. Quítame esto ahora mismo. Nos están mirando.

– ¿Quién?

– ¡Pierce!, ¡estoy hablando en serio! -Ryan gruñó cuando las puertas se abrieron y vio a varios miembros más de Producciones Swan en el ascensor. Pierce entró en la cabina, obligándola a seguirlo-. Ésta me la pagas -murmuró ella, tratando de no prestar atención a las miradas intrigadas de sus compañeros.

– Dígame, señorita Swan -dijo Pierce con un tono de voz amistoso-, ¿siempre es igual de difícil convencerla para que acuda a una cita a cenar?

Tras soltar otro gruñido ininteligible, Ryan miró al frente y permaneció en silencio hasta que salieron del ascensor.

Todavía esposada a Pierce, Ryan avanzó por el aparcamiento.

– Muy bien, se acabó la broma -insistió ella-. Quítame esto. No he pasado tanta vergüenza en la vida. ¿Tienes idea de cómo…?

Pero Pierce acalló su acalorada protesta con la boca.

– Llevaba todo el día deseando hacer esto -dijo y volvió a besarla antes de que Ryan pudiese responder. Aunque hizo todo lo que pudo por seguir enfadada, la boca de Pierce era demasiado suave. Y la mano que le sujetaba el talle no podía ser más delicada. Ryan se acercó a él, pero cuando fue a levantar los brazos para rodearle el cuello, las esposas le impidieron el movimiento.

– No, no te vas a librar de ésta tan fácilmente -dijo con firmeza, al recordar el bochorno que le había hecho pasar. Se apartó, dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes, pero Pierce la venció con una sonrisa-. ¡Maldito seas! Anda, vuelve a besarme -se resignó.

Fue un beso muy suave.

– Se pone muy guapa cuando se enfada, señorita Swan -susurró Pierce.

– Estaba enfadada -reconoció ella, devolviéndole el beso-. Sigo enfadada.

– Y sigue usted muy guapa.

– ¿Ya? -dijo Ryan con impaciencia cuando llegaron d coche. Pierce abrió la puerta del conductor y la invitó a ocupar el asiento del copiloto-. ¡Pierce!, ¡quítamelas! no puedes conducir así -exclamó exasperada.

– Claro que puedo. Sólo tienes que pasar por encima de la palanca -le indicó él, dando un pequeño tirón hacia adelante para que entrase.

Ryan se sentó al volante un momento y miró a Pierce de mal humor.

– Esto es absurdo.

– Sí -convino él-. Pero muy divertido. Muévete.

Ryan consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que Pierce la habría levantado en brazos y la habría sentado él directamente donde el copiloto. Con tan poco esfuerzo como elegancia, consiguió llegar hasta el otro asiento. Pierce le sonrió de nuevo mientras metía la llave en el contacto para arrancar.

– Pon la mano en la palanca de cambios y todo irá bien.

Ryan obedeció. Notó la palma de Pierce sobre el dorso de su mano cuando éste metió marcha atrás.

– ¿Cuánto tiempo vas a tenerme con esto puesto si puede saberse?

– Buena pregunta. Todavía no lo he decidido -Pierce salió del aparcamiento y puso rumbo hacia el norte. Ryan sacudió la cabeza y, de pronto, se echó a reír.

– Si me hubieras dicho que tenías tanto hambre, habría venido sin resistirme.

– No tengo hambre -contestó Pierce-. Había pensado parar y comer algo de camino.

– ¿De camino? -repitió Ryan-. ¿De camino adónde?

– A casa.

– ¿A casa? -volvió a repetir ella. Miró por la ventana y vio un cartel que apuntaba hacia Los Ángeles, justo en dirección contraria al apartamento de ella-. ¿A tu casa? Hay más de doscientos kilómetros -añadió con incredulidad.

– Más o menos, sí -convino Pierce-. Pero no tienes nada que hacer en Los Ángeles hasta el lunes.

– ¿Hasta el lunes?, ¿pretendes que pasemos allí el fin de semana? No puedo -Ryan no había imaginado que podría exasperarse más de lo que lo estaba-. No puedo montarme en un coche y desaparecer de buenas a primeras un fin de semana.

– ¿Por qué no?

– Porque… -Ryan dudó. Pierce actuaba con tal naturalidad que parecía que la rara era ella-. Porque no. Para empezar, no tengo ropa. Además…

– No te va a hacer falta.

Eso la dejó sin palabras. Ryan lo miró mientras sentía que un escalofrío de pánico y excitación le recorría la espalda.

– Creo que me estás secuestrando.

– Exacto.

– Ah…

– ¿Alguna objeción? -preguntó él.

– Ya te lo diré el lunes -contestó y se recostó sobre el respaldo, lista para disfrutar de su secuestro.

Capítulo XIII

Ryan despertó en la cama de Pierce. Abrió los ojos al sol radiante que se colaba por la ventana. Apenas había amanecido cuando Pierce la había despertado para susurrarle que se bajaba a la sala de trabajo. Ryan alcanzó las almohadas de él, se las apretó al pecho y remoloneó unos minutos más en la cama.

Aquel hombre era una caja de sorpresas, murmuró. Jamás habría imaginado que fuese capaz de hacer algo tan descabellado como esposarla a él y secuestrarla para pasar un fin de semana sin más ropa que la que llevaba encima. Debería haberse enfadado, estar indignada.

Ryan hundió la nariz en la almohada de Pierce. ¿Cómo iba a enfadarse?, ¿cómo molestarse con un hombre que, con una mirada o una caricia, no hacía sino demostrarle constantemente cuánto la deseaba y necesitaba? ¿Se podía indignar alguien con un hombre que te quería tanto como para hacerte desaparecer de tu ciudad y poder hacerte el amor como si fueses la criatura más preciosa sobre la faz de la Tierra?

Ryan se estiró para desperezarse y agarró el reloj que había sobre la mesita de noche. ¡Las nueve y media!, exclamó para sus adentros. ¿Cómo podía ser tan tarde? Parecía que apenas habían pasado unos segundos desde que Pierce se había ido. Salió de la cama de un salto y corrió a ducharse. Sólo tenían dos días para estar juntos, de modo que no era cuestión de desperdiciarlos durmiendo.

Cuando volvió a la habitación, con una toalla alrededor de la cintura, Ryan miró su ropa con cierta reticencia. Aunque eso de que la secuestrara un mago tuviese su encanto, reconoció, realmente era una lástima que no le hubiese dejado meter un par de prendas en una maleta antes. No quedándole más remedio que tomárselo con filosofía, empezó a ponerse la ropa que había llevado al trabajo el día anterior. Pierce tendría que encontrarle algo distinto que ponerse, decidió; pero, por el momento, tendría que conformarse.

Para colmo de incomodidades, Ryan se dio cuenta de que ni siquiera tenía su bolso. Se había quedado en el cajón inferior de la mesa de su despacho. Arrugó la nariz a la imagen que le devolvió el espejo. Tenía el pelo revuelto, la cara sin maquillar. Y no llevaba encima ni un peine ni una barra de labios, pensó y exhaló un suspiro. Pierce tendría que hacer aparecerlos por arte de magia. Con ese pensamiento en la cabeza, bajó a buscarlo.

Cuando llegó al final de las escaleras, vio a Link, el cual estaba preparándose para salir.

– Buenos días -lo saludó Ryan, vacilante, sin saber bien lo que decir. Al llegar la noche anterior, no lo había visto por ninguna parte.

– Hola -Link le sonrió-. Pierce me ha dicho que habías venido.

– Sí… Me ha invitado a pasar el fin de semana -contestó, no ocurriéndosele una forma más sencilla de explicarse:

– Me alegra que hayas vuelto. Te ha echado de menos -dijo él y los ojos de Ryan se iluminaron.

– Yo también lo he echado de menos. ¿Está en casa?

– En la biblioteca. Hablando por teléfono -contestó Link. De pronto, sus mejillas se sonrojaron.

– ¿Qué pasa? -le preguntó ella, sonriente.

– He…, he terminado la canción ésa que te gustaba.

– ¡Qué bien! Me encantaría oírla.

– Está en el piano -Link, tímido y vergonzoso, bajó la mirada hacia las puntas de sus zapatos-. Puedes tocarla luego si quieres.

– ¿Yo? -Ryan quiso agarrarle la mano como si fuese un niño pequeño, pero tuvo la sensación de que sólo conseguiría ponerlo más colorado-. Nunca te he oído tocar.

– No… -Link se puso como un tomate y le lanzó una mirada fugaz-. Bess y yo… bueno, ella quería ir a San Francisco -añadió tras aclararse la garganta.

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