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– Señor Atkins, por favor, entiendo que los magos se sientan cómodos en lugares… con ambiente -Ryan tomó aire para intentar calmarse, en vano-. Pero me resulta muy difícil hablar de negocios en… una mazmorra. Y con un papagayo revoloteando alrededor -añadió al tiempo que sacudía un brazo.

La risotada de Pierce la dejó sin palabras. Apoyado sobre su hombro izquierdo, el papagayo escudriñaba a Ryan con la mirada.

– Ryan Swan, creo que me va a caer muy bien. Yo trabajo en esta mazmorra -dijo él de buen humor-. Es un lugar retirado y tranquilo. La magia necesita algo más que destreza; requiere mucha preparación y concentración.

– Lo entiendo, señor Atkins, pero…

– Hablaremos de negocios más convencionalmente durante la cena -interrumpió Pierce.

Ryan se levantó con él. No había previsto quedarse allí más de una hora o dos. Había media hora larga de curvas por la carretera de la colina hasta el hotel.

– Pasará aquí la noche -añadió él como si, en efecto, le hubiese leído el pensamiento.

– Aprecio su hospitalidad, señor Atkins -dijo Ryan mientras seguía a Pierce, con el papagayo aún sobre el hombro, de vuelta hacia las escaleras-. Pero tengo una reserva en un hotel. Mañana…

– ¿Ha traído equipaje? -Pierce se paró a tomarla del brazo antes de subir las escaleras.

– Está en el coche, pero…

– Link cancelará su reserva, señorita Swan. Se avecina una tormenta -dijo él, girándose para mirarla a los ojos-. No me quedaría tranquilo pensando que puede ocurrirle algo en la carretera.

Como dando énfasis a sus palabras, un trueno estalló cuando llegaban al final de las escaleras. Ryan murmuró algo. No estaba segura de querer pensar en la perspectiva de pasar la noche en aquella casa.

– Nada debajo de la manga -dijo Merlín.

Ryan lo miró con cierta desconfianza.

Capítulo II

La cena la ayudó a tranquilizarse. El salón era muy grande, con una chimenea enorme en un extremo y una vajilla antigua de peltre en el otro. Porcelana de Sévres y cubertería de Georgia adornaban la larga mesa.

– Link cocina de maravilla -dijo Pierce mientras el gigantón servía una gallina rellena. Ryan miró con disimulo sus enormes manos antes de que Link abandonara la pieza.

– Es muy callado -comentó después de agarrar el tenedor.

Pierce sonrió y le sirvió un vino blanco exquisito en la copa.

– Link sólo habla cuando tiene algo que decir. Dígame, señorita Swan, ¿le gusta vivir en Los Ángeles?

Ryan lo miró. Los ojos de Pierce resultaban cálidos de pronto, no inquisitivos y penetrantes como antes. Se permitió el lujo de relajarse.

– Sí, supongo. Es adecuado para mi trabajo.

– ¿Mucha gente? -Pierce cortó la gallina.

– Sí, claro; pero estoy acostumbrada.

– ¿Siempre ha vivido en Los Ángeles?

– Menos durante los estudios.

Pierce advirtió un ligero cambio en el tono de voz, un levísimo deje de resentimiento que nadie más habría captado. Siguió comiendo.

– ¿Dónde estudiaba?

– En Suiza.

– Bonito país -dijo él antes de dar un sorbo de vino-. ¿Fue entonces cuando empezó a trabajar para Producciones Swan?

Ryan miró hacia la chimenea con el ceño fruncido.

– Cuando mi padre se dio cuenta de que estaba decidida, accedió.

– Y usted es una mujer muy decidida -comentó Pierce.

– Sí. El primer año no hacía más que fotocopias y preparar café a los empleados. Nada que pudiera considerar un desafío -dijo ella. El ceño había desaparecido de su frente y, de pronto, un destello alegre le iluminaba los ojos-. Un día me encontré con un contrato en mi mesa; lo habían puesto ahí por error. Mi padre estaba intentando contratar a Mildred Chase para una miniserie, pero ella no cooperaba. Me documenté un poco y fui a verla… Eso sí que fue una experiencia. Vive en una casa fabulosa, con guardias de seguridad y un montón de perros. Como muy diva de Hollywood. Creo que me dejó entrar por curiosidad.

– ¿Qué impresión le causó? -preguntó Pierce, más que nada para que siguiera hablando, para que siguiera sonriendo.

– Me pareció maravillosa. Toda una dama de verdad. Si no me hubieran temblado tanto las rodillas, estoy segura de que le habría hecho una reverencia -bromeó ella-. Y cuando me fui dos horas después, tenía su firma en el contrato -añadió en tono triunfal.

– ¿Cómo reaccionó su padre?

– Se puso hecho una furia -Ryan tomó su copa. La llama de la chimenea proyectaba un juego de brillos y sombras sobre su piel. Se dijo que ya tendría tiempo de pensar más adelante en aquella conversación y en lo abierta y espontánea que estaba siendo-. Me echó una bronca de una hora. Y al día siguiente me había ascendido y tenía un despacho nuevo. A Bennett Swan le gusta la gente resolutiva -finalizó dejando la copa sobre la mesa.

– Y a usted no le faltan recursos -murmuró Pierce.

– Se me dan bien los negocios.

– ¿Y las personas?

Ryan dudó. Los ojos de Pierce volvían a resultar inquisitivos.

– La mayoría de las personas.

Él sonrió, pero siguió mirándola con intensidad.

– ¿Qué tal la cena?

– La… -Ryan giró la cabeza para romper el hechizo de su mirada y bajó la vista hacia el plato. La sorprendió descubrir que ya se había terminado buena parte de la suculenta ración de gallina que le habían servido-. Muy rica. Su… -dejó la frase en el aire y volvió a mirar a Pierce sin saber muy bien cómo llamar a Link. ¿Sería su criado?, ¿su esclavo?

– Mi amigo -dijo Pierce con suavidad para dar un sorbo de vino a continuación.

Ryan trató de olvidarse de la desagradable sensación de que Pierce era capaz de ver el interior de su cerebro.

– Su amigo cocina de maravilla.

– Las apariencias suelen engañar -comentó él con aire divertido-. Ambos trabajamos en profesiones que muestran al público cosas que no son reales. Producciones Swan hace series de ficción, yo hago magia -Pierce se inclinó hacia Ryan, la cual se echó hacia el respaldo de inmediato. En la mano de Pierce apareció una rosa roja de tallo largo.

– ¡Oh! -exclamó ella, sorprendida y halagada. La agarró por el tallo y se la llevó a la nariz. La rosa tenía un olor dulce y penetrante-. Supongo que es la clase de cosas que debe esperarse de una cena con un mago -añadió sonriendo por encima de los pétalos.

– Las mujeres bonitas y las flores hacen buena pareja -comentó Pierce y le bastó mirarla a los ojos para ver que Ryan se retraía. Una mujer muy precavida, se dijo de nuevo. Y a él le gustaban las personas precavidas. Las respetaba. También le gustaba observar las reacciones de los demás-. Es una mujer bonita, Ryan Swan.

– Gracias -respondió ella casi con pudor.

– ¿Más vino? -la invitó Pierce sonriente.

– No, gracias. Estoy bien -rehusó Ryan. Pero el pulso le latía un poco más rápido. Puso la flor junto al plato y volvió a concentrarse en la comida-. No suelo venir por esta parte de la costa. ¿Vive aquí hace mucho, señor Atkins? -preguntó para entablar una conversación.

– Desde hace unos años -Pierce se llevó la copa a los labios, pero Ryan notó que apenas bebió vino-. No me gustan las multitudes -explicó.

– Salvo en los espectáculos -apuntó ella con una sonrisa.

– Naturalmente.

De pronto, cuando Pierce se levantó y sugirió ir a sentarse a la salita de estar, Ryan cayó en la cuenta de que no habían hablado del contrato. Tendría que reconducir la conversación de vuelta al tema que la había llevado a visitarlo.

– Señor Atkins -arrancó justo mientras entraban en la salita-. ¡Qué habitación más bonita!

Era como retroceder al siglo XVIII. Pero no había telarañas, no había signos del paso del tiempo. Los muebles relucían y las flores estaban recién cortadas. Un pequeño piano, con un cuaderno de partituras abierto, adornaba una esquina. Sobre la repisa de la chimenea podían verse diversas figuritas de cristal. Todas de animales, advirtió Ryan tras un segundo vistazo con más detenimiento: unicornios, caballos alados, centauros, un perro de tres cabezas. La colección de Pierce Atkins no podía incluir animales convencionales. Y, sin embargo, el fuego de la chimenea crepitaba con sosiego y la lámpara que embellecía una de las mesitas era sin duda una Tiffany. Se trataba de la clase de habitación que Ryan habría esperado encontrar en una acogedora casa de campo inglesa.

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