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Miró a su alrededor. Quizá se hubiera equivocado reaccionando tan enérgicamente por un simple cambio de reserva, decidió por fin. Después de todo, compartir una suite era casi lo mismo que tener habitaciones pegadas. Y si el cambio hubiese consistido en eso, no le habría dado la menor importancia.

Pero Pierce tampoco había actuado bien, se recordó. Habría bastado con que le hubiese comentado las ventajas de compartir una suite para que ella hubiese accedido sin poner pegas. Lo que en el fondo le había disgustado había sido la imposición. Tras volver de Suiza, se había prometido que nunca más permitiría que la dirigieran.

Por otra parte, la preocupaba lo que Pierce le había dicho: él nunca se acostaba con una mujer a no ser que ella quisiera. De acuerdo. Eso estaba muy bien. Pero Ryan era consciente de que ambos sabían que ella lo deseaba.

Un simple no bastaría para que Pierce no entrase en su habitación. Sí, se dijo mientras recogía las maletas. De eso no le cabía duda. Él jamás forzaría a una mujer, aunque sólo fuera, sencillamente, porque no tenía necesidad de hacerlo. Ryan se preguntó cuánto tiempo tardaría en olvidar decirle que no.

Negó con la cabeza. Aquel proyecto era tan importante para Pierce como para ella. No haría bien si empezaban peleándose por el alojamiento o preocupándose por posibilidades remotas. Al fin y al cabo, en ningún momento pasaría nada que ella misma no quisiera. Ryan se fue a deshacer las maletas.

Cuando bajó al teatro, el ensayo ya había empezado. Pierce estaba en medio del escenario. Una mujer lo acompañaba. Aunque llevaba unos vaqueros corrientes y una camiseta suelta, Ryan reconoció a la escultural pelirroja que ayudaba a Pierce en sus espectáculos. En las cintas de vídeo que había repasado, la mujer llevaba modelitos pequeños y brillantes o vestidos amplios. Como él mismo había dicho en el hospital, ningún mago viajaba sin una acompañante bonita.

Alto ahí, se frenó Ryan. No era asunto de ella. Despacio, avanzó por el pasillo y se sentó en medio del patio de butacas. Pierce no se dignó mirarla siquiera. De forma automática, Ryan empezó a pensar en encuadres, ángulos de cámara y montaje de escenas.

Cinco cámaras, pensó, y nada excesivamente llamativo al fondo. Nada brillante que pudiese desviar la atención de Pierce. Algo oscuro, decidió. Algo que realzara la imagen de mago o hechicero, más que la de showman.

Se quedó de piedra cuando la ayudante de Ryan se empezó a inclinar hacia atrás, muy despacio, hasta terminar tumbada por completo en el aire. Ryan dejó de planificar detalles de la producción y observó el espectáculo. En ese momento no había público al que entretener hablando; de modo que Pierce se limitaba a hacer gestos: gestos amplios y ágiles que recordaban a capas negras y candelabros. La mujer empezó a girar, lentamente al principio y luego a más velocidad.

Ryan había visto el número en vídeo, pero verlo en directo era una experiencia totalmente distinta. No había elementos de distracción, nada que le hiciese apartar la vista de las dos personas que estaban sobre el escenario: nada de música, nada de decorado, ningún juego de luz que reforzase el ambiente. Ryan descubrió que estaba conteniendo la respiración y se obligó a exhalar. La mata de cabello pelirrojo de la mujer se agitaba con cada vuelta. Tenía los ojos cerrados, una expresión de calma absoluta y las manos cruzadas con total tranquilidad sobre la cintura. Ryan miró con atención en busca de algún cable o alguna tabla transparente giratoria. Frustrada, se inclinó hacia delante.

No pudo evitar una pequeña exclamación de admiración cuando la mujer empezó a rotar sobre sí misma a la vez que daba vueltas de arriba abajo. Su rostro permanecía sereno e inmutable, como si estuviera durmiendo en vez de girando un metro por encima del escenario. Con un gesto, Pierce detuvo el movimiento y le hizo recuperar la vertical hasta que, lentamente, sus pies volvieron a tocar suelo. Después de pasar una mano sobre su cara, la pelirroja abrió los ojos y sonrió.

– ¿Qué tal ha salido?

Ryan no podía creerse que la ayudante pudiera hablar con el mareo que ella habría tenido si hubiese dado tantas vueltas.

– Bien. Quedará mejor con música -contestó Pierce sin más. Luego se dirigió al director de iluminación-. Quiero luces rojas, algo potente. Que empiece suave y vaya creciendo a medida que aumenta la velocidad. Vamos con la tele transportación -añadió, girándose de nuevo hacia su ayudante.

Durante una hora entera, Ryan observó la actuación de Pierce fascinada, frustrada y, sobre todo, entretenida. Lo que a ella le parecía una ejecución impecable de un número, Pierce lo repetía una y otra vez. Tenía sus propias ideas sobre los efectos técnicos que quería para cada número. Ryan pudo comprobar que su creatividad no se limitaba a la magia. Pierce sabía cómo sacar el mejor partido de la iluminación y los efectos sonoros para resaltar, remarcar o marcar contrastes.

Era muy perfeccionista, concluyó Ryan. Trabajaba con sosiego, sin el despliegue de movimientos con que animaba los espectáculos en directo. Por otra parte, no lo notaba con aquella relajación alegre que le había visto cuando había actuado para los niños. En ese momento estaba trabajando, así de sencillo. Sería un mago, pensó sonriente Ryan, pero cultivaba sus poderes con ensayos de muchas horas y repeticiones. Cuanto más lo observaba, más respeto sentía.

Ryan se había preguntado cómo sería trabajar con él. Pues ya lo estaba viendo. Era implacable, infatigable y tan obsesivo con los detalles como ella misma. Tendrían sus discusiones, no le cabía duda, pero empezaba a disfrutar sólo de pensarlo. Porque lo único seguro era que, al final, el resultado sería un espectáculo inmejorable.

– Ryan, ¿te importa subir, por favor?

Se sobresaltó al oír que la llamaba. Habría jurado que Pierce no había advertido su presencia en el teatro. Se levantó con aire fatalista. Empezaba a darle la impresión de que no había nada que escapara al control de Pierce. Mientras avanzaba hacia el escenario, él le dijo algo a su ayudante. Ésta soltó una risita sensual y le dio un beso en la mejilla.

– Bueno, esta vez he salido de una pieza -bromeó sonriendo a Ryan cuando ésta llegó junto a ellos.

– Ryan Swan, Bess Frye -las presentó Pierce.

Examinándola más de cerca, Ryan vio que la mujer no era guapa. Tenía unos rasgos demasiado grandes para ser considerada una belleza clásica. Su pelo brillaba y se revolvía en mil ondas alrededor de su cara alargada. Tenía ojos redondos, un maquillaje exótico y ropa corriente. Era casi tan alta como Pierce.

– ¡Hola! -la saludó Bess con entusiasmo. Luego extendió la mano para darle un apretón amistoso a Ryan. Costaba creer que aquella mujer, sólida como un tronco de caoba, hubiese estado dando vueltas en el aire hacía unos minutos-. Pierce me ha hablado de ti.

– ¿Sí? -Ryan miró hacia él.

– Ya lo creo -Bess apoyó un codo sobre el hombro izquierdo de Pierce mientras hablaba con Ryan-. Me ha contado que eres muy lista. Le gustan las inteligentes. Pero lo que no me había dicho era que fueses tan guapa. ¿Cómo es que te lo tenías tan callado, bribón?

Ryan no tardó en comprender que la ayudante de Pierce era tan cariñosa como extravertida.

– ¿Para qué te lo iba a decir?, ¿para que me acuses de que sólo me fijo en las mujeres por su físico? -Pierce metió las manos en los bolsillos.

Bess soltó otra risotada.

– Él también es listo -le dijo a Ryan en voz baja, corno si le estuviese confiando un secreto, al tiempo que le daba un pellizquito a Pierce-. ¿Vas a ser la productora de los programas que va a hacer para la tele?

– Sí -contestó Ryan, algo aturdida por la abrumadora amabilidad de Bess-. Espero que todo salga bien -añadió sonriente.

– Seguro que sí. Ya era hora de que hubiese una mujer al cargo. En este trabajo siempre estoy rodeada de hombres. Soy la única mujer del equipo. Ya tendremos ocasión de tomarnos una copa y conocernos.

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