Ensimismado en mis pensamientos, llegué a la parada de taxis. Delante de mí sólo había una persona, la que por lo visto estaba apurada, mirando intermitentemente su reloj.
– He esperado diez minutos y no ha aparecido una sola máquina -dijo-. Los autobuses son gratis y puntuales, sin embargo, estos autodirigidos son más cómodos.
– ¿Cómo dijo? ¿Autodirigido?
– Usted, seguramente, es forastero -apuntó riéndose-. Llamamos así a los taxis de manejo automático. ¡Son encantadores!
El primer autodirigido apareció por una esquina, acercándose. Temblé. En esta máquina sin ruedas ni chofer, había algo salvaje y antinatural. Venía hacia nosotros en silencio como boyando en un mar de petróleo, y lanzó cuatro patas de araña en la parada. El invisible guía abrió la puerta, la pasajera entró, pronunció unas palabras por un micrófono, el autodirigido recogió las patas y se alejó. Seguí todos estos movimientos, con mirada pueril. Y me inquietaron dos preguntas: ¿Qué dirás por el micrófono? ¿Y qué harás caso de no tener suficiente dinero? Pensé en correr, huir de la parada; pero me detuvo la presencia de otro pasajero que se acercaba. En su señalada delgadez y en sus cabellos canosos con raya, notábase cierta elegancia. Su barba, recortada con escrupulosidad, le daba un aspecto provocador y arrogante:
– Estoy apurado -dijo, mirando la plaza con impaciencia-. Parece que viene uno.
El autodirigido se detuvo.
– Con gusto le cedo mi turno -dije amable, y agregué-: No estoy apurado.
– ¿Por qué? Iremos juntos; si no se opone, primero lo llevaré a su destino, después seguiré solo.
En sus ojos negros, brillaba algo conocido. La fisonomía de su rostro, me hacía recordar a una persona amiga: la frente deprimida y la mirada penetrante y burlesca. La barba, por lo contrario, desfiguraba su cara haciéndola irreconocible. ¿Será posible que sea él?
UN ZARGARIÁN ENVEJECIDO
Con curiosidad, lo miré de nuevo. Sí, era mi Zargarián; pero veinte años más viejo. Fingí no conocerlo.
– ¿Adónde va usted? -me preguntó.
Me encogí de hombros y repuse:
– Me da igual un sitio u otro. Estuve veinte años fuera de Moscú.
– Entonces, vamos. Yo seré su guía. A propósito, ¿Desea almorzar conmigo en el "Sofía"? A decir verdad, no me gusta comer solo.
A pesar de los años, no perdía su ímpetu juvenil: en el acto transformóse en guía.
– No viajaremos por la calle Gorki. Todavía no la han reconstruido. Nos deslizaremos por la calle Pushkin, completamente nueva. Este es el programa.
Se sentó en el autodirigido y repitió por el micrófono lo que me había dicho, agregando dónde doblar y dónde pararse. El taxi cerró las puertas en silencio y, tras contornear el jardín, echó a andar por la calle.
– ¿Y cómo paga? -inquirí curioso.
– Muy fácil. Sólo tengo que depositar el dinero en esta alcancía -repuso señalando una ranura cerca del parabrisas.
– ¿Y si no tiene cambio en los bolsillos?
– Entonces molestaríamos a la máquina de cambio.
El taxi viró hacia la calle Pushkin, tan diferente a la de mi época como el Palacio de los Congresos a un club. Esta calle había sido construida con veredas de dos pisos, como en las galerías comerciales, y se unían a través de la calle por medio de puentes parabólicos. Estos puentes unían, además, las casas entre sí, formando encima de la calle un paseo complementario.
– Este paseo fue hecho para los ciclistas. Arriba hay también piscinas, y plazoletas para los helicópteros.
Hacía el papel de guía concienzudamente, saboreando con fruición mi asombro.
Nuestro coche cruzó el bulevar, atravesó la calle Chéjov, transformada por completo, y nos condujo por la calle Sadóvaia hacia el Sofía. La plaza situada delante del Sofía, era muy diferente a la que yo conocía. En ella, alzábase Maiakovski mucho más alto que la columna de Nelson, brillando al sol. El paralelepípedo del restaurante "Sofía", refulgente, jugueteaba con el destello solar.
La sala del restaurante sorprendía de tan sólo entrar en ella: las habituales mesitas blancas con los manteles almidonados mezclábanse con figuras geométricas parecidas a tiendas tejidas con agua y luz.
– ¿Qué es eso? -pregunté absorto.
Zargarián se sonreía, como un mago que gozara de las reacciones futuras.
– Ahora verá. Sentémonos.
Nos sentamos en una de las habituales mesitas.
– ¿No desea que lo vean o lo escuchen?
Haciendo la pregunta y sin esperar mi respuesta, levantó un ángulo del mantel, tocó allí algo y… la sala desapareció. Nos separaba de ella una tienda de lluvia exenta de humedad donde se entrelazaban hilos luminosos. Nos rodeaba un silencio solemne, como en una iglesia desierta.
– ¿Y se puede salir?
– Claro. Es aire sin transparencia. Se realiza gracias a un protector de luz-sonido. Nosotros utilizamos en el laboratorio un protector negro que crea una absoluta oscuridad.
– Lo sé -apunté.
Ahora fue él quien se sorprendió.
Ya estaba aburrido de seguir jugando a las "escondidas".
– ¿Es usted Zargarián? ¿Rubén Zargarián? -le pregunté, seguro de no equivocarme.
– Me reconoció -afirmó riéndose. ¡Ni la barba me ayuda!
– ¡Lo conocí por los ojos!
– ¡¿Por los ojos?! -preguntó asombrado-. ¡Pero si en las revistas y periódicos mis ojos no se distinguen bien! ¿Dónde me ha visto antes? ¿En los documentos científicos?
– ¿Sigue usted estudiando la física de los biocampos? -le pregunté con cuidado.
– Sí.
– Entonces no se asombre de lo que escuchará. Yo le mentí al decirle que estuve veinte años fuera de Moscú. En verdad, no he estado nunca en este Moscú. ¡Nunca! -Me detuve, esperando ver su reacción: él seguía en silencio, mirándome con creciente interés. Y agregué-: Además, yo no soy esta persona que usted está viendo. Soy un viajero de otro mundo. El fenómeno es, seguramente, muy conocido por usted.
– ¿Ha leído mis libros? -inquirió desconfiado.
– Por supuesto que no. En nuestro mundo todavía no los ha publicado, porque allá estamos veinte años en el pasado.
Zargarián saltó de la silla.
– Un momento. Sólo ahora he comprendido. ¿Quiere decir que usted es de otra fase? ¿Es así?
– Exacto.
Quedó en silencio, absorto, y dio un paso atrás. La mitad de su cuerpo fue cubierta por la cortina luminosa de agua. Al reaparecer, se sentó de nuevo en la mesa, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su inquietud. Su rostro empezó a brillar, y en este brillo, se insinuaba el asombro del hombre que ve por primera vez un milagro; la alegría del científico al notar que este milagro se realiza ante sus ojos y la suerte del científico al saber que es capaz de tales milagros.
– ¿Quién es usted? -preguntó al fin-. ¿Cómo se llama y cuál es su profesión?
Me reí y apunté:
– Es extraño hablar en nombre de dos personas, pero no me queda otra alternativa. El nombre es el mismo, aquí y allá. No tengo ningún título, soy una persona corriente. En lo que respecta a la especialidad, aquí soy profesor-cirujano, en tanto que allá soy periodista. Y, como es natural, allá soy veinte años más joven, al igual que usted.
– ¡Qué curioso! -musitó, mirándome con atención inefable. Podía esperarlo todo menos esto. Yo, que he lanzado gente más allá de los límites de nuestro mundo, nunca había soñado encontrar aquí a tal huésped. Pero es natural, porque la materia es idéntica en todas las fases. -Y agregó riéndose-: Y yo estoy aquí y allá, y nos enviamos mutuamente mensajeros. ¿Y quién realizó el experimento?
– Nikodímov y Zargarián -respondí maliciosamente, preparado para otra sorpresa; pero él sólo indagó:
– ¿Cuál Nikodímov?
– Pável Nikítich. ¿Acaso no fue él quien hizo el descubrimiento? ¿No trabaja usted con él?
– Pável murió hace once años sin granjearse fama. De hecho, éste es su descubrimiento. Lamentablemente, los primeros éxitos con los biocampos se lograron mucho más, tarde. Yo llegué al problema por otros caminos, pues soy psicofisiólogo. Su hijo y yo hicimos los experimentos.