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– Sí-í-í-í -afirmó Nikodímov meditabundo-, los indicios son muy claros-. Y, dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Así que a usted le ocurrió la historia de Stevenson? ¿Y usted la explica refiriéndose a Jekyll y Hide, no es así?

– No, de ningún modo. Yo no creo en transmutaciones.

– ¿Y entonces?

– No sé. Estoy buscando una explicación. Por eso los busqué.

– Muy sensato.

– Quiere decir que, ¿hay una explicación?

– Sí.

Al oír la respuesta, brinqué de mi asiento.

– Siéntese -pidió Zargarián-, aquí, en el sillón que le asustó. Le aseguro que es mucho más cómodo que el de Voltaire.

Modestamente hablando, me levanté inseguro de la silla: ese sillón demoníaco me asustaba.

– Las explicaciones vendrán después del experimento -apuntó Zargarián-. Siéntese. ¡Vamos! ¡Vamos! Más rápido, que no le sacaremos los dientes.

Al sentarme en el sillón, me hundí como en un colchón de plumas. En el acto, empecé a notar una sensación de ligereza, casi de imponderabilidad.

– Estire las piernas -me rogó Zargarián.

Por lo visto, él era quien dirigía el experimento.

Las suelas de mis zapatos tocaron unos tornillos de goma. El casco, descendiendo silenciosamente, cubrió mi cabeza con facilidad, como si fuese una gorra blanda.

– ¿Está demasiado libre?

– Sí.

– Permanezca tranquilo, ahora vamos a regular los aparatos.

El casco se ajustó más en mi cabeza, pero yo no sentía nada: su cinta flexible confundíase con mi piel. A pesar de tener mi cabeza cubierta por el casco y la seguridad de que la ventana de la habitación estaba cerrada, un viento vespertino, como si hubiese irrumpido a través de una ventana abierta, enfrió mi frente y removió mis cabellos.

De repente, se apagó la luz, y una tiniebla insondable empezó a flotar en el ámbito, rodeándome.

– ¿Qué sucede? -inquirí.

– Nada anormal, simplemente lo aislamos de la luz.

¿Con qué me aislaron? ¿Una pared? ¿Un gorro? ¿Un capuchón? Toqué mis párpados: el casco no cubría mis ojos. Extendí los brazos pero sólo encontraron el vacío.

– Baje los brazos y no se inquiete. Ahora empezará a dormir.

Me acomodé en el sillón y relajé mis músculos. Y, en realidad, comencé a sentir la llegada del sueño, el acercamiento del nirvana, apagando todos los pensamientos, recuerdos, palabras y estrofas surgidas en mi mente extemporáneamente. Sin saber porqué, recordé un poema: "El sueño es sólo tiniebla, inatención e inconstancia, una alusión a lo animado y, por lo general, no es una mentira malvada". De improviso, surgió en mi mente un pensamiento que se esfumó tan de prisa como su llegada: "¿Cómo me mentirá este sueño que se avecina?" Mis oídos zumbaban, como si en un lugar cercano hubiera un mosquito. Y, en este momento, me llegaron voces claras cuya localización fui incapaz de precisar.

– ¿Cómo está el aparato?

– Algo borroso ha surgido en la pantalla.

– ¿Y así?

– Aún.

– Prueba la segunda graduación.

– Está bien.

– ¿Y la luminosidad?

– Bien.

– Lo conectaré por completo.

Las voces desaparecieron. Me sumergí en la nada silenciosa y sosegada, inundada por la espera de lo extraordinario.

UN SUEÑO LLENO DE SORPRESAS

Entreabrí mis ojos y al momento los cerré: todo daba vueltas en una niebla color de rosa. Las luces de unas lucernas extendíanse por el techo en una parábola resplandeciente. Un corro de mujeres en trajes negros y con los rostros imperceptibles, me rodeaba, gritándome con la voz de Olga: ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Abrí lo posible mis párpados. La niebla se desvaneció. Las lucernas se hicieron una: ahora era un punto que pendía en el techo. El corro de mujeres, aplastándose, se fundía en una sola mujer con la sonrisa y la voz de Olga.

– ¿Dónde estamos? -le pregunté.

– En la recepción.

– ¿Dónde?

– ¿Será posible que lo hayas olvidado? En la recepción de la embajada de Hungría. En el "Metropol".

– ¿Y para qué?

– ¡Dios mío! ¡Pero si nos mandaron la invitación al banquete hoy por la mañana! Yo tuve tiempo hasta de ir a la modista. Y tú lo has olvidado todo.

Yo tenía la seguridad de que no nos habían mandado por la mañana ninguna invitación. O ¿quizás por la tarde, cuando regresé de donde Nikodímov? ¿Qué me pasa? ¿Me está fallando de nuevo la memoria?

– ¿Y qué pasó?

– Bueno, como en la sala nos sofocábamos, propusiste salir al aire libre. Vinimos acá, al hall, y empezaste a sentirte mal.

– Qué raro.

– No, no tiene nada de raro. En aquella sala no se puede ni respirar y tú tienes un corazón muy débil. ¿Quieres beber algo?

– No sé.

Olga me parecía verdaderamente extraña con este traje nuevo que veía por primera vez. Pero, ¿a qué hora pudo haber salido de casa, si yo estuve allí todo el tiempo y no lo noté?

– Espera un minuto, te traeré narzán.

Se alejó, desapareciendo tras una puerta. Continué mirando confuso el conocido hall del restaurante. Lo conocía, mas esto no aligeraba mi situación. No podía recordar, cuándo los húngaros nos mandaron los billetes. Además, ¿por qué razón; si yo no era un individuo famoso, ni académico, ni un deportista conocido? Sin embargo, a pesar de esto, Olga lo tomó como algo corriente y lógico, que cae por su propio peso.

Cuando Olga apareció con el narzán, yo aún permanecía parado en el hall. Ella tenía la impresión de desear con vehemencia regresar a la reunión.

– ¿Y qué? ¿Viste personas conocidas?

– Están todos los jefes -repuso ella animada-: Fiódor Ivánovitch, Raisa y hasta el viceministro.

Si yo no conocía a Fiódor Ivánovich y a Raisa, tanto menos al viceministro. Pero sin osar hablar de esto pregunté tan sólo:

– ¿Por qué el viceministro está aquí?

– Fue él quien nos envió la invitación, pues nuestra policlínica es del ministerio. Seguramente sobraban invitaciones.

Olga no trabajaba en la Policlínica de un ministerio sino en una de las tantas policlínicas de la región. Esto lo sabía con exactitud, pues en un tiempo la habían invitado a trabajar en la policlínica de un ministerio, a lo que se negó.

– Olga, vuelve allá -le insinué-. Yo pasearé un poro: respiraré aire fresco.

Salí a la calzada y empecé a fumar. En el asfalto nadaban revolcándose las luces amarillas de los faros. Por mi lado cruzó un trolebús de dos pisos, rojo como los de Londres, de un tipo que nunca había visto por nuestras calles: en su costado, arriba y abajo de la línea de ventanas, un letrero anunciaba: Vea la nueva película francesa "El hijo de Montparnasse". No había oído hablar de esa película. ¿Qué es lo que le pasa a mi memoria? Me olvido de todo.

A lo lejos, a la izquierda del teatro Bolshói. brillaba un cuadrado gigantesco de neón, por el que corrían, en el aire, letras luminosas con noticias: "…Terremoto en la India… Un gruño de médicos especialistas vuela a la India…". Era un periódico luminoso. Y, de nuevo, ignoraba cuándo lo habían instalado.

– ¿Estás tomando el fresco? -me preguntó una voz conocida.

Al darme vuelta, vi a Kliónov, quien había salido del restaurante.

– Sí -le contesté.

– Yo me voy -afirmó-. No puedo beber a causa de mi úlcera. Lo saludé, y es suficiente.

– ¿A quién saludaste?

– A Kemenesh, el que nos invitó… El nuevo agregado de prensa.

Tibor Kemenesh, un estudiante húngaro que hablaba ruso, fue nuestro cicerone en Budapest. Recorrí con él la desconocida ciudad, después que me dieron de alta en el hospital donde estaba convaleciente. Pero, ¿cuándo Kemenesh había sido nombrado agregado de prensa de la embajada húngara en Moscú? ¿Y por qué sólo ahora me enteraba de esto?

– La gente progresa y nosotros nos estancamos, viejo -aseveró Kliónov suspirando-. Estamos siempre en un círculo vicioso.

– A propósito de círculo vicioso. No podremos escribir el artículo -le dije.

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