LA LLAVE
Zargarián vivía en Yugo-Zapad, en un edificio moderno. Entré. El propio Zargarián abrió la puerta invitándome a entrar, y, en silencio, pasamos a su gabinete. Era alto, ágil, moreno y llevaba el pelo corto. Su aspecto tenía cierta similitud con los héroes del neorrealismo italiano. No parecía mayor de treinta años.
– Permítame que le pregunte -empezó diciendo, atravesándome con sus severos ojos-, ¿qué lo trae por acá? Sí, sí, comprendo: sueños extraños, etc., etc… Pero, ¿por qué le era necesaria justamente mi consulta?
– Después que le relate todo, comprenderá que no hace falta responder a su pregunta.
– ¿Sabe usted algo acerca de mí?
– Antes de la tarde de ayer, no tenía idea de su existencia.
– ¿Y qué fue realmente lo que sucedió ayer por la tarde?
– Estoy sinceramente satisfecho de que comencemos por ahí -le dije resueltamente-. No vine porque me inquieten los sueños, ni porque usted sea especialista en sueños, como lo considera Zoia, la que trabaja en el Instituto de Informaciones, sino por otros motivos. A propósito, no trabajo en el instituto, soy periodista -aquí noté una mueca de disgusto en su rostro-. Quiero señalarle que no vine por una interviú, pues no me interesa su trabajo; más bien, no me interesaba. Le repito que, antes de la tarde de ayer, no había oído su nombre; no obstante, lo escribí en mi libreta de apuntes en estado de inconsciencia…
– ¿Qué quiere usted decir con "estado de inconsciencia"? -interrumpió.
– Quizás no lo defino bien. Yo estaba consciente; pero no recuerdo nada de lo que hablé, ni de lo que hice. Yo, sencillamente, no existía, en mi lugar actuaba algún otro; y justamente ese otro fue quien escribió esto en mi libreta.
Abrí la libreta y se la entregué a Zargarián. El leyó lo escrito y, mirándome de soslayo, inquirió:
– ¿Por qué lo escribieron dos veces?
– La segunda vez lo escribí yo, para comparar la letra. Como puede notar, la primera nota no la hice yo, o sea, no es mi letra. Por lo demás, no es la letra ni de un sonámbulo, ni de un lunático, ni de uno que haya perdido la memoria.
– ¿Su esposa vive en la calle Griboédov?
– No. Mi esposa vive conmigo en la avenida Kutúzov. Además, en la Griboédov no hay ninguna casa con ese número, y la mujer que ahí se menciona no es mi esposa; sino una amiga, una compañera de estudio, que a su vez, no vive tampoco en esa calle.
Leyó de nuevo la nota y quedó pensativo. Luego, preguntó:
– ¿Y sobre Nikodímov? ¿Tampoco ha oído nada?
– Tanto como sobre usted. Sólo he averiguado que es un físico con aspecto de pájaro de mal agüero y enemigo de las recepciones. Tenga en cuenta que son los informes del Instituto de Informaciones.
Zargarián lanzó una carcajada. En ese momento, noté que no era un individuo severo, sino bondadoso, y, posiblemente, alegre.
– En rasgos generales, es una descripción exacta -afirmó-. ¡Vamos! ¡Sigamos adelante:
Y empecé mi relato.
A pesar de que poseo la capacidad de contar los hechos de modo pintoresco y humorístico, Zargarián, en todo mi relato, permaneció impávido, mostrando apenas un leve interés. Sólo cuando dije "la multiplicidad de los mundos", levantando sus cejas, preguntó:
– ¿Ha leído algo acerca de eso?
– No recuerdo, quizás…
– ¡Continúe, por favor!
Concluí mi relato haciéndole rememorar a Stevenson y sus Jekyll y Hide. Y agregué:
– Pero lo más extraño es que sólo esta mística fantasmagórica puede explicarlo todo, en tanto que carezco de una aclaración razonable.
– ¿Cree usted que, justamente esto es lo más extraño? -preguntó distraído, leyendo la nota de mi libreta-. Nuestros científicos se negaron a plantear este problema en el Instituto del Cerebro; pero ellos lo aceptaron.
Lo miraba sin comprender nada.
– ¿Está relatándolo todo tal como sucedió? -preguntó de pronto, atravesándome nuevamente con sus ojos.
– Sí.
– ¿Y me ha hablado de dos mundos idénticos, semejantes, en los que existe Moscú con otras ornamentaciones y donde viven usted y sus conocidos? ¿No es así?
– Exacto.
– ¿Y allá usted está casado con otra mujer, vive en otra calle y tiene amistad con Zargarián y Nikodímov, a los que no conoce aquí?
Asentí con la cabeza.
Se levantó y empezó a caminar por la habitación, esforzándose en ocultar su visible emoción:
– Cuénteme ahora sobre sus sueños, porque considero que todo tiene cierta relación.
Le conté mis sueños. Ahora, sus ojos me miraban con evidente interés.
– Quiere decir que una vida ajena, ¿eh? Una calle, un camino que se desliza hacia un río, una galería comercial… Y todo esto surge con precisión, como en una fotografía. -Hablaba lentamente, sopesando cada palabra, como si razonara en voz alta-: ¿Y lo recuerda todo? ¿Claramente? ¿Con todos sus detalles?
– Sí, hasta los mosaicos del suelo.
– ¿Y lo conoce todo, hasta las cosas más menudas?
– Sí.
– ¿Y le parecía que había estado allí cientos de veces y que hasta posiblemente había vivido allí; a pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa?
– A pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa -repetí.
– ¿Y qué dicen los médicos? Ellos seguramente le habrán aconsejado -dijo, con cierta picardía.
– ¿Y qué es lo que pueden decir? -repuse, eludiendo la respuesta-: Excitación… inhibición. Eso lo sabe cualquiera: de día, la corteza cerebral se encuentra en estado de excitación; de noche, en estado de inhibición: y los sueños nacen del montaje de las impresiones del día…
Fui interrumpido por la carcajada de Zargarián:
– Un montaje de atracciones, igual que en el circo, ¡ja, ja, ja!
– ¡Pero si yo no creo en eso! -exclamé rabioso-. ¡Si yo recuerdo todos los detalles, desde las hojas de los árboles hasta el clavo de una ventana. ¡Y los sueños se repiten como si fuesen una misma película! Cada semana vuelvo a ver algo ya visto. Se dice que en los sueños se ve sólo aquello que se vio en la realidad. Entonces, ¿a mí qué me pasa?
– Sobre lo que acaba de afirmar escribió Séchenov. Él, después de interrogar a un grupo de ciegos, comprobó que soñaban solamente con aquello que vieron en su estado vidente.
– ¡Pero si yo no he visto nunca nada de eso! -exclamé-: ¡Ni en la vida, ni en el cine ni en los cuadros! ¡En ninguna parte! ¿Comprende? ¡En ninguna parte!
– ¿Y si lo ha visto? -preguntó riendo maliciosamente.
– Pero, ¿dónde? -le grité.
No respondió. Tras tomar en silencio un cigarrillo y darle dos chupadas, me dijo en tono de excusa:
– Perdóneme, olvidé invitarlo. ¿No fuma?
– Todavía no me ha respondido -repuse intrigado.
– Responderé a su debido tiempo. Tendremos conversaciones interesantes y extensas. No se imagina qué grandes descubrimientos haremos con este encuentro. Los científicos esperaban este minuto desde hacía años. ¡Soy un hombre feliz, sólo esperé cuatro años! -exclamó, y agregó preguntando-: ¿Está usted libre? ¿Me podría regalar un par de horas más?
– Con mucho gusto -contesté desconcertado, sin comprender nada.
Su brusca transformación, su excitado y palpable interés, me turbaron. ¿Qué tenía de raro mi relato? ¿Tendría Galia razón al decirme que aquí estaba la llave de lo sucedido?
En tanto que estos pensamientos me daban vueltas por el cerebro, Zargarián se esforzaba en comunicarse con alguien por teléfono.
– ¿Pável Nikítich? Soy yo, Zargarián. ¿Te quedarás en el instituto por mucho tiempo? Maravilloso. Ahora mismo te llevaré a un compañero. Sí, está aquí conmigo. ¿Que quién es? Ni te lo imaginarías. Es aquél con quien soñábamos durante todos estos años. Con lo que me contó, se corroboran todas nuestras conjeturas. ¡Todas! Difícil es figurárselo. La cabeza me da vueltas. No, no estoy borracho; pero pronto lo estaré. Por ahora vamos para allá. Espéranos.
Colocó el auricular y se volvió hacia mí: