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¡SÉSAMO, ÁBRETE!

Entré al laboratorio de Fausto, nervioso, asustado, como en los exámenes. Recordaba una y otra vez los "sueños" -por costumbre, así los llamaba, aunque tenía la plena convicción de que no eran sueños-, y sopesaba cada una de sus circunstancias y detalles, y llegaba a conclusiones.

– ¿Ya lo tiene preparado? -preguntó Zargarián alegre al recibirme.

– ¿Qué?

– El relato, por supuesto.

Me miraba de soslayo, con burla. Y, en el acto, mi desconcierto fue reemplazado por la rabia:

– Su tono no me gusta.

Una larga risa fue su respuesta:

– Desembuche todo lo que no le guste. El grabador aún está desconectado.

– ¿Cuál grabador?

– "Yauza-diez". Tiene un sonido maravillosamente limpio.

No me sentía preparado para esto. Una cosa es hablar simplemente y otra hablar frente a un magnetófono. Me turbé.

– Siéntese y comience -me animó Nikodímov-. Deje, pues, un vestigio en la ciencia. Imagínese que frente a usted hay una linda estenógrafa.

– Pero sin relatos inverosímiles -agregó Zargarián con escarnio-: la cinta es supersensitiva y se apagaría en el acto.

Como un niño, le saqué la lengua: mi embarazo había desaparecido como por arte de magia.

Comencé mi narración, y, mientras más la prolongaba, se hacía más pintoresca. No solamente relataba, sino que, mirando el pasado, aclaraba y comparaba, parangonando la realidad con lo visto, y mis emociones con las imágenes posteriores. La afectada ironía de Zargarián se disipó ipso facto: escuchaba apasionadamente, interrumpiéndome sólo para cambiar el carrete del grabador. Yo resucitaba todo lo vivido en el sillón: el odio de Lena en el hospital; el rostro de Sichuk contraído por la rabia; la sonrisa mortecina de Oleg, en la mesa de operaciones; todo lo que recordaba, lo que me había estremecido y me estremece al grabar en la cinta esos recuerdos vivos.

– O sea, que no ha visto todavía la galería -apuntó Zargarián, meditabundo y acongojado. Ni el camino hacia el lago. ¡Qué pena!

– Espera, Rubén -prorrumpió Nikodímov-. El asunto no está ahí precisamente. Observa cómo las fases son casi idénticas: la misma época, las mismas personas.

– No por completo.

– Existen, por supuesto, desviaciones insignificantes.

– Pero existen.

– Matemáticamente, no existen.

– ¿Y la diferencia en los signos?

– ¿Acaso eso cambia al hombre? Sólo el tiempo, quizás. Si se lograra la fase negativa, posiblemente se realizaría un tiempo de encuentro.

– No estoy convencido. Quizás exista sólo otro sistema de referencia.

– De todas maneras exclamarán: ¡Eso es una ficción! Pero, ¿y dónde dejaremos el raciocinio?

– Si no pecas contra la razón, no lograrás nada en el mundo. ¡¿Sabes quién lo dijo?! Einstein.

La conversación seguía siendo incomprensible para mí. Tosí.

– Perdone -dijo Nikodímov turbado-. Nos apasionamos demasiado. Sus sueños no nos dejan tranquilos.

– ¿Son sueños? -indagué dudoso.

– ¡Ah!, ¿duda? Eso quiere decir que ha pensado en ello. ¿No cree que sería mejor empezar a aclararlo con su explicación?

Recordando la carcajada de Galia y sin temor a escucharla de nuevo, repetí obstinado el mito sobre los Jekyll y Hide que se encuentran en los cursos del espacio-tiempo. En mi relato imperaba el antimundo, la multiplicidad de los mundos y la mística; porque no tenía otra explicación. ¿Y en qué otra cosa podría creer?

Nikodímov ni se rió, sólo preguntó:

– ¿Ha estudiado física?

– Sí, pero apenas un curso elemental -repuse mientras pensaba: "ahora empezará lo terrible". Sin embargo, Nikodímov sólo acarició su barbita y afirmó:

– Buena preparación es ésa. Y con la ayuda de esos conocimientos, ¿cómo se imagina la multiplicidad de los mundos? Digamos, por ejemplo, en las coordenadas cartesianas.

Escrutando mi memoria, encontré la utopía de Wells, donde mister Barnstaple recorre un camino sin doblar hacia los lados. Así se lo relaté a Nikodímov.

– Excelente -apuntó Nikodímov-, empezaremos desde ahí. ¿Con qué compara Wells nuestro espacio tridimensional? Con un libro en el cual cada página es un mundo de dos dimensiones. Siendo así, sería posible suponer la existencia en nuestro espacio multidimensional de mundos vecinos tridimensionales que se desarrollasen paralelos, relativamente, en el tiempo. Esto es según Wells. Cuando él escribió su novela, después de la Primera Guerra Mundial, el genial Dirac era aún muy joven. Dirac logró fama en los años treinta, al exponer su brillante teoría. Usted, naturalmente, se imagina lo que es "el vacío de Dirac".

– Más o menos -afirmé con cautela-. En general no es un vacío, sino algo así como una papilla neutrina-anti-neutrina, como el plankton en el mar.

– Muy metafórico; sin embargo, no deja de tener sentido -aceptó Nikodímov-. Así, este plankton formado por partículas elementales y este gas neutrino-antineutrino, forman como si fuera una línea divisoria entre el mundo con el signo de "más" y el mundo con el signo de "menos". Hay científicos que buscan el antimundo en otras galaxias; yo prefiero buscarlo aquí, junto a nosotros. Y no sólo busco la simetría mundo-antimundo, sino lo infinito de esa simetría. Así como en el ajedrez hay una variedad infinita de combinaciones, aquí también hay una variedad infinita de mundos y antimundos coexistentes. ¿Y cómo me imagino tal coexistencia? ¿Cómo una existencia geométricamente aislada, estable? No, de un modo completamente distinto. De una forma simple, pienso en lo ilimitado de la materia, en la eternidad de su movimiento capaz de crear todos estos mundos por una coordenada desconocida, o más bien, por cierta sucesión de fases…

– Entonces, ¿dónde está el movimiento corriente? -interrumpí perplejo-. Yo también soy una partícula de materia; sin embargo, me muevo en el espacio independientemente de vuestro cuasimovimiento.

– ¿Por qué "cuasi"? Simplemente uno no depende del otro. Usted se mueve en el espacio independientemente de su propio movimiento en el tiempo; envejece por igual, ya en su casa, como en la calle. Pues, esto mismo ocurre aquí. Por ejemplo: en un mundo usted puede viajar en barco, y en otro, al mismo tiempo, puede jugar al ajedrez o comer en su casa. Además, en la repetición ilimitada de mundos, usted puede viajar, trabajar, enfermarse; aunque en otra cantidad incontable de mundos semejantes puede no existir, ya sea a causa de un accidente o por el hecho de que no nació. Espero que me haya comprendido.

– Sí, he comprendido.

– Necesita un ejemplo vivo para comprender, afirmó Zargarián. -Y, mirándome fijamente, agregó-: Imagínese un film. En un cuadro usted vuela en un avión, en otro dispara con una pistola, en otro es matado; en uno crece un árbol y en otro fue cortado; en uno la estatua de Pushkin está en el bulevar de Tverskói y en otro en el centro de la plaza. En una palabra, una vida en cuadros moviéndose, digamos, verticalmente, de abajo hacia arriba y al revés. Ahora, imagínese esta vida en cuadros, pero moviéndose horizontalmente desde cada cuadro, ya sea a la derecha o a la izquierda. He ahí un modelo aproximado de la materia en el espacio multidimensional. ¿Y cuál es la diferencia esencial entre el modelo y el objeto modelado?

No respondí. ¿Para qué adivinar?

– En que no hay cuadros idénticos; pero sí mundos.

– ¿Mundos parecidos?

– No sólo parecidos -prorrumpió Nikodímov-. Aún no conocemos la ley por la cual se mueve la materia en esta dimensión. Tomemos como ejemplo la ley sinusoidal, la más simple, una sinusoide corriente: la variación más ínfima de la curva nos da la correspondiente variación de la función; o sea, otro mundo. Pero dentro de un período obtendremos aquel mismo valor del seno y, en consecuencia, aquel mismo mundo; y así sucesivamente hasta lo infinito.

– ¿Quiere decir, que yo hubiera podido caer en un mundo como el nuestro? ¿Exactamente igual?

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