– A la una -contesté meditabundo y mirando a Zargarián-, estuvimos tú y yo en el "Sofía".
– ¿Estás loco?
– No, no estoy loco, ni delirando. Estuve contigo; aún llevabas una barba larga y tenías veinte años más. En una palabra, nos vimos en Moscú hacia el final de siglo, en el "Sofía". A propósito, aquel "Sofía" era muy diferente de éste, hasta Maiakovski parecía distinto. -Suspiré y agregué-: Y tú me lanzaste a cien años hacia el futuro. En ese momento, ustedes me perdieron… en el segundo disparo.
Ellos me miraban dudando de mis palabras. Y yo, sin fuerzas para levantarme del asiento, continué:
– ¿No lo creen? Naturalmente, es muy difícil creerlo, es demasiado fantástico. A propósito, ellos tienen en el laboratorio una pantalla parabólica con el panel movible; y en el techo una piscina… -Tragué saliva y callé.
– Necesitas un trago de coñac -dijo Zargarián.
Tomó medio vaso de coñac, batió en él dos yemas de huevo y, casi derramándolo por el nerviosismo, me lo dio.
La bebida me ayudó a continuar. Y continué. Y, mientras relataba mis aventuras, me miraban estupefactos, fascinados como si veneraran a un Dios. Luego, llegaron las preguntas y tuve que rememorar de nuevo el monoriel, el paralelepípedo del "Sofía", el sillón sin casco, la habitación vitalizadora, la invisible enfermera Vera-séptima, el "Himec" y su glosario, y la fantástica aventura de Yulia, donde se reflejaba el empuje de aquel siglo: Y cuando empecé a hablar sobre mi encuentro con Erik, una chispa encendió mi mente.
– ¡Denme un papel! -grité ronco-. ¡Rápido! ¡Y un lápiz!
Zargarián me entregó una estilográfica y una libreta. Cerré los ojos. Veía las fórmulas completamente claras, como si estuviesen ante mis ojos: las líneas de cifras y letras que creaban las fórmulas de los cartones del "Himec". Podía reproducirlas una tras otra sin omitir nada y sin confundirme, haciendo surgir con claridad en este mundo lo grabado en otro. Escribía a ciegas, escuchando la voz de Zargarián: "Mira, mira… escribe automáticamente, con los ojos cerrados". En verdad, así escribía, sin abrir los ojos y sin detenerme, con rapidez febril y exactitud. Hasta que al fin estampé en el papel la última ecuación matemática.
Cuando abrí los ojos, el rostro de Nikodímov estaba pálido, mirando con éxtasis lo escrito en el papel.
– Esto es todo -dije, dejando caer la estilográfica.
Nikodímov tomó la libreta.
– Esta matemática es complicadísima -afirmó, dándole la libreta a Zargarián-. Sin la ayuda de la computadora no se logrará nada. Hay que calcular como se debe.
Nikodímov y Zargarián pasaron dos meses sin poder desentrañar los secretos encerrados en las fórmulas. Junto con ellos lo intentaron académicos, estudiantes y graduados. Hasta que al fin, Yuri Priválov, el doctor en ciencias matemáticas más joven del mundo, pudo lograrlo. Ahora, gracias a una base matemática sólida, traída del futuro, la teoría de fases Nikodímov-Zargarián estaba corroborada. Las ecuaciones se llamaron desde este momento de Shual-Priválov.
Olga duerme, iluminada débilmente por el reflejo de mi lámpara. En su rostro se insinúa cierta inquietud. Antes, había expresado su temor a la propaganda. "Complicará nuestra vida" -había dicho-. No dejo de admitir que mi vida va adquiriendo el plumaje idiota de los artistas de Hollywood. Los reporteros extranjeros me persiguen por las calles. Mi teléfono suena de día y de noche. Y una redacción norteamericana me ha ofrecido sumas fabulosas por mis impresiones; pero prefiero entregárselas a las páginas de las revistas soviéticas. Kliónov bromea diciéndome que de todas maneras debo terminar "Viaje por tres mundos".
No estoy de acuerdo. No son tres mundos, son más. Y entre ellos está el mundo que no pude ver, ese mundo”. como un cuento de hadas, el mundo de Yulia y Erik.
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