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Me sonreí. Nikodímov esperaba mi respuesta: estaba tranquilo como una momia. Qué diferentes eran ellos. He aquí, pues, en verdad: "los versos y la prosa, el hielo y la llama". Y esta llama, Zargarián, echó chispas a mi espalda y, haciendo un gran ruido con la silla, se levantó.

– Bueno, pues, posterguemos… -empecé diciendo lentamente, mirando de reojo a Nikodímov-…posterguemos las conversaciones sobre los riesgos hasta después del experimento.

Todo lo que ocurrió luego transcurrió en algunos minutos, quizás segundos. No recuerdo: sillón, casco, captadores, palabras sueltas de una conversación… y, por fin, el silencio, las sombras y la niebla colorida en un remolino.

UN DÍA EN EL PASADO

El remolino se detuvo. La niebla se hizo transparente, adquiriendo el tono gris opaco de una mañana de primavera. Y surgió ante mis ojos un patio lleno de basura, con charcos cubiertos de una escarcha gris, junto a la empalizada se insinuaba la nieve sucia del desierto y casi a mi lado, un furgón verde oscuro con las puertas posteriores abiertas de par en par.

Un fuerte golpe en la espalda me lanzó al suelo. Caí en un charco, haciendo crujir la escarcha.

Alguien gritó a mi espalda, me levanté a duras penas y otro golpe en la espalda me arrojó contra el furgón, de allí se extendieron unas manos que me atraparon y me subieron. Se cerró la puerta tras de mí y escuché el motor y el chirrido de los neumáticos al arrancar.

Al caer me estrellé la cabeza contra un banco y le dolor fue insoportable. Nuevamente unas manos amigas se extendieron hacia mí, me agarraron y me colocaron en el banco…

En la semioscuridad que me rodeaba no podía ver al dueño de las manos, que estaba sentado enfrente.

– Agárrese al banco -me advirtió-. Estos caminos son horribles.

– ¿Dónde estamos? -le pregunté, con voz sorda y áspera.

– En Kolpinsk, un antiguo centro de distrito. Mire por la ventanilla y lo verá.

Me acerqué a la ventanilla cuadrada y sin vidrios y cerrada por tres barras de hierro. Se veían depósitos de agua, caminos vecinales que se acercaban a la brecha de una pared; casitas bajas de un solo piso; el letrero de estera colgado en una casa de empeño escrito con pintura negra; álamos desnudos en el borde de una sucia calle desierta que se extendía hacia lo lejos carente de atractivo. Caminaban por ella transeúntes meditabundos.

– Usted perdone -le dije a mi acompañante- pero a mi memoria le ha sucedido algo.

– Aquí no sólo inutilizan la memoria, sino hasta el alma -repuso con viveza.

– No recuerdo nada, ni el año en que estamos, ni el mes, ni el día… No se asuste: no estoy loco.

– Ya no me asusto de nada. En realidad mejor es tratar a un loco que a un Judas. Sí, éste es un año difícil: mil novecientos cuarenta y tres; al final de enero o a principio de febrero. No es necesario ni imprescindible recordar el día, ya que de todas maneras no viviremos hasta mañana. ¿En cuál cámara está usted encerrado?

– No sé -respondí.

– Posiblemente en la sexta. Allá llevaron ayer a un piloto derribado, directamente del hospital urbano. Lo curaron y lo metieron en la cámara. ¿No es usted?

No contesté y empecé a recordar cómo había sucedido todo, o más bien, cómo pudo haber sucedido. En enero del cuarenta y tres, cuando volábamos desde el territorio guerrillero en el bosque Skripkin, a nuestra base, nos sorprendieron las baterías alemanas; pero nuestro avión pudo salir ileso y llegamos sin novedad. En esta fase espacio-tiempo, por el contrario, quizás no salimos ilesos. Y al hospital urbano llevaron al pasajero herido y no al piloto. Del hospital lo condujeron a la cámara sexta y de allí… a "confesar", como dijo mi acompañante. Lo que él sobreentendía por esta palabra no necesitaba explicación.

Los dos quedamos en silencio, y, tan sólo cuando el camión se paró y el picaporte de la puerta empezó a rechinar, él me susurró al oído algo que no pude entender y que no tuve tiempo de saber, pues saltó a la calzada y, separándose de la escolta, me ayudó a bajar. Un golpe de culata en su espalda lo lanzó hacia la entrada. Tras él seguí yo.

Los soldados alemanes caminaban deprisa a nuestro lado, gritando con estridencia:

– ¡Schnell! ¡Schnell!

Nos separaron en el primer piso, donde a mi acompañante no le vi el rostro, lo condujeron por el corredor hacia otro lugar. A mí me arrastraron por la escalera a un entresuelo; exactamente me arrastraron, pues cada puntapié significaba para mí una caída. Así, me llevaron hasta una habitación tapizada de azul donde un rubio obeso, con ojos azules infantiles, estaba sentado solemnemente tras la mesa. Su negra guerrera de S.S. le quedaba como la camisita a un escolar. Su figura misma tenía el aspecto de los chicos gorditos de los anuncios alemanes de artículos de confitería.

– Puede sentarse. Hier -dijo señalando un sillón de felpa situado cerca de la mesa y posiblemente sacado de algún teatro local.

Las piernas se me doblaban y la cabeza me daba vueltas. Me senté sin ocultar la gran satisfacción que experimenté, la que fue notada en el acto.

– Usted haber mejorado. Muy bueno. Ahora, ¡hablar la verdad! ¡Wahrheit! -gritó el de cara de niño, y se calló, a la expectativa.

Yo también callé. La sensación de alejamiento que experimentaba, desconectándome de todo lo que ocurría, me libraba del terror, con razón, porque esto no sucedía en mi vida, ni conmigo, y este cuerpo enclenque y demacrado con un chaquetón sucio y botas de soldado, no era mi cuerpo, sino el de otro Serguéi Grómov que existía en otro tiempo y espacio. Con tales pensamientos me consolaban la física y la lógica; empero la fisiología los refutaba con dolor en cada uno de mis suspiros y en cada uno de mis movimientos. Ahora, éste era mi cuerpo y debía recibir todo lo que le tuvieran preparado. Inquieto, me pregunté: ¿me bastarán fuerza, firmeza, valentía y dignidad para soportarlo?

En los días de la guerra, la cosa era mucho más simple, pues la misma existencia del conflicto bélico y la vida de aquel entonces nos había preparado espiritualmente en un espíritu combativo y severo, capaz de soportar todas las torturas. Así de preparado estaría seguramente el Serguéi Grómov, a quien sustituía. Pero, ¿y yo? ¿Acaso estaba preparado? Por un instante sentí un escalofrío agobiador y…, siento confesarlo: miedo.

– ¿Usted comprender a mí? -inquirió él.

– Sí -respondí, asintiendo con la cabeza.

– Entonces hablar. ¿Wieviel Soldaten er hat, Stólbikov? ¿Cuántos tener en el destacamento? ¿Sóldaten, guerrilleros, cuántos?

– No sé -contesté.

No mentía. En realidad, ignoraba la cantidad de guerrilleros que se encontraba bajo la dirección de Stólbikov. Esa cantidad variaba constantemente: unas veces algunos grupos salían de reconocimiento y no regresaban durante semanas, otras el destacamento crecía con el ingreso de nuevas fuerzas guerrilleras que operaban en regiones vecinas, etc. Además, el Stólbikov de mi mundo tenía una tropa guerrillera con una composición determinada y quién sabe cuál era la del Stólbikov de este espacio-tiempo; quizás diferente a la primera. Es curioso. ¿Si yo le dijese todo lo que sé, coincidiría con la realidad que le interesa saber?

– ¡Hablar la verdad! -repitió, con más severidad-: Así es mejor. Wahrheit ist besser.

– De veras no sé nada.

Sus ojos azules se encendieron.

– ¿Dónde está su documento? ¡Hier! -chilló, lanzando a la mesa mi cartera. Yo no estaba convencido que era la mía, pero me lo suponía. Nosotros saber todo. ¡Alles!

– Si lo sabe, ¿para qué pregunta? -repuse tranquilo.

Antes de que pudiera contestarme, el teléfono empezó a zumbar. El gordo, con una extraña agilidad, tomó el auricular y se puso firme. A medida que escuchaba, su rostro iba adquiriendo paulatinamente el signo de la obediencia y la admiración, mientras aprobaba en alemán, golpeando continuamente los tacos. Cuando terminó, colgó el auricular, tomó "mi" cartera, la colocó en uno de los cajones de la mesa y empezó a marcar un número en el teléfono.

20
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