– A usted lo sacarán ahora -me dijo-. Reine Zeit. Tres horas en la cámara -siguió diciendo, señalando hacia abajo con el pulgar. Pensar, recordar y hablar. De otro modo: mal. Sehr schlecht.
Me condujeron a un sótano y, allí, a empellones, me lanzaron a un henil sin ventanas. A oscuras, toqué mi derredor: piedras húmedas y pegajosas de moho cubrían toda la pared, mientras un fango líquido y viscoso extendíase por el suelo, agobiando más aún mi ánima atribulada. Mis piernas no me sostenían y, sin osar acostarme, recliné mi cuerpo en cuclillas a la pared: "Después de todo, así se está más seco".
La prórroga concedida me permitía la esperanza de un resultado feliz: el experimento podría terminar y el afortunado Hide abandonaría al desgraciado Jekyll. Pero, en el acto, me avergoncé de estos pensamientos. Galia y Kliónov, sin contemplaciones, me hubiesen llamado cobarde. Nikodímov y Zargarián no lo hubiesen dicho, pero lo hubiesen pensado, acongojados, al igual que Olga. Por suerte, recapacité, y comprendí que respondía por dos: por él y por mí. Adivinaba, o más bien, sabía cuál hubiese sido su actitud en este caso, porque él era yo; la misma partícula de materia en una de sus formas de existencia tras los límites de nuestras tres dimensiones. Este hecho, esta situación en la que estoy, pudo haber cambiado su sino, pero no su línea de conducta. Todo estaba claro. Y yo no tenía otra alternativa; no tenía derecho a desertar con la ayuda mágica de Nikodímov. Si Nikodímov me llevaba a mi mundo, le rogaría el regreso a este henil.
Quizás me dormí a pesar de la humedad y del frío, pues surgieron sueños en mi mente: el bigotudo Stólbikov con su papuja, una mujer madura con guerrera y el rifle colgando al pecho cortando con un cuchillo una hogaza de pan; niños desnudos sentados en una lenteja de agua a la orilla de un estanque. Reconocí en seguida este estanque y los pinos que cabeceaban en su orilla. Y vi el camino que desembocaba en el estanque, entre desfiladeros arcillosos. He aquí el sueño que veía antes. Ahora sabía su origen.
Los sueños disminuyeron mi prórroga. El gordo agente de la S.S. me llamó de nuevo. Fui conducido ante su presencia. Esta vez no se reía.
– Bueno, ¿y qué? -prorrumpió-. ¿Hablarás?
– No -repuse.
– Schade -dijo-. Ponga su mano en la mesa. Los dedos así -señaló, mostrándome su palma regordeta con los dedos abiertos semejantes a salchichas.
Obedecí. No negaré que tenía miedo, pero hasta ir al dentista es horrible y, sin embargo, vamos. El gordo sacó de la mesa un trozo de madera con mango y gritó:
– ¡Ruhig!
La madera me golpeó con saña en el dedo meñique. Mis huesos chasquearon y un dolor bestial rodó hasta el pecho. A duras penas pude reprimir un grito de dolor.
– ¿Te gus… tó? -musitó, prolongando la palabra, y agregó-: ¿Hablas o no?
– No, no hablaré -repuse.
La madera subió de nuevo en el aire; pero involuntariamente retiré mi mano.
El gordo se echó a reír:
– La mano retiras, la cara no retiras -y diciendo esto me golpeó con la madera en el rostro.
Perdí el conocimiento y, de inmediato, volví en mí. En un lugar cercano conversaban Nikodímov y Zargarián.
– No hay campo.
– ¿Nada?
– Nada.
– Prueba la otra pantalla.
– Tampoco.
– ¿Y si aumento?
Siguió un silencio. Después, Zargarián contestó:
– Ya hay. Pero la visión es muy débil. ¿Quizás duerme?
– No, no duerme. Registramos hace media hora la activación de los sistemas hipnógenos y después se despertó.
– ¿Y ahora?
– No. veo.
– Ahora aumento.
Yo, entremeterme en la conversación, no podía. Mi cuerpo flotaba en el vacío ilimitado. ¿Dónde estaba mi ser? ¿En el sillón del laboratorio o en la cámara de torturas? No sé.
– ¡Hay campo! -gritó Zargarián.
Abrí los ojos; más bien los entreabrí, porque hasta el pequeño movimiento de las cejas me provocaba un dolor agudo y penetrante. Una cosa salada y caliente corría por mis labios; mis manos ardían como si estuviesen dentro de un crisol.
La habitación me parecía llena de agua turbia y temblorosa, a través de la cual se insinuaban dos figuras con uniformes negros. Una era la de "mi" gordo, y la otra desconocida, más flaca y simétrica.
Los dos individuos conversaban en alemán, rápido y de manera entrecortada. No los comprendía, por lo tanto en mí no existía ningún deseo de escucharles. Sin embargo, según pude notar, hablaban de mí. Primeramente oí el apellido Stólbikov, después el mío.
– ¿Serguéi Grómov? -le preguntó el flaco al obeso, asombrado, y le dijo algo incomprensible para mí.
El gordo corrió a mis espaldas y, con cuidado, me limpió el rostro con su pañuelo oloroso a perfume y sudor. Ni me moví.
– Grómov… Seriozha -repetía en ruso el otro S.S. inclinándose hacia mí-. ¿No me reconoces?
Miré su rostro, y… cuál no sería mi asombro al ver a mi compañero de clase Genka Müller, aunque un poco más viejo.
– Müller… -musité y, otra vez, perdí el conocimiento.
EL CONDE SAINT-GERMAIN
Desperté en otra habitación, incómoda, amueblada con ostentación pequeño-burguesa. En un rincón había una vitrina panzuda con objetos de cristal; en otro un armario de caoba; en el medio un diván de felpa con rulos redondos; sobre la puerta un frondoso cuerno de reno y a un lado una copia de la Virgen de Murillo en un marco ancho y dorado. Posiblemente todo esto había sido acumulado por una autoridad regional o, quizás, fue traído a este nido para alegrar el descanso de los oficiales de campaña.
El oficial, desabrochándose la chaqueta perezosamente, estaba en el diván, rodeado de revistas ilustradas. Yo lo observaba furtivamente sentado en un sillón de cordobán cerca de una mesa servida para la cena. Mi mano vendada casi no dolía. Sentía un hambre atroz, pero mantuve silencio, tratando de no denunciarme ante mi ex compañero de estudios.
Conocía a Genka Müller desde los siete años. Ingresamos juntos a la escuela en uno de los callejones de Arbat, y durante nueve años compartimos adversidades y alegrías. Su padre, Müller, especialista en máquinas de tricot, llegó a la URSS desde Alemania después del Tratado de Rapallo y trabajó en diferentes fábricas de Moscú. Genka nació en Moscú y nadie lo consideraba un extranjero: hablaba el ruso muy bien, estudiaba como nosotros, leía los libros que leíamos y cantaba las canciones que formaban parte de nuestra vida cotidiana. En la clase no lo querían, por su arrogancia y fanfarronería; hasta yo lo despreciaba, pero como vivíamos en un mismo edificio, nos sentábamos juntos en la clase y nos considerábamos amigos. En el transcurso de los años, esta amistad se marchitó, al ponerse de manifiesto una gran diferencia en nuestros puntos de vista, conceptos e intereses. Y cuando toda la familia Müller partió hacia Alemania después de la ocupación de Polonia por Hitler, Genka no se despidió de mí.
En realidad, este Müller de mis años de infancia no era el Müller del diván. Yo mismo no era el Grómov que estaba sentado en ese sillón rojo de cordobán, con el cuerpo abotagado y lleno de vendas. Pero, como me había enseñado la experiencia, las fases no cambiaban en el hombre su temperamento y su carácter. Siendo así, mi Genka Müller tenía todas las bases para convertirse en este Müller oficial de los ejércitos de la S.S. y jefe de la Gestapo de Kolpinck. En consecuencia, también yo podía conducirme tal como era.
El bajó la revista y nuestros ojos se encontraron.
– ¡Al fin despertaste! -exclamó.
– Mas bien, volví en mí -apunté.
– No simules. Ya hace dos horas que estás durmiendo, después que nuestro doctor Getzke, mago y divino, te amputó el dedo y te arregló la cara. Dormiste como un lirón.
– Pero, ¿para qué? -inquirí asombrado.