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– ¿No le gustan? -preguntó objetando un joven sentado al borde de la fila.

– ¿Por qué no? ¿A quién no le gustan estas máquinas? Pueden viajar de Leningrado a Moscú en una hora y media. Es algo nuevo.

– ¿Por qué nuevo? -inquirió el joven encogiéndose de hombros-. De las vías de un solo rail hablaban hace veinte años. Esto es sólo una modernización. Y -dijo dirigiéndose a mí- si le fatiga mirar por la ventanilla, por qué no enciende el televisor.

Quedé inmóvil, sin comprender dónde estaba el televisor y cómo encenderlo. El viejo canoso, sin esperar, apretó una palanca lateral y la pantalla conocida del televisor cubrió la ventanilla. La imagen surgía como de muy hondo, permitiendo una clara y cómoda visión para los pasajeros sentados a ambos lados. Era televisión en colores y en relieve. En la pantalla apareció un edificio alto de múltiples pisos, adornado con losetas grises y rojas. Hacia su techo plano, descendía un helicóptero desde el azul inmaculado del cielo. "Transmitimos las noticias del día” dijo un locutor no visible. “Visita de los dirigentes del Partido y del gobierno a la tricentísima casa comunal de la región Kievski, en nuestra capital". Un grupo de personas maduras salió del helicóptero y se ocultó bajo una cúpula de plástico. Y empezaron a refulgir las luces de los veloces ascensores. El objetivo del televisor corrió hacia abajo, hacia las vitrinas del primer piso. "En este piso están instalados los almacenes, comedores y talleres que abastecen a los pobladores del edificio". Los invitados paseaban parsimoniosamente por los pisos y habitaciones, decorados con una incomprensible e insólita elección de formas y colores. "Un solo movimiento y la cama entra en la pared, empujando hacia adelante un armario para libros oculto". "Tirando del marco, esta cama se hace doble". Después aparecieron halls, en los diferentes pisos, con pantallas de cine y televisión. "Este piso está por completo a la disposición de los jóvenes que desean estar a solas" comentó el locutor, aún oculto, abriendo ante nosotros una habitación amueblada de un modo insólito.

– No comprendo, ¿para qué construyen eso? -farfulló con desdén una dama sentada a mi frente, con un tejido en las manos.

Miré al joven sentado al borde de la fila esperando de él la réplica. Y no me equivoqué. ¡Qué similar a los jóvenes que conocía! Él tomaba de ellos la vehemencia, los arrebatos juveniles y la incompatibilidad con lo que no va al ritmo con la época.

– A pesar de que estas casas comunales las empezaron a construir hace tiempo, todavía no comprende para qué…

– ¡No, no comprendo! -exclamó la dama con testarudez. ¡Nos libramos, gracias a Dios, de los apartamentos comunales; pero aquí están de nuevo…!

– ¿De nuevo qué?

– Estas casas comunales. Estamos haciendo resucitar el modo de vida comunal.

– ¡No hable disparates! ¡La gente pasa de los apartamentos aislados y separados a las casas comunales y no a los apartamentos comunales, ni sé lo que es eso! Usted misma, con sus propios ojos, acaba de ver estas casas comunales. ¡Esto ya es un nuevo modo de vida comunal!

La dama calló. Y nadie la defendió.

En la pantalla aparecieron torres petroleras, perforando el cielo plomizo y purpúreo que cubría abetos y alerces. "Estamos en el tercer Bakú” continuó el locutor “en una nueva zona de la región petrolera de Yacutia, en Siberia".

¡El tercer Bakú! En mi época sólo supe de dos. ¿Cuántos años habrán pasado?

Esta pregunta muda se la hice a los cirujanos vestidos de blanco que surgieron en la pantalla realizando una operación sin efusión de sangre, con un haz de rayos de neutrones; y a los inventores de la masa química que cosía la herida; y al propio locutor que apareció, por fin, frente a los televisores: "Para concluir, les quiero hacer recordar las profesiones que más necesita nuestra economía. Nos faltan: ajustadores de talleres automáticos; operadores de minas teledirigidas; mecánicos de centrales eléctricas atómicas, y montadores de computadoras electrónicas universales".

La pantalla se apagó y, de otro lugar, llegó una voz: "Nos acercamos a Moscú. Encendemos las luces de advertencia. Con la luz verde quedará colocado el escalador".

Sobre la puerta delantera centellearon luces rojas; después azules y, luego, verdes. En el pasillo, los pasajeros empezaron a avanzar sobre el piso movible; también yo. Salimos al escalador que, acelerando el movimiento, nos condujo al vestíbulo del subterráneo, y, antes de que tuviese tiempo de echarle una mirada, nos siguió llevando hacia adelante, rápido como un cohete, disminuyendo el movimiento sólo en las escaleras movibles que nos condujeron al andén. "¿Y dónde están las ranuras para depositar las monedas?” me pregunté. “¿Será posible que el subterráneo sea gratis?" La respuesta afirmativa a mi pregunta la dio el tropel de gente entrando en el tren estacionado.

Salí a la plaza de la Revolución, que conocí en el acto, no sólo bajo tierra, cuando vi las esculturas de bronce en la arcada, sino afuera, donde me miraban las columnas del Bolshói a través de la verde cortina del bulevar. La estatua de Marx estaba en su sitio. Empero, en vez del poco atrayente "Gran Hotel", erguíase un gigantesco edificio blanco de acero inoxidable resplandeciente y por el ala lateral del "Metropol" se extendía ahora una calle bulliciosa de varios pisos. El movimiento de la gente me parecía conocido, casi sin ningún cambio: como siempre, las gotas multicolores de los transeúntes, formando un torrente humano, deslizábanse parsimoniosamente por las anchas veredas. Por el asfalto de la plaza, contorneando las casas y jardines, deslizábase la abigarrada corriente de autobuses y automóviles.

Al observar con atención todo lo que me rodeaba, empecé a encontrar cosas que no existían en mi mundo: las ropas de los transeúntes tenían otro corte; y los autos, de otras líneas y formas, desplazábanse en silencio sobre una almohada de aire, en una niebla color lila, como peces. "¿Cuántos años habrán pasado?" me interrogué, incapaz de responder.

Un enrejado de hierro serpenteaba a lo largo de la acera, con aberturas tan sólo en las paradas de los autobuses; esto me impidió cruzar al otro lado. Empecé a caminar hacia el jardín Alexándrovski; al llegar a la esquina del Museo Histórico, le eché una mirada a la Plaza Roja; allí todo estaba como antes: la antigua muralla dentada; el reloj en la torre Spásskaia; el severo y masivo Mausoleo y la catedral de San Basilio, milagro arquitectónico. Mas, no se veía por ningún lado el hotel que habíamos construido en Zariadie. Del otro lado del río, se veían por detrás de la catedral, edificios altos y desconocidos.

Llegué al jardín Alexándrovski y me senté en un banco. Aquí había calma, una calma que miraba con indiferencia el bullicio agitado y pletórico de la ciudad: lo mismo ocurría en nuestro mundo. A decir verdad, estaba un tanto desconcertado: ¿A dónde ir? ¿Dónde se encontraba mi casa? ¿Cuánto tendría que sufrir en esta nueva vida?

En el bolsillo del saco encontré una cartera compacta de plástico suave y transparente. A través de él, sin sacar la tarjeta, leí mi nombre, profesión y dirección. Yo era de nuevo servidor de Hipócrates, director de una clínica, quirúrgica, y, quizás, muy notable, porque encontré en la cartera los saludos enviados al doctor Grómov por tres organizaciones extranjeras, con motivo de sus sesenta años.

¡He aquí, veinte años hacia el futuro! Para mí, la vejez, para la ciencia pasos gigantescos. Me invadieron reflexiones agobiadoras. ¿No sería triste ver a mis amigos envejecidos? ¿Cómo estarían? Me imaginé la visita a la dirección escrita en la tarjeta: Olga, veinte años mayor, abriría la puerta. ¿Y si no era Olga? Sin deseos de complicar la situación, tomé maquinalmente el dinero de la cartera. Seguramente era suficiente para un día en el futuro. Bueno, ¿qué podría hacer? ¿Callejear, cruzar la ciudad y verlo todo, respirar en sentido literal el aire del futuro? ¿Acaso esto es poco? ¿Poco para Zargarián y Nikodímov? ¿Y qué prueba material podría llevarles del futuro? ¿Sería acaso imprescindible ir a la biblioteca "Lenin" -seguramente, aquí también existe- para hurgar en los catálogos e interesarse por la temática de las revistas científicas? Pero, supongamos que logre encontrar algo muy cercano a los trabajos de mis amigos científicos, ¿podría yo comprender los artículos de los hombres de ciencia de los años ochenta si soy incapaz de entender las explicaciones de Zargarián? No, sería inútil. ¿Y si aprendiera de memoria una fórmula? No, la olvidaría en seguida. ¿Y si aparece un símbolo matemático desconocido? ¡No! ¡Es absurdo! ¡No lograré nada!

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