Harlen se sentó en la cama y miró a su alrededor. El armario sólo contenía vestidos, zapatos y por…, ¡espera! Acercó una silla para poder llegar al fondo del único estante, y palpó detrás de cajas de sombreros y de suéters doblados. Su mano tropezó con un frío metal. Sacó una fotografía enmarcada. Su padre sonreía, ciñendo a mamá con su brazo y a un chiquillo de cuatro años con el otro, un chiquillo que sonreía tontamente y en el que Harlen se reconoció vagamente. Al niño le faltaba uno de los dientes de delante, pero no parecía importarle. Los tres estaban delante de una mesa al aire libre; Harlen reconoció el Bandstand Park, en el centro del pueblo. Tal vez antes era el cine gratuito.
Arrojó la foto sobre la cama y buscó debajo del último suéter viejo que había allí. Una culata curva. La guarda metálica de un gatillo.
Lo sacó de allí con ambas manos, cuidando de mantener el dedo lejos del gatillo. Aquella cosa era sorprendentemente pesada por su tamaño. Las partes metálicas eran de un acero azul oscuro; el cañón era extrañamente corto, tal vez sólo tenía cinco centímetros. La culata era de una bonita madera nudosa, a cuadros. Aquella arma casi parecía un 38 de juguete que había tenido de pequeño, hacía un año o dos, e imaginó a casa las revistas pornográficas de C. J. por primera vez. Sólo tardó unos segundos en saber cómo había que cargar las cámaras vacías, y después hizo girar el cilindro para asegurarse de que estaba completamente cargado. Metió las otras balas en los bolsillos de los tejanos, dejó el bote donde lo había encontrado y salió, saltando la valla y dirigiéndose al huerto, en busca de un sitio donde practicar.
Y de algo con lo que practicar.
Memo estaba despierta. A veces tenía los ojos abiertos pero no se daba cuenta de nada. Este no era uno de esos momentos. Mike se agachó al lado de la cama. Su madre estaba en casa -era el domingo diez de julio, el primer domingo en que Mike había dejado de ayudar a misa en casi tres años- y la aspiradora estaba funcionando arriba, en su habitación. Mike se acercó más a la cama y vio que los ojos castaños de Memo le seguían. Ella tenía una mano doblada sobre la colcha como una garra, con los dedos nudosos y el dorso de la mano surcado de venas.
– ¿Puedes oírme, Memo? -murmuró Mike, con la boca cerca de su oído.
Después se echó atrás y la miró a los ojos.
Un pestañeo. Sí. La clave era de un pestañeo para decir «sí», dos para decir «no» y tres para decir «no lo sé» o «no comprendo». Así se comunicaban con ella para las cosas más sencillas: cuando había que cambiarle la ropa interior o la de la cama, cuando había que ponerle el orinal de cuña; cosas así.
– Memo -murmuró Mike, con los labios todavía resecos por los cuatro días de
fiebre-; ¿viste al Soldado en la ventana?
Un pestañeo. Sí.
– ¿Le habías visto antes?
Sí.
– ¿Le tienes miedo?
SI.
– ¿Crees que ha venido para hacernos daño?
Sí.
– ¿Crees todavía que es la Muerte?
Uno, dos, tres pestañeos. No lo sé.
Mike respiró hondo. El peso de sus sueños febriles gravitaba encima de él como cadenas.
– ¿Le… le reconociste?
Sí.
– ¿Es alguien a quien conoces?
Sí.
– ¿Le conocen papá y mamá?
No.
– ¿Le conocería yo?
No.
– Pero tú le conoces, ¿verdad?
Memo cerró los ojos durante un buen rato, como si sintiera dolor o estuviera desesperada. Mike se sentía como un idiota, pero no sabía qué más preguntarle. Ella pestañeó una vez. Sí. Definitivamente, le conocía.
– ¿Está… vivo ahora?
No.
Mike no se sorprendió.
– Entonces es alguien a quien conoces y que está muerto, ¿verdad?
Sí.
– ¿Pero es una persona real? Quiero decir, alguien que estuvo vivo.
Sí.
– ¿Crees… crees que es un fantasma, Memo?
Tres pestañeos. Una pausa. Después, uno.
– ¿Es alguien a quien conocíais el abuelo y tú?
Pausa. Sí.
– ¿Un amigo?
No pestañeó. Sus ojos oscuros se clavaron en Mike, como pidiéndole que hiciese preguntas pertinentes.
– ¿Amigo del abuelo?
No.
– ¿Enemigo del abuelo?
Ella vaciló. Pestañeó una vez. Tenía los labios y la barbilla mojados de saliva. Mike cogió el pañuelo de hilo que estaba sobre la mesita de noche para enjugarla.
– Entonces, ¿era enemigo del abuelo y tuyo?
No.
Mike estaba seguro de que había pestañeado dos veces, pero no comprendía por qué. Ella acababa de decir…
– Un enemigo del abuelo -murmuró. La aspiradora había dejado de funcionar arriba, pero él pudo oír que su madre tarareaba mientras quitaba el polvo en las habitaciones de las niñas-. ¿Enemigo del abuelo, pero no tuyo?
Sí.
– Este soldado, ¿era amigo tuyo?
Sí.
Mike se balanceó sobre los talones. Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo podía descubrir quién había sido aquella persona y por qué perseguía a Memo?
– ¿Sabes por qué ha vuelto, Memo?
No.
– Pero le tienes miedo, ¿eh?
Mike sabía que era una pregunta estúpida.
Sí. Pausa. Sí. Pausa. Sí.
– ¿Le tenías miedo cuando… cuando estaba vivo?
Sí.
– ¿Hay alguna manera de que yo pueda descubrir quién era?
SI . Sí .
Mike se puso en pie y caminó arriba y abajo por el pequeño espacio. Pasó un coche por la Primera Avenida. Un olor a flores y a césped recién segado entró por la ventana. Mike se dio cuenta con un sobresalto de culpabilidad de que su padre debía de haber segado el jardín mientras él estaba enfermo. Se agachó de nuevo junto a Memo.
– Memo, ¿puedo examinar tus cosas? ¿Te importa que les eche un vistazo?
Advirtió que había formulado la pregunta de manera que ella no podía responderle. Memo le miró, esperando.
– ¿Me lo permites? -murmuró él.
Sí.
El baúl de Memo estaba en el rincón. Todos los críos tenían absolutamente prohibido mirar lo que había en él: eran los bienes más preciados e íntimos de su abuela, y la madre de Mike velaba por ellos como si la anciana hubiese de utilizarlos algún día
Mike revolvió la ropa hasta que encontró el paquete de cartas, la mayoría de ellas de su abuelo durante sus viajes como vendedor por todo el Estado.
– ¿Aquí, Memo?
No.
Había una caja de fotos, la mayoría de ellas de color sepia. Mike la levantó.
Sí.
Mike hojeó rápidamente las fotos, consciente de que su madre estaba terminando en las habitaciones de las chicas y que sólo tenía que arreglar la de él. Lo habitual era que él descansara en el cuarto de estar mientras ella aireaba el dormitorio y cambiaba las sábanas.
Debía de haber un centenar de fotografías en la caja: retratos en óvalo de parientes conocidos y de caras desconocidas; instantáneas de su abuelo cuando era joven, alto y vigoroso; el abuelo delante de su Pierce Arrow, el abuelo posando orgullosamente con otros dos hombres delante de la tienda de puros que había poseído, breve y desastrosamente, en Oak Hill; el abuelo y Memo en Chicago, en la Feria Universal; fotos de la familia, fotos de excursiones al campo, de vacaciones y de momentos de ocio en el porche; la fotografía de un niño vestido de blanco y durmiendo al parecer sobre un almohadón de seda…, y Mike se dio cuenta, impresionado, de que era el hermano gemelo de su padre, que había muerto siendo muy pequeño.
La foto había sido tomada después de la muerte del pequeño. ¡Qué costumbre tan horrible!
Mike hojeó más deprisa las fotografías. Algunas de Memo como señora mayor; el abuelo lanzando herraduras; una fotografía familiar de cuando Mike era pequeño, con las chicas mayores sonriendo a la cámara; más fotos antiguas…
Mike lanzó ahora una exclamación. Dejó caer el resto de las fotos en la caja y sostuvo una con marco de cartón, alargando el brazo, como si estuviese infectada.
El Soldado miraba orgullosamente. El mismo uniforme caqui, las mismas vendas o como lo hubiese llamado Duane, el mismo sombrero de campaña y el cinturón Sam Browne y… Era el mismo Soldado. Sólo que la cara no estaba esbozada en cera, sino que era una cara humana; ojos pequeños mirando a la cámara, unos labios finos y sonrientes, unos cabellos lisos y peinados hacia atrás, unas orejas grandes, barbilla pequeña y nariz prominente. Mike volvió la foto del revés. En la perfecta caligrafía de su abuela, esta inscripción: «William Campbell Phillips: 9 de nov. 1917.»