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«Los accidentes ocurren de tres en tres», pensó Dale.

Los otros muchachos se reunían ocasionalmente. Durante cinco días después del cuatro de julio, Kev, Mike, Dale y Lawrence jugaron casi sin parar al monopolio, en el largo porche delantero de la casa de los Stewart, mientras caían los chaparrones. Dejaban el juego cuando se hacía de noche, sujetando con piedras los montones de dinero y las tarjetas; cuando alguien quebraba, cambiaban las reglas de manera que el perdedor podía permanecer a la espera hasta que el banco le concedía un crédito o una vieja propiedad le proporcionaba una renta. Con la modificación de las reglas no había posibilidad de que terminase el juego, y continuaban jugando después del desayuno hasta que sus madres los llamaban para la comida. Dale soñó en el monopolio durante dos noches y se alegró de ello.

El quinto día, Brandy, el estúpido perro de los Grumbacher, se metió en el porche mientras los chicos estaban cenando y desparramó el dinero y mordió las tarjetas. Por acuerdo tácito, dieron por terminado el juego y no volvieron a verse en dos días.

El 10 de julio, un domingo que no parecía tal porque el padre de Dale estaba en la oficina de Chicago, se inundó el sótano.

Las cosas nunca volverían a ser iguales.

Durante dos días, la madre de Dale luchó contra la inundación, poniendo sobre el banco de trabajo cosas que estaban en el suelo y tratando de que la bomba funcionase. El sótano se había inundado dos veces en los cuatro años que llevaban en la casa, pero en ambas ocasiones su padre había podido evitar el desastre por cinco centímetros. Esta vez, el agua siguió subiendo.

El martes por la mañana, la bomba se averió. A la hora de la comida se produjo un corte de corriente en la casa.

Dale bajó de su habitación cuando le llamó su madre. Los altos escalones del sótano conducían a una total oscuridad. Su madre estaba de pie en el penúltimo escalón, con la falda empapada y un pañuelo alrededor de la cabeza. Parecía a punto de llorar.

Dale abrió mucho los ojos. El agua había subido sobre el último peldaño. Tenía al menos medio metro de profundidad, probablemente más. Lamía como un mar oscuro el escalón sobre el que estaba su madre.

– Oh, Dale, esto es terrible, ¡maldita sea…!

Dale se la quedó mirando. Era la primera vez que la oía maldecir.

– Lo siento, querido, pero no he podido arreglar la bomba y el agua está al nivel de la lavadora. Tengo que ir a la habitación de atrás para poner un fusible nuevo… ¡maldita sea, ojalá estuviese aquí tu padre!

– Yo lo haré, mamá.

Dale se sorprendió al decir esto porque aborrecía el maldito sótano.

Algo flotaba cerca del escalón. Podía ser una maraña de pelusa en el agua, pero más bien parecía la espalda de una rata ahogada.

– Ponte los tejanos viejos -dijo su madre-. Y trae tu linterna de Boy Scout.

Dale subió, medio aturdido, a cambiarse de ropa. La impresión de rechazo y soledad que había sentido desde la muerte de Duane le envolvió ahora como una capa aislante. Se miró las manos como si perteneciesen a otra persona. ¿Tendría que ir al sótano? ¿A la oscuridad? Se cambió de ropa, se calzó las bambas más viejas, se arremangó las perneras del pantalón, fue a buscar la linterna en la habitación sobrante, la probó y bajó la escalera.

Su madre le tendió el fusible.

– Está sobre la secadora de detrás de la…

– Ya sé dónde está.

El nivel del agua no había subido ostensiblemente en los últimos minutos, pero ya superaba el segundo escalón. El corto pasillo que conducía al cuarto del horno parecía la entrada oscura de una cripta inundada.

– No te quedes en el agua cuando lo pongas. Súbete al banco que está junto a la secadora. Asegúrate de que tienes las manos secas y de que el interruptor está abierto. Ciérralo y…

– SI, mamá.

Se armó de valor y descendió la escalera antes de que el miedo le hiciera echar a correr y salir por la puerta de atrás.

El agua le llegaba a las rodillas y estaba helada. Inmediatamente empezaron a dolerle y a entumecérsele los dedos de los pies.

– Ha fallado todo el sistema de desagüe… -oyó que decía su madre cuando él empezó a avanzar por el estrecho pasillo, iluminando las paredes con su linterna.

La luz de ésta era muy débil; hubiese debido cambiar las pilas.

La abertura de la carbonera era un rectángulo negro a su derecha, con el borde inferior por encima mismo del nivel del agua. Ésta se arremolinaba, negra, alrededor del tragante y había masas oscuras flotantes que parecían excrementos humanos. «Es carbón», pensó Dale, y proyectó la débil luz sobre el horno, que parecía un monstruo con tentáculos.

El nivel del agua no había llegado todavía a la reja. Dale no tenía idea de lo que pasaría si se inundaba el horno.

Un ruido a su derecha le hizo dar media vuelta, chocando de espaldas contra la pared e iluminando el interior de la carbonera.

Esta estaba seca, pero algo se había movido cerca del techo, en el fondo, donde empezaba la zona inacabada. Dale vio puntos diminutos de luz reflejada en la oscuridad. «No son más que las tuberías. Los aisladores. No son ojos. No son ojos.»

Torció a la izquierda alrededor del horno. El agua parecía aquí más profunda, aunque él sabía que no podía ser. «O tal vez sí. Tal vez cada habitación se inclina un poco más. Tal vez la de atrás está completamente sumergida.»

– ¿Ya has llegado? -preguntó su madre, con la voz deformada por la piedra, el agua y las curvas de las paredes.

– Casi -gritó él, aunque no había llegado todavía a la mitad del camino.

No había ventanas en este sótano; era demasiado profundo. La luz de la linterna de Dale resbaló sobre el agua oleosa e iluminó sólo una parte del cuarto del horno: tuberías, algo que flotaba (un trozo de madera), más tuberías, un pedazo de papel empapado Y pegado a la pared, la puerta del taller.

El taller era un espacio ancho y negro. El agua fue subiendo por los tejanos de Dale hasta llegar casi a la ingle. Debía tener cuidado en la última habitación, porque la bomba estaba montada sobre un agujero de al menos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, un pequeño pozo que vertía agua en un mal sistema de desagüe.

«Exactamente igual que los túneles que vio Mike. Los túneles de la finca de Duane.»

Dale se dio cuenta de que el rayo de luz de la linterna estaba temblando. Se sujetó la mano derecha con la izquierda, se adentró en el taller, advirtió que las herramientas de su padre estaban a buena altura y secas, aunque había olvidado una pequeña caja de instrumentos en un rincón, que estaba flotando debajo del banco. Lawrence había hecho aquella caja el invierno pasado.

– ¡Puedo llamar al señor Grumbacher! -gritó su madre.

Su voz sonaba a años luz de distancia, como un disco tocando débilmente en una habitación lejana.

– No -dijo Dale.

O creyó haberlo dicho; tal vez sólo lo había murmurado.

Las habitaciones del sótano estaban enlazadas en forma casi de S, con la escalera en la base de la S, el cuarto del horno en medio, el taller exactamente antes de la curva superior y el lavadero al final de esta misma curva, que retrocedía hacia la carbonera y el hueco sin terminar del fondo de ésta.

Dale proyectó la luz de la linterna hacia el oscuro interior del lavadero.

Éste parecía más grande que cuando funcionaba la instalación eléctrica. La oscuridad creaba la ilusión de que la pared había sido eliminada y sólo había allí una negrura que se extendía más y más…, por debajo de la casa, debajo de los patios, de la calle, del patio de recreo del colegio y del colegio mismo.

Dale encontró la bomba, con el motor justo por encima del nivel del agua y sobre su tosco trípode de tuberías. La evitó dando un rodeo y se dirigió hacia la pared del sur, junto a la que estaban la lavadora, la secadora y el banco de la ropa sucia.

Fue maravilloso subir a éste y sacar las piernas del agua. Estaba temblando de frío y la luz de la linterna oscilaba sobre las vigas cubiertas de telarañas y el laberinto de tuberías; pero al menos había pasado lo peor. Una vez colocado el nuevo fusible, se encenderían las luces, la bomba empezaría a funcionar y él podría volver atrás sin tener que confiar en la linterna.

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