– Vamos -murmuró Dale.
Se encaramaron en la valla y entraron en el bosque del señor Jonson. Podían ver el cementerio en la colina próxima detrás de ellos, Y la negra verja de hierro les causó una impresión glacial al recortarse sobre el cielo gris. Los árboles goteaban, y Dale sintió que sus bambas se iban empapando cada vez más al subir con Mike entre las mojadas juncias y los hierbajos altos hasta las rodillas. La ladera estaba resbaladiza, y en las partes más empinadas tenían que agarrarse a los árboles o a los matorrales para mantenerse en pie.
Llegaron al estrecho pasto del lado sur de la finca de McBride y Mike se dirigió al oeste, hacia el campo de atrás. La casa de Duane apenas era visible al otro lado del campo de maíz de casi un kilómetro y medio. El cielo estaba moteado de tonos grises que hacían que pareciese bajo como un techo encima de ellos. Se detuvieron en la valla.
– Creo que esto es ilegal -murmuró Mike.
Dale se encogió de hombros.
– No es sólo entrar en una propiedad ajena -dijo Mike. Se ajustó la capucha del poncho y manó agua de ella-. Es irrumpir en el lugar del crimen, o algo parecido.
– Ellos dijeron que fue un accidente. -Dale advirtió que hablaba en voz baja, aunque no había nadie a más de un kilómetro de ellos-. ¿Cómo puede ser el lugar del crimen, si fue un accidente?
– Ya sabes lo que quiero decir.
Mike se quitó la capucha y miró por encima del campo. No había señales de la cosechadora. No había señales de nada en absoluto. El granero de McBride estaba muy lejos y en nada se distinguía de los demás.
– ¿Vamos a hacerlo o no? -preguntó Dale.
Mike volvió a ponerse la capucha y ambos saltaron por encima de la valla. Empezaron a cruzar el campo agachados. La carretera estaba a varios cientos de metros de distancia, pero se sentían descubiertos entre el bajo maíz. Dale tuvo la impresión de que estaba jugando a soldados, corriendo velozmente hacia delante, encogiéndose y haciendo ademanes a Mike para que le siguiese. De esta manera fueron cruzando el campo.
Estaban a más de la mitad cuando vieron la franja de maíz aplastada. Era como si alguien hubiese llevado allí una máquina segadora y abierto un camino serpenteante entre las plantas verdes. Entonces vieron la cinta amarilla.
Anduvieron los últimos veinte metros casi arrastrándose y ensuciándose de barro las rodillas y las manos.
– ¡Dios mío! -murmuró Mike.
En la cinta amarilla podía leerse: CERCADO POR LA POLICIA. PROHIBIDO EL PASO, y la orden se repetía indefinidamente a lo largo de un tosco rectángulo de plástico de al menos setenta y cinco metros de lado. Dentro de aquel rectángulo, terminaba la franja de maíz aplastado y había una zona que había sido pisoteada por muchos pies.
Dale se detuvo un segundo donde la cinta colgaba sobre los tallos del maíz, y entonces pasó rápidamente a la zona despejada. Mike le siguió.
– ¡Dios mío! -murmuró de nuevo.
Dale no sabía lo que esperaba; tal vez que la cosechadora estuviese todavía allí o que hubiese una silueta humana trazada con yeso sobre el suelo, como en las películas que veía por la tele. Sólo había plantas de maíz pisoteadas…, podía ver donde había dado la vuelta la enorme máquina y donde habían abierto las ruedas profundos surcos en la tierra convertida ahora en barro. Parecía el campo donde se celebraba el carnaval de los Viejos Colonizadores cada agosto, pisoteado por miles de pies. Dale vio cigarrillos tirados sobre los mojados y aplastados tallos, una bolsa de tabaco Red Pouch, trozos de papel, algunas envolturas de plástico. Era difícil saber exactamente dónde había estado la máquina y dónde había ocurrido el accidente.
– Ven -dijo Mike.
Dale se acercó a él, caminando agachado, para el caso de que el señor McBride o alguien de la casa estuviesen mirando en aquella dirección. No podía ver la camioneta en el patio o en el camino de entrada, pero la casa y el granero privaban de mucha vista.
– ¿Qué? -dijo.
Mike señaló. Algunas de las plantas pisoteadas aquí parecían haber sido rociadas con un líquido castaño rojizo. Parte del color se había disipado a causa de la lluvia, pero las hojas estaban todavía fuertemente teñidas por debajo.
Dale se agachó, tocó una planta y levantó los dedos. Un débil color de hollín permaneció unos segundos en sus dedos hasta ser lavado por la lluvia.
«¿Sangre de Duane?» La idea resultaba insufrible. Se levantó y empezó a moverse alrededor del círculo de plantas aplastadas, viendo confusión en todas partes, recordando haber oído a su padre decir a su madre que, según Barney, la Policía Montada del Estado y los bomberos voluntarios habían estropeado tanto el lugar del suceso que la policía de Oak Hill no había podido reconstruir gran cosa. «Reconstruir -murmuró Dale-. Extraña palabra para definir la manera en que algo o alguien ha sido destruido.»
– ¿Qué estamos buscando? -susurró Mike, desde seis metros de distancia-. Aquí no hay más que un montón de porquería.
– Sigue buscando -susurró Dale-. Lo sabremos cuando lo encontremos.
Se metió entre el maíz, más allá de la cinta de la policía, agachándose al pasar entre las plantas.
A los cinco minutos lo encontró, a menos de diez metros de la zona devastada. Era difícil verlo debajo de las hojas del maíz en crecimiento, pero su zapato se había torcido por alguna causa, y Dale se inclinó para investigar lo que era. Mike se le acercó corriendo, al ver que lo llamaba con la mano. Los dos se pusieron de rodillas, con la lluvia repicando en las plantas cerca de sus oídos.
– Un agujero -murmuró Dale.
Lo midió con las dos manos. Tenía menos de un palmo y medio de diámetro, pero la tierra parecía apretujada y extraña a su alrededor. Metió la mano, pero Mike se la agarró rápidamente y tiró de ella.
– No hagas eso.
– ¿Por qué? -dijo Dale-. Sólo quería saber si es más ancho por dentro. Y lo es. Toca.
Mike sacudió la cabeza.
– Los lados también parecen raros -dijo Dale-. Como rígidos. Y el agujero tiene surcos. -Levantó la cabeza. No había movimiento en la casa de campo de McBride, pero tuvo la clara impresión de que les estaban observando-. Veamos si hay alguno más.
Encontraron seis más. El mayor tenía más de cuarenta y cinco centímetros de diámetro, y el menor era apenas más ancho que el de la madriguera de una ardilla terrestre. No seguían un orden determinado, aunque la mayoría de ellos estaban más cerca de la casa, en uno u otro lado de la franja de plantas aplastadas.
Dale quería ir hasta el granero, para ver si la cosechadora estaba allí.
– ¿Por qué diablos quieres saberlo? -murmuró Mike, tirando de su amigo hacia abajo.
Estaban demasiado cerca. Los muchachos podían leer los números en las etiquetas prendidas en las orejas de las pocas vacas que se encontraban detrás del corral.
– Sólo quiero…, necesito…
Dale suspiró profundamente.
El ruido de una puerta al cerrarse de golpe hizo que los dos muchachos se tumbasen sobre el barro entre las plantas. Tumbados allí, oyendo cómo se ponía en marcha el motor de un camión, Dale se dio cuenta de que casi había parado de llover. Todavía caía una fina llovizna, pero había cesado el aguacero.
– Se ha ido por el camino de entrada -murmuró Mike-. Pero creo que todavía hay alguien allí. Volvamos al bosque.
– Sólo echar un vistazo al cobertizo -susurró Dale, y empezó a levantarse.
Mike tiró de él hacia abajo.
– Yo he visto antes esas cosas.
Dale se agachó y miró de soslayo a Mike, envuelto en su gran poncho.
– ¿Qué cosas?
– Los agujeros. Esos túneles.
– ¿Dónde?
Mike se volvió y empezó a alejarse de la casa.
– Ven conmigo y te lo diré.
Y se alejó, metiéndose agachado en la siguiente hilera de plantas.
Dale vaciló. Estaba sólo a unos treinta metros del cobertizo. La impresión de que les vigilaban…, les observaban…, era todavía fuerte; pero también lo era su deseo de ver la máquina. Este deseo tenía poco o nada de curiosidad morbosa; la idea de ver las hojas o los engranajes, o lo que había matado a su amigo, le daba náuseas, pero tenía que saber, tenía que empezar a comprender.