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Duane pasó de la cabina al depósito de grano, mirando hacia detrás de la cosechadora. No había nada cerca de allí. Si el movimiento se aproximaba a la máquina, saltaría sobre el techo en un segundo.

Sonó un ruido a lo lejos, en el camino de entrada; el ruido de un vehículo en marcha, todavía con las luces apagadas.

«¡Era el viejo que volvía!»

Duane se dio cuenta de que el sonido del motor era diferente en el mismo instante en que vio el camión bajo la luz del corral.

Rojo. Costados altos. Cabina en mal estado.

El camión de recogida de animales muertos pasó por delante del corral y cruzó cuidadosamente la puerta de la valla del campo.

Duane saltó sobre el techo de la cabina y tuvo que sentarse para que le pasaran las súbitas náuseas. «¡Oh, maldita sea!»

El camión rodó cien metros dentro del campo, siguiendo la pista del maíz aplastado, y entonces se detuvo, después de colocarse en diagonal sobre aquella franja, como para cerrar el paso. Todavía estaba a casi cien metros de distancia, pero Duane percibió el olor de los animales muertos en la caja del camión, al soplar la brisa del nordeste.

«Quédate ahí, quédate ahí», ordenó mentalmente al camión.

Y se quedó donde estaba; pero al resplandor lejano de la luz del corral, Duane pudo ver movimiento en la parte de atrás del vehículo. Unas formas pálidas descendieron de los altos costados o saltaron de detrás del camión y avanzaron en dirección a la cosechadora.

Duane golpeó el techo de la cabina con los puños. Cuando aquellas formas se colocaron entre él y la luz lejana, pudo ver que eran humanas. Pero se movían de una manera extraña, casi dando bandazos. Había una, dos…, contó seis.

Duane se metió dentro de la cabina y buscó detrás del asiento la caja de herramientas que el viejo guardaba allí. Introdujo un destornillador de un palmo debajo del cinturón y cogió la herramienta más grande y pesada que había: una llave inglesa de treinta y cinco centímetros. Con ella en la mano, volvió a la plataforma.

Aquellas cosas resbaladizas se estaban acercando; ahora se hallaban a menos de diez metros de la cosechadora. Las seis figuras avanzaban por el camino abierto por la máquina. Duane sólo podía ver cuatro pero estaban muy a oscuras sin la luz detrás de ellas. Se hallaban a menos de veinte metros.

– ¡Socorro! -gritó Duane-. ¡Auxilio! -Voceaba en dirección a la casa del tío Henry, que estaba a más de un kilómetro y medio de distancia-. Por favor, ¡ayudadme!

Calló. Su corazón palpitaba con tal fuerza que estuvo seguro de que le saltaría del pecho si no se calmaba.

«Escóndete en el depósito de grano.» No. Se tardaba demasiado en levantar la tapa y no tenía un sitio donde esconderse.

«Lánzales una descarga eléctrica.» Su corazón latió esperanzado. Se puso de rodillas y hurgó debajo del pequeño tablero de instrumentos. Había una maraña de cables que se introducían en el eje del volante, modificados todos ellos y montados de nuevo por el viejo. Sin luz, Duane no tenía manera de ver los colores de las envolturas aislantes para saber cuáles correspondían al encendido, y cuáles a los ventiladores, las luces u otras cosas parecidas. Tiró de cuatro de ellos al azar, mordió la envoltura aislante en los extremos y empezó a empalmarlos rápidamente. La primera combinación no dio resultado. Tampoco la segunda. Dejó de mirar la tercera y se inclinó fuera de la cabina al oír ruido de pisadas.

Las formas humanas estaban a menos de seis metros de la parte de atrás de la cosechadora.

Las dos más próximas parecían hombres… el más alto podía ser Van Syke. La tercera forma daba la impresión de ser una mujer envuelta en harapos o en una mortaja; arrastraba jirones detrás de ella. Duane pestañeó al darse cuenta de que la luz de las estrellas que incidía en los pómulos parecía reflejarse sobre huesos descarnados.

Otras tres figuras se habían metido entre el maíz. La más próxima era más baja que las otras y llevaba un sombrero de campaña que ocultaba las facciones con su sombra.

Duane suspiró y salió a la plataforma, blandiendo la llave inglesa. Al menos eran seis.

Saltó por encima de la barandilla y avanzó hacia la larga pala, tambaleándose en la estrecha barra de soporte. Ocho de las unidades de recogida brillaban fríamente; los largos rodillos y las cadenas reposaban en el suelo, como hocicando los tallos donde se había alimentado la máquina.

Los peldaños de metal resonaron detrás de él al subir alguien a la plataforma. Una sombra pasó por el lado derecho de la cosechadora, todavía a unos metros de distancia. El hedor del camión de recogida de animales muertos era más fuerte que nunca.

Duane esperó a que las cosas que se deslizaban entre el maíz se hubiesen cruzado y estuviesen en el punto más lejano de su trayecto. «¡Ahora!»

Saltó sobre las recogedoras del maíz, aplastando tallos al caer y rodar sobre el blando suelo; se levantó y echó a correr, sintiendo que el destornillador le había arañado el vientre, pero sin soltar la llave inglesa.

Las plantas de maíz castañetearon a su derecha y a su izquierda al volverse aquellas cosas parecidas a lampreas y arrastrarse en su dirección. Detrás de él sonaron pisadas sobre peldaños de metal, y otras aplastando tallos.

Duane corría como jamás se hubiera imaginado capaz. La línea de árboles del bosque del señor Johnson estaba directamente delante de él; podía ver las luciérnagas que centelleaban como ojos brillantes.

Algo pasó por su derecha, trazando un surco de tallos de maíz doblados delante de él. Duane se tambaleó, trató de detenerse y a punto estuvo de caer sobre aquello.

En una ocasión, el viejo y él habían ayudado al tío Art a llevar una alfombra enrollada a la nueva casa de un amigo. Debía de tener diez metros de largo y casi uno de alto cuando estaba enrollada. Pesaba una tonelada. Aquella cosa que Duane tenía delante, entre el maíz, aún era más larga.

Duane vaciló cuando aquella cosa se volvió hacia él. Había permanecido a un nivel más bajo que el maíz, porque se deslizaba excavando el suelo húmedo, como una lombriz gigante. Ahora sacó la cabeza y la luz de las estrellas resplandecía sobre los dientes.

«Como si fuese una lamprea.»

Aquella cosa avanzó contra Duane como un perro guardián lanzándose al ataque. El hurtó el cuerpo como un torero, y descargó la llave inglesa con una fuerza capaz de romper un cráneo.

La cosa no tenía cráneo. La llave rebotó sobre una piel gruesa y húmeda. «Es como golpear un cable subterráneo», pensó Duane al hundirse nuevamente aquellas fauces debajo del suelo y arquearse la espalda como una serpiente de mar, bajo el resplandor de las estrellas. Duane pensó en la piel viscosa de un bagre.

Se oyeron unas rápidas pisadas y el ruido de tallos al romperse a doce pasos detrás de él.

El Soldado. Levantando y alargando las pálidas manos.

Duane dio una ágil media vuelta y arrojó la pesada llave inglesa. El hombre del uniforme no trató de agacharse. Voló el sombrero de campaña y sonó un ruido sordo y angustioso al chocar la llave contra el hueso.

La figura no se detuvo ni se tambaleó. Tenía los brazos extendidos y los dedos retorcidos como gusanos. Alguien más, una figura alta y oscura, se movía hacia la derecha de Duane. Un tercer personaje corrió hacia delante para cerrar el camino a Duane. Y hubo más movimiento en las sombras.

Duane sacó el destornillador del cinto, se agachó y se volvió hacia la izquierda, tratando de no asomar por encima del maíz. Giró al producirse un movimiento debajo y detrás de él, y saltó hacia la derecha.

Pero no lo bastante aprisa. La cosa había salido, rozó la pierna izquierda de Duane y se sumergió de nuevo en el suelo.

Duane rodó entre el maíz, y cuando trataba de ponerse en pie sintió un hormigueo en la pierna izquierda, como si alguien le hubiese aplicado una corriente eléctrica. Tambaleándose y blandiendo todavía el destornillador como un cuchillo, se apoyó en la pierna derecha y miró hacia abajo.

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