Dale se acordaba. Recordaba que había estado observándolo en el patio de atrás una noche de octubre, hacía tres años. Había sacado la basura y sus padres habían salido al oír por la radio la hora en que posiblemente pasaría el satélite ruso. Lawrence, que todavía estudiaba primero en el colegio, estaba durmiendo en el piso de arriba. Dale y sus padres estuvieron mirando a través de las ramas casi desnudas, hasta que aquella lucecita se movió entre las estrellas. «Increíble», había murmurado el padre de Dale, aunque éste nunca supo si se refería a que por fin la humanidad había colocado un objeto en el espacio, o a que habían sido los rusos quienes lo habían logrado.
Observaron el cielo durante un rato. Fue Duane quien rompió el silencio.
– Vosotros habéis seguido a Van Syke, a Roon y a los otros, ¿no es cierto?
Mike, Kevin y Dale intercambiaron unas miradas. Dale se sorprendió al advertir que se sentía culpable, como si se hubiese mostrado remiso o hubiese faltado a una promesa.
– Bueno, empezamos, pero…
– Está bien -dijo Duane-. En cierto modo era una tontería. Pero yo he descubierto algunas cosas de las que quisiera hablaros. ¿Podríamos vernos mañana, a la luz del día?
– ¿Qué os parece la Cueva? -dijo Harlen.
Todos protestaron con abucheos.
– Yo no volveré allí -dijo Kev-. ¿Qué os parece el gallinero de Mike?
Mike asintió con la cabeza. Duane mostró su conformidad.
– ¿A las diez? -dijo Dale.
Entonces habrían terminado ya las películas de dibujos que Lawrence y él veían los domingos por la mañana: Heckle y Jeckle, Ruff y Reddy.
– Más tarde -dijo Duane-. Mañana por la mañana tengo que hacer algunas cosas. ¿Qué os parece a la una, después de la comida?
Todos estuvieron de acuerdo, salvo Harlen.
– Yo tengo algo mejor que hacer -dijo.
– Seguro que sí -dijo Kevin-. ¿Vas a pedirle a Michelle Staffney que te ponga un autógrafo en la escayola?
Esta vez los adultos tuvieron que acercarse para que cesaran las carcajadas y los golpes.
Duane disfrutó durante el resto de la velada. Se alegraba de haber retrasado la explicación de sus investigaciones sobre la Campana Borgia, y en especial de las revelaciones de la señora Moon, cuando los chicos y los mayores empezaron a hablar de estrellas, de viajes espaciales y de lo que sería vivir allá arriba; habían transcurrido horas mientras charlaban y contemplaban el cielo nocturno. Dale había comunicado a su padre la idea de una reunión para observar el Eco en agosto, cuando sería visible el gran satélite, y tío Henry y tía Lena lo habían aprobado inmediatamente. Kevin prometió traer un telescopio y Duane ofreció también el suyo, de confección casera.
La reunión empezó a disolverse a eso de las once, y Duane se preparó para volver andando a casa -sabía que el viejo no llegaría hasta primeras horas de la mañana-, pero el padre de Dale insistió en llevarle en su vehículo los dos kilómetros y medio hasta su casa. Fueron apretados hasta que dejaron a Duane delante de la puerta de su cocina.
– Esto está muy oscuro -dijo la señora Stewart -. ¿Crees que tu padre se habrá acostado ya?
– Probablemente -dijo Duane.
Se consideró un idiota por no haberse acordado de dejar una luz encendida.
El señor Stewart esperó a que hubiese encendido la de la cocina y saludado desde la ventana. Duane se quedó mirando cómo se alejaban las luces rojas de atrás por el camino.
Aunque pensó que se estaba comportando como un paranoico, registró la primera planta y cerró la puerta de atrás antes de bajar al sótano. Se quitó la ropa y tomó una ducha, pero en vez del pijama se puso un viejo pantalón de pana, una camisa de franela remendada pero limpia, y se calzó las zapatillas. Estaba cansado después de la larga jornada, pero su mente permanecía muy activa y pensó en escribir durante un rato. En todo caso, como la puerta estaba cerrada, tendría que esperar al viejo. Conectó la radio con WHO de Des Moines y empezó a trabajar.
O trató de trabajar. Sus notas y apuntes le parecieron infantiles y vanos. Se preguntó si no sería mejor escribir un relato completo. Pero no, no estaba preparado para esto. Con el tiempo de que disponía, no podría escribir un relato completo hasta el año próximo, lo más pronto. Duane miró sus libretas llenas de apuntes sobre personajes, ejercicios de descripción de acciones en los que imitaba los estilos de varios escritores -Hemingway, Mailer, Capote, Irwin Shaw-, sus héroes. Volvió a guardarlo todo en su escondite y se tumbó en la cama, apoyando las zapatillas en los pies de hierro. La cama le había quedado pequeña durante el pasado invierno, y tenía que dormir en diagonal, con los pies contra la pared, o encoger las piernas. Todavía no se lo había dicho al viejo. De momento, no podía permitirse comprar una cama. Duane sabía que había otra cama sin utilizar en la segunda planta, pero era la que habían usado su padre y su madre cuando ella estaba viva. No quería pedirla.
Contempló fijamente el techo y pensó en la señora Moon y la Campana, y en la increíble trama de hechos, fantasías, sugerencias e inferencias que representaba todo aquello. El tío Art lo había visto en líneas generales. ¿Qué habría pensado si hubiese conocido los sucesos de enero de 1900? Duane se preguntó si debía ocultarlo a los otros muchachos.
«No, tenían derecho a saberlo. Lo que ocurriese les ocurriría también a ellos.»
Estaba a punto de dormirse cuando oyó llegar la camioneta del viejo por el camino de entrada.
Subió soñoliento la escalera, cruzó la oscura cocina y abrió la puerta de tela metálica. Había bajado la mitad de la escalera del sótano cuando se dio cuenta de que podía oír todavía el motor de la camioneta; el ruido del cilindro que fallaba era inconfundible. Duane volvió a subir y se dirigió a la puerta.
La camioneta estaba aparcada en medio del patio, con la portezuela del conductor abierta y los faros todavía encendidos. La luz de la cabina también estaba encendida, y Duane pudo ver que la camioneta estaba vacía.
De pronto sonó un estruendo en el granero, y Duane dio un paso atrás en la cocina. Observó que la cosechadora mecánica salía zumbando por la puerta grande del sur, con su suplemento delantero de nueve metros desplegado, como la pala de un bulldozer con afiladas extensiones. Duane vio el resplandor del faro reflejándose en los rodillos y las cadenas, y se dio cuenta de que el viejo no había vuelto a colocar las rojas planchas de metal sobre las ocho unidades.
Pero había abierto la puerta de los campos del sur, advirtió Duane, cuando la enorme máquina pasó por delante del corral y se metió entre el maíz. Vio brevemente a su padre como una silueta en la cabina abierta -el viejo odiaba las cabinas cerradas con cristales y utilizaba una de las cosechadoras viejas y abiertas- y la máquina se adentró en el maizal.
Duane se puso furioso. No era la primera vez que el viejo venía borracho a casa y trataba mal la camioneta, pero nunca había estropeado una máquina agrícola. Una nueva cosechadora o una unidad de recogida para el tractor costarían una fortuna.
Duane corrió por delante del corral en zapatillas, tratando de hacerse oír sobre el zumbido de la máquina. Fue inútil. La cosechadora se metió en la primera hilera de maíz del campo y se dirigió hacia el sur. Las plantas sólo tenían medio metro de altura y todavía no había mazorcas en ellas, pero el mecanismo de recolección no lo sabía. Duane se puso aún más furioso cuando vio cómo se doblaban y rompían los tiernos tallos, guiados después por las ocho puntas de la cosechadora hacia las cadenas que los llevaban hacia los largos rodillos de metal. Las cadenas cargadas introducían los tallos entre los rodillos, que habrían desgranado las mazorcas de haber habido alguna.
El aire se llenó de polvo y de briznas de tallos de maíz al girar la cosechadora hacia la derecha y luego hacia la izquierda, y avanzar después directamente dentro del campo abriendo un camino de nueve metros de anchura entre las plantas. Duane cruzó corriendo la puerta abierta de la valla y siguió a la máquina, gritando y agitando los brazos. El viejo no se volvió a mirar atrás.