– Muchos gangster famosos solían detenerse aquí cuando venían de Chicago -les había dicho el tío Henry-. Me han asegurado que John Dillinger estuvo una vez aquí y que tres de los muchachos de Al Capone bajaron para quitar de en medio a Mickey Shaughnessy, pero Mickey se enteró de que iban a por él y huyó a la casa de su hermana junto al río Spoon. Así que los tres muchachos de Al Capone sólo pudieron acribillar el lugar con sus metralletas y robar un poco de alcohol.
El final de la historia era lo más interesante. Según la leyenda, la Cueva de los Contrabandistas había sido asaltada por agentes del fisco poco antes de que terminase la Prohibición. En vez de llevarse la mercancía, los federales habían dinamitado la entrada. La cueva se derrumbó sobre el almacén de licor, la taberna con sus mesas, su barra de caoba y su piano, e incluso sobre tres camiones y un Modelo A que estaban allí aparcados. Después borraron el camino para que nadie pudiese volver a encontrar la cueva.
Dale y los muchachos estaban seguros de que sólo se había derrumbado la entrada. Probablemente sólo dos o tres metros de tierra separaban aquel tesoro arqueológico del mundo exterior. Si podían encontrar el lugar adecuado de la ladera del monte donde cavar…
Durante años, el tío Henry les había ayudado mucho, mostrándoles antiguas huellas de neumáticos y trozos de metal oxidado que según decía habían sido dejados cerca de la entrada. También había señalado declives en la ladera que probablemente correspondían a la entrada o al menos a salidas de emergencia, y les había recordado nuevos detalles de la historia cuando el interés de los chicos parecía flaquear después de largos días de cavar y de buscar bajo el sol ardiente.
– Henry -había dicho una vez tía Lena con voz extrañamente áspera-, deja de llenar la cabeza de esos niños con tus cuentos.
El tío Henry se había erguido, pasando el tabaco de mascar a la otra mejilla, y había dicho:
– No son cuentos, mamá. Esa cueva está ahí, en alguna parte.
A los muchachos les bastaba esta promesa. Con los años, los pastos del este de tío Henry, utilizados sólo para apacentar al toro cuando tenía alguno, empezaron a parecerse a las vertientes alrededor del Sutter's Creek, hacia 1849, mientras Dale, Lawrence y sus amigos cavaban en todas las oquedades, grietas y salientes herbosos, seguros de que por fin encontrarían la entrada. Dale había soñado a menudo sobre la impresión que causaría la última palada cuando se abriese la oscura cueva ante ellos, tal vez con una lámpara de gas todavía encendida allí y con el olor de una bañera llena de ginebra flotando en una corriente de aire que había estado inmovilizada durante treinta años.
Duane llegó a eso de las seis -su padre le había dejado en su camino hacia la taberna del Arbol Negro- y pasó media hora hablando con los adultos en el umbrío jardín, antes de pasar por el patio del granero en dirección a los pastos de atrás. Nadie lo advirtió, pero en esta ocasión le había puesto sus pantalones de pana marrón más nuevos y una camisa roja de franela que le había regalado su tío Art por Navidad.
En el último pasto encontró un grupo de muchachos sucios y cansados alrededor de un agujero que se hundía un metro en la ladera. Debajo de ellos, el suelo estaba lleno de grandes piedras que habían sacado de allí.
– Hola. -Duane se sentó sobre una de las piedras más grandes-. Qué, ¿la habéis encontrado por fin?
Las sombras se estaban alargando y envolvían toda esta parte de la Vertiente. El riachuelo era poco más que un chorrito de agua a seis metros por debajo de ellos, un poco más allá de la zona aplanada que Dale había estado siempre seguro de que era el «camino de los contrabandistas».
Dale se enjugó la frente y dejó un surco de barro.
– Creemos que sí. Mira, hemos encontrado esta vieja madera carcomida ahí, detrás de aquella piedra grande.
Duane asintió con la cabeza.
– Un viejo tronco, ¿eh?
– ¡No! -dijo Lawrence con irritación. Tenía la camiseta hecha un asco-. Es una de esas cosas de madera de encima de la entrada de la Cueva.
– El marco -dijo Mike.
Duane asintió con la cabeza y golpeó el leño con su bamba. Había rabos de ramas cortadas en él.
– ¡Hum!
– Ya les dije que eran una mierda -dijo Jim Harlen, bastante satisfecho.
Se movió para que la escayola le molestase menos. Era evidente que el brazo aún le dolía, y llevaba una venda alrededor de la cabeza que a Duane le recordó la Insignia roja del valor de Crane. Trató de imaginarse a Jim Harlen como Henry Fleming.
– ¿También has estado cavando? -le preguntó Duane.
Harlen resopló
– No lo he hecho nunca. Mi trabajo consistirá en vender el licor cuando lo encontremos.
– ¿Crees que todavía podrá beberse? -dijo Duane, en un tono inocente.
– Se hace añejo con el tiempo, ¿no? -dijo Harlen-. El vino y los licores son más caros cuando han envejecido, ¿verdad?
Mike O'Rourke hizo un guiño.
– No creemos que ocurra lo mismo con la ginebra. ¿Tú qué opinas, Duane?
Duane cogió una ramita y trazó dibujos sobre el montón de tierra blanda que habían excavado. El agujero era lo bastante profundo para que Lawrence pudiese meterse de cabeza en él y dejar sólo al descubierto las piernas hasta las rodillas. Duane advirtió que en realidad no era un túnel -no parecía que pudiese haber allí una cueva- sino simplemente un corte en la ladera, el más reciente de muchos.
– Yo creo que ganaréis más dinero vendiendo los coches viejos que hay ahí dentro -dijo, siguiendo el juego.
A fin de cuentas, ¿qué mal había en imaginarse una cueva bien abastecida a pocos metros debajo del blando suelo? ¿Había algo más fantasioso que la «investigación» que había estado haciendo él durante dos semanas?
Sólo entonces se dio cuenta Duane de que no había nada fantasioso en su búsqueda. Se tocó el bolsillo de la camisa y entonces recordó que había dejado la libreta en casa, junto con las otras, en su escondite.
– Sí -dijo Dale-. O podríamos hacer una fortuna mostrando a los turistas el lugar. El tío Henry dice que podemos instalar luces eléctricas y dejarla tal como era antes.
– Muy bien -dijo Duane-. Ah, tu madre me ordenó que os dijese que volváis a casa para lavaros. Ya han puesto la carne en la parrilla.
Los chicos vacilaron, debatiéndose entre su menguante obsesión y su hambre creciente. Triunfó el hambre.
Regresaron al paso de Harlen, con las palas sobre el hombro como fusiles, hablando y riendo. Las vacas que volvían al establo miraron curiosamente al grupo y se apartaron para dejarles pasar. Los seis muchachos estaban todavía a cien metros de la última valla cuando olieron en la brisa de la tarde el aroma de los bistecs que se estaban asando.
Comieron en el patio de piedra del lado este de la casa, mientras las sombras engullían la luz dorada sobre el césped. Brotaba humo de la barbacoa que había montado el tío Henry más allá de la bomba de agua, cerca de la valla de madera. A pesar de las protestas de Mike de que el maíz, la ensalada, los panecillos y el postre serían una cena más que suficiente, la tía Lena había frito dos bagres para él y le había preparado un bocadillo con pan crujiente. Junto con el pescado y la carne, los chicos recibieron dos grandes cestas de cebollas para acompañar las verduras que habían sido arrancadas del huerto una hora antes. La leche, ordeñada y guardada en la vaquería del tío Henry aquel mismo día, era muy fría y cremosa.
Comieron mientras se disipaba el calor del día. Se había levantado viento para aliviar la humedad y agitar las ramas encima del jardín. Los maizales infinitos del lado oeste de la carretera y hacia el norte parecían suspirar en un lenguaje sedoso.
Los muchachos estaban sentados sobre los escalones de piedra y los bordes de los macizos de flores -tía Lena había adornado una hectárea de jardín con flores en los puntos estratégicos-, mientras que los adultos formaban un círculo, con los platos sobre las rodillas o encima de los anchos brazos de sus sillones de madera. El tío Henry había traído un barrilito de su cerveza de confección casera, y las jarras habían sido enfriadas en la nevera que se hallaba en el garaje.