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Barney sacó una libreta del bolsillo, escribió en ella con un trozo de lápiz y levantó la cabeza.

– ¿Lo notificaste al sheriff Conway?

– Ya lo creo que se lo dije -respondió el viejo. Estaba nervioso y se frotaba las mejillas. Se había afeitado por la mañana y la ausencia de pelos parecía desconcertarle-. Me dijo que «lo estudiaría». Yo le dije que haría bien en estudiarlo, porque presentaría una querella contra él y contra Congden si no llevaban a cabo una investigación completa.

– Entonces, ¿crees que hubo un segundo vehículo?

El viejo miró atrás hacia Duane, que estaba plantado en mitad de la puerta.

– Sé que mi hermano no entró con el Cadillac en el puente a más de ciento diez kilómetros por hora y por su propia voluntad -dijo al policía Barney-. Art era un imbécil en lo de observar los límites de velocidad, aunque fuese en carreteras infames como Jubilee College Road. No; alguien le echó de la calzada.

Barney volvió a su coche.

– Llamaré a Conway y le diré que también yo voy a investigar esto.

Duane pestañeó, detrás de la puerta de tela metálica. El policía del pueblo no tenía competencia para investigar muertes en las carreteras del condado. Lo que estaba haciendo era un puro y simple favor.

– Mientras tanto -prosiguió el policía-, diré a nuestro juez de paz que sus vecinos deben de estar equivocados. Tal vez el perro murió de muerte natural. El muy hijo de puta la ha emprendido conmigo algunas veces. -Tendió la mano al viejo-. Siento mucho lo de Art, Darren.

El viejo, sorprendido, estrechó la mano del agente. Duane se acercó a su padre, y juntos observaron cómo se alejaba el coche por el largo camino de entrada. Duane pensó que si se volvía a mirar a su padre encontraría lágrimas en sus ojos, por primera vez desde el accidente. Y no se volvió a mirarle.

Aquella tarde fueron a buscar un traje a casa del tío Art, para llevarlo a la funeraria de Peoria la mañana siguiente.

– Una maldita estupidez -murmuró el viejo, mientras recorrían los seis kilómetros y medio en la camioneta-. No van a exhibirlo, sólo lo van a incinerar en el ataúd. Igual podría estar desnudo; no creo que a él ni a nosotros nos importe lo más mínimo.

Duane reconoció en su manera de refunfuñar otra señal de un día sin alcohol, así como de dolor o de malhumor en general. El viejo estaba a punto de batir el récord de los últimos dos años.

Esta excursión era lo que Duane había estado esperando. No había querido dar demasiada importancia al hecho de buscar señales del libro que había encontrado el tío Art y que llevaba para mostrárselo cuando le habían matado; pero sabía que su padre tendría que ir allí antes del entierro.

Era ya de noche cuando llegaron. El tío Art había vivido en una blanca casita de campo a unos cientos de metros de la carretera. La alquilaba a la familia que seguía cultivando los campos de los alrededores, este año de alubias, y sólo el huerto de detrás de la casa era obra del tío Art. El viejo miró el huerto un momento antes de entrar por la puerta de atrás, y Duane supo que estaba pensando que tendrían que venir aquí para cuidarlo. Dentro de pocas semanas estarían comiendo los tomates que tanto gustaban al tío Art.

La casa no estaba cerrada. Duane pestañeó y se ajustó las gafas al entrar, sintiéndose acometido de nuevo por el dolor y la impresión de pérdida. Se dio cuenta de que ello se debía al olor del tabaco de pipa del tío Art en el aire inmóvil y atrapado. En aquel instante comprendió lo efímera que era la vida, lo fugaz que resultaba la presencia de cualquiera: unos pocos libros, un olor a tabaco que su consumidor no volvería a disfrutar, unas cuantas prendas de vestir que serían utilizadas por otros, las inevitables fotografías, documentos y correspondencia que significarían mucho menos para cualquier otro. Con una sensación parecida al vértigo, Duane comprendió que un ser humano no causaba en este mundo una impresión más duradera que la de una mano en el agua. Retira la mano, y el agua se apresura a llenar el hueco, como si nada hubiese ocurrido.

– Sólo será un minuto -dijo el viejo, casi en voz baja, por una razón que ninguno de los dos comprendía, pero a la que se sometían-. Puedes quedarte aquí.

Habían cruzado la cocina y entrado en el más oscuro «estudio».

Duane encendió una luz y asintió con la cabeza. El viejo desapareció en el dormitorio. Duane oyó que abría la puerta del armario.

La casa de tío Art era pequeña: sólo una cocina, un «estudio» en lo que antes había sido comedor y que no se utilizaba, un cuarto de estar donde apenas cabía una tumbona, muchos estantes con libros, dos sillones a los lados de una mesa con un tablero de ajedrez -Duane reconoció la partida que el tío Art y él habían estado jugando hacía tres fines de semana-, y un aparato de televisión muy grande. El pequeño dormitorio era la última habitación. La puerta principal se abría a un pequeño porche de cemento que daba a unos dos acres de jardín. Ningún visitante entraba ni salía nunca por la puerta principal, pero Duane sabía que al tío Art le gustaba sentarse en el porche por la noche, fumando su pipa y mirando hacia el norte a través de los campos. Se podía oír bastante bien el tráfico en la Jubilee College Road, pero los coches quedaban ocultos por la colina.

Duane salió de su ensimismamiento y trató de concentrarse. El tío Art había dicho una vez que llevaba un diario, desde 1941. Duane pensó que el libro que había mencionado por teléfono había desaparecido, robado por Congden o por quien fuese, pero podía haber alguna mención de él.

Encendió la lámpara de encima de la desordenada mesa. El comedor había sido la habitación más grande de la casa, y el «estudio» se componía de librerías que llegaban desde el suelo hasta el techo, llenas de libros en su mayor parte encuadernados, y librerías más bajas en el centro de la estancia, a ambos lados de la puerta grande que Art había convertido en mesa escritorio.

Sobre ésta había facturas, el teléfono, montones de cartas que Duane miró sólo por encima, recortes de columnas de ajedrez de periódicos de Chicago y de Nueva York, revistas, historietas de The New Yorker, una foto enmarcada de su segunda esposa, otro marco con un dibujo de Leonardo da Vinci de un aparato parecido a un helicóptero, un tarro lleno de canicas, otro lleno de regaliz -Duane había metido mano en él desde que podía recordar-, y trozos de papel con viejas listas de la compra, listas de compañeros de la fábrica de orugas que eran miembros del sindicato, listas de ganadores del Premio Nobel, y miles de cosas. Ningún diario.

La mesa no tenía cajones. Duane miró a su alrededor. Podía oír que el viejo revolvía cajones en el dormitorio, probablemente buscando ropa interior y calcetines. Sólo tardaría un minuto.

«¿Dónde guardaría un diario el tío Art?» Duane se preguntó si sería en el dormitorio. No, Art no escribía en la cama. Lo haría aquí, en su mesa de trabajo. Pero en ésta no había ningún libro. Ni tenía cajones.

«Libros.» Duane se sentó en el sillón del viejo capitán, sintiendo cómo habían desgastado el barniz los brazos de su tío. «Él debía de escribir todos los días en su diario. Probablemente todas las noches, sentado aquí.» Duane extendió la mano izquierda. «El tío Art era zurdo.»

Una de las librerías bajas, la colocada cerca del caballete izquierdo de soporte de la puerta grande que hacía de mesa, estaba al alcance de su mano. En realidad era un doble estante, con libros vueltos hacia fuera y otros, más de una docena de volúmenes sin título, vueltos hacia dentro, casi invisibles en la oscuridad de debajo de la mesa. Duane sacó uno de ellos: encuadernado en cuero, papel grueso y de primera calidad, unas quinientas páginas. No había letra impresa en su interior sino una escritura apretada hecha con una anticuada pluma. La escritura llenaba todas las páginas y era literalmente ilegible.

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