– ¡Bravo! -dijo Kevin.
Todos lanzaron gritos de aprobación.
Lawrence se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y del pelo al cepillo e hizo una profunda reverencia.
A partir de entonces y durante las dos horas siguientes, mientras se extinguía la tarde en el bosque, fueron muriendo los muchachos. Se turnaban en la cima mientras los otros arrojaban terrones. Cada vez que uno era alcanzado, empezaba a morirse.
La muerte de Kevin era innegablemente cómica, en su rigidez. Parecía un actor anciano que tuviese que tumbarse en el suelo después de recibir un tiro. Generalmente conservaba la gorra en su sitio al caer. Daysinger y McCown eran los que gritaban mejor, marchando hacia su fatal destino entre gemidos, alaridos y gruñidos. Mike caía con una gracia singular y era el que más tiempo conservaba su posición al pie de la colina. Ni siquiera una segunda lluvia de terrones podía hacerle mover contra su voluntad. Dale mereció la aprobación general lanzándose el primero de cara a la muerte, perdiendo piel de la nariz al abrir un surco cuesta abajo con la cabeza.
Pero fue Lawrence quien retuvo la corona.
Su coup de grace definitivo consistió en tambalearse hacia atrás y perderse de vista durante medio minuto, mientras los otros chicos empezaban a murmurar preguntándose dónde estaría, y aparecer de pronto sobre la cumbre, saltando a toda velocidad. Dale lanzó una exclamación ahogada, y sintió el corazón en la garganta cuando su hermano pequeño saltó al espacio, a diez metros encima de él. Su primer pensamiento fue: «Dios mío, se va a matar.» Y el segundo e inmediato: «Mamá me va a matar.»
Lawrence no se mató. No del todo. El salto fue tremendo, fuerte y lo bastante largo para llevarle dentro de la charca de la cantera -no dio en el duro borde por muy pocos centímetros-, y a consecuencia del golpe lanzó agua sobre McKown y Kevin.
Este extremo de la charca era el menos profundo, apenas un metro y medio en este punto, y Dale se imaginó a su hermano pequeño hundiendo la cabecita puntiaguda en el lodo del fondo. Dale se había quitado la camiseta de manga corta, con intención de saltar para salvarle, sintiendo ciertas náuseas al pensar que tendría que hacer la respiración boca a boca al pequeño desgraciado para reanimarle, cuando Lawrence emergió a la superficie, mostrando los dientes en una amplia sonrisa.
Esta vez, el aplauso fue real.
Todos tenían que intentar lo que Kev llamó el Salto de la Muerte. Dale lo ejecutó después de tres falsas salidas y sólo porque no podía volverse atrás con los otros observándole desde abajo. ¡La charca estaba tan lejos! Incluso con las largas piernas de un alumno de sexto, había que correr rápidamente cuesta arriba, al cruzar la cima, y tomar el impulso adecuado en el borde de ésta para poder salvar la dura orilla del estanque. Dale no lo había intentado nunca, y tampoco lo habría hecho ninguno de los otros si no hubiesen visto que era posible. Dale sintió nacer una envidiosa admiración por su hermano menor en el fondo de su mente, aunque se sorprendió a sí mismo cuando consiguió ejecutar el salto en el cuarto intento.
Dale Stewart voló durante unos pocos segundos, pareciendo cernerse a ocho metros sobre las cabezas de sus amigos, todavía al nivel de la cima de su pequeña colina, con la charca a una distancia imposible más allá del fangoso suelo endurecido por el sol. Entonces la fuerza de la gravedad se acordó de él, y cayó agitando los brazos Y las piernas como si quisiera pedalear en el aire…, seguro de que no lo conseguiría…, después absolutamente seguro de no lograrlo… y luego consiguiéndolo por centímetros y sintiendo que el agua verde y tibia del estanque de la cantera le envolvía y le llenaba la nariz; estiró las dobladas piernas para tomar impulso en el cenagoso fondo, y salió de nuevo al aire y a la luz, chillando de puro entusiasmo, mientras los otros muchachos gritaban y aplaudían.
Kevin fue el último en saltar. Los otros muchachos tuvieron que esperar durante diez minutos mientras él carraspeaba, vacilaba, observaba el viento, se ataba una y otra vez los cordones de las bambas y subía la rampa para lanzarse al fin desde la cima como una bala de cañón. Su salto fue el más largo de todos y cayó al agua a más de un metro de la orilla, con las piernas juntas y tapándose la nariz con los dedos. Kev había sido el único en tomar la precaución de quitarse los tejanos y la camiseta de manga corta, quedándose en calzoncillos y bambas para el salto.
Salió a la superficie sonriendo. Los otros aplaudieron y le arrojaron al agua los tejanos, la camiseta y los calcetines. Kevin salió gruñendo en alemán y apenas si observó cómo Lawrence hacía su sexta zambullida, esta vez con un salto mortal antes de caer al agua.
Como ya estaban mojados, los chicos corrieron alrededor de la cantera con las empapadas bambas y fueron a nadar con entusiasmo, sumergiéndose en la parte más honda de la charca desde unas peñas de dos metros y medio de altura. No era donde solían nadar porque generalmente la presencia de demasiadas serpientes de agua y la preocupación de los padres por la «cantera insondable», les hacía preferir que alguien les llevase hasta el estanque de Hartley, en Oak Hill Road, por lo que todavía les pareció más delicioso aquel baño de primera hora de la tarde.
Después se secaron en la orilla durante cosa de una hora -Dale se durmió y se despertó sobresaltado- y formaron equipos para jugar de nuevo al escondite en el bosque. Mike sonrió al grupo de muchachos vestidos con prendas que se habían arrugado de un modo extraño al secarse.
– ¿Quién viene conmigo?
Lawrence y McKown fueron con él. Dale, Gerry y Kev les dieron cinco minutos de ventaja -contando hasta trescientos como hace el Boy Scout- antes de meterse en el bosque para buscarlos. Dale sabía que, por acuerdo tácito, Mike y Lawrence no utilizarían uno de sus campamentos secretos.
Se persiguieron entre los árboles y en los pastos durante otra hora y media, cambiando los equipos según les parecía, deteniéndose para beber de la botella de agua que había traído McKown y rellenado en la charca, aunque su color verdoso no gustaba a Kevin, y acabando por volver juntos hacia el lado sur de la cantera y los primeros ochocientos metros de Gypsy Lane.
Sus bicis estaban donde las habían dejado, junto a la valla de atrás. El sol era una bulbosa esfera roja suspendida sobre los campos de maíz del viejo Johnson en el oeste. El aire estaba denso con la neblina del atardecer, el polen, el polvo y la humedad; pero el cielo parecía infinito y traslúcido al disponerse el azul a volverse más oscuro con el crepúsculo.
– ¡Maricón el que pase el último por delante de la Taberna del Arbol Negro! -dijo Gerry Daysinger, arrancando y pedaleando sobre la dura rodada de la carretera empedrada al hundirse ésta en la sombra del pie del monte.
Los otros gritaron y trataron de alcanzarle, rodando cuesta abajo a gran velocidad en la penumbra, sintiendo el aire fresco de encima del barranco al azotar sus cabellos cortados al cepillo, y levantándose después para pedalear con más fuerza al subir por la pendiente. Si hubiese aparecido un coche en la cuesta de delante de la Taberna del Arbol Negro, los muchachos habrían tenido que salir de las roderas hacia el lado donde la capa de grava era más gruesa, y casi con seguridad se habrían arañado las rodillas y se habrían rasgado alguna prenda. Pero no les importaba. Pedaleaban con fuerza, gritando menos para ahorrar el aliento en los últimos veinte metros, y jadeando y resoplando todos ellos al alcanzar el llano próximo al camino de entrada de la taberna.
Mike ganó. Miró atrás y sonrió, antes de agachar la cabeza y seguir la carrera hacia Jubilee College Road, a unos cientos de metros de distancia.
Se relajaron al torcer hacia el oeste en dirección a Elm Haven, rodando ahora los seis en dos filas de a tres. Lawrence fue el primero en levantar las manos del manillar y echarse atrás con los brazos cruzados y sin dejar de pedalear.