Los trastos viejos eran limpios. Pero no éstos. Detrás de la casa de Cordie había muelles oxidados, retretes rotos -aunque Dale estaba seguro de que Cordie había dicho una vez que tenían un retrete exterior-; parabrisas de automóvil con trozos de cristal roto asomando entre las matas; herrumbrosos accesorios de automóvil, que parecían órganos de algún robot monstruoso; cientos de botes de hojalata, con las afiladas tapas levantadas como hojas de sierras circulares; triciclos rotos que parecían haber sido aplastados por un camión al pasar varias veces por encima de ellos; muñecas tiradas, con moho en la sonrosada carne de plástico y ojos muertos mirando al cielo. Dale pasó al menos diez minutos inspeccionando el terreno lleno de trastos de detrás de la casa de Cordie, antes de bajar los prismáticos y frotarse los ojos. «¡Qué diablos hacen con toda esa basura!»
Dale descubrió que espiar era un trabajo muy aburrido. Al cabo de media hora tenía las piernas entumecidas, se deslizaban insectos sobre él, el calor le producía dolor de cabeza, y lo único que había visto era la madre de Cordie descolgando la ropa lavada de la cuerda -las sábanas parecían grises y manchadas- y gritando a los dos pequeños y mugrientos Cooke, que se estaban salpicando el uno al otro en el charco de barro más hondo, mientras se pellizcaban la nariz y enjugaban los dedos con los pantalones cortos.
No había señal de Cordie. Ni de nada de lo que estaba buscando. Pero ¿qué estaba buscando? Bueno, Mike podía encargarse de esto, si quería vigilar a Cordie Cooke.
Dale estaba a punto de dar por terminada su tarea cuando oyó pisadas en el terraplén de la vía férrea. Se agachó y cubrió los prismáticos con una mano, para que no brillase el sol en las lentes, y trató de ver de quien se trataba. Vio unos pantalones de pana entre las hojas, y unas piernas que caminaban con un contoneo que le era familiar.
«¿Qué diablos está haciendo Duane aquí?»
Dale corrió para cambiar de posición, haciendo ruido en los matorrales, pero la vía férrea trazaba una curva y se perdía de vista a treinta metros hacia el norte, y cuando Dale llegó a un lugar desde el que podía ver algo, no había ya nada que ver
Empezó a retroceder hacia su puesto de observación, pero un movimiento de algo gris entre los árboles de delante de él hizo que se pusiese a cubierto y utilizase los gemelos.
Cordie caminaba resueltamente entre los árboles, en dirección a la vía férrea. Llevaba una escopeta de dos cañones.
Dale sintió que le flaqueaban las rodillas. ¿Y si ella le había visto? Cordie estaba loca; esto no era un insulto, sino solamente un hecho. El año anterior, en el quinto curso, había un nuevo profesor de música, un tal señor Aleo de Chicago, que a ella no le gustaba, y Cordie le escribió una carta diciendo que iba a azuzar a sus perros contra él y que le arrancaría los brazos y las piernas y otras cosas. Había leído la carta a los de su clase en el patio de recreo, antes de entrar para dársela a él.
Probablemente fue lo de las «otras cosas» que serían arrancadas lo que le valió el suspenso. El señor Aleo dimitió de Elm Haven y volvió a Evansville antes de que terminase el año escolar.
Cordie estaba loca. Esto era cierto. Si había visto a Dale, podía darle fácilmente caza para asesinarle.
Dale se tumbó de bruces entre las hierbas, tratando de no respirar, tratando de no pensar siquiera, ya que creía que los locos eran telepáticos.
Cordie no miró hacia la derecha ni hacia la izquierda al caminar entre los árboles y subir al terraplén, a unos quince metros más al sur del sitio por el que había bajado Dale, y empezó a andar en dirección a la ciudad. La escopeta era mayor que ella, y la llevaba sobre un hombro como hubiese podido hacerlo un soldado enano.
Dale esperó hasta que se perdió de vista, y entonces empezó a seguirla, teniendo buen cuidado de que ella no pudiese verle. Estaban a medio camino del pueblo, entre la fábrica de sebo y el elevador de grano abandonado, y Cordie caminaba todavía a unos sesenta metros delante de él, sin mirar nunca atrás ni a ningún lado, pasando de una traviesa a otra como un muñeco de cuerda con un sucio vestido gris, cuando de pronto él llegó a un recodo y ella se perdió de vista.
Dale vaciló, observó la vía férrea y el bosque de enfrente con los prismáticos, y levantó cautelosamente la cabeza para ver si ella había entrado en el bosque del lado este de la vía.
Una voz conocida dijo detrás de él:
– ¡Oh, si es el maldito niño Stewart! ¿Te has perdido, mocoso?
Dale se volvió despacio, sosteniendo todavía los gemelos de su padre.
C. J. y Archie estaban allí, a menos de tres metros de él. Había estado tan atento a que Cordie no le viese ni oyese, que nunca había mirado atrás.
Archie iba descamisado, con un pañuelo rojo atado alrededor de la frente del que sobresalían los cabellos grasientos. Tenía la cara gorda congestionada, y el ojo de cristal brillaba bajo la luz de la mañana avanzada C. J. estaba con un pie sobre la vía y el otro sobre la carbonilla del lado derecho. Su actitud le hizo pensar en un cazador blanco granujiento en un safari. A ello contribuía el rifle que sostenía sobre el antebrazo.
«¡Dios mío!», pensó Dale. Sintió de pronto tan débiles las piernas que no creyó que pudiese correr si tenía oportunidad de hacerlo. «¿Qué es esto? ¿El Día Nacional de la Caza?» Se imaginó que lo había dicho en voz alta, tan tonto sonaba aquello. Se imaginó que C. J. y Archie se reían, que tal vez uno de ellos le daba palmadas en la espalda y que los dos se volvían en redondo, dirigiéndose al vertedero para cazar ratas.
– ¿De qué coño te ríes, mocoso? -gritó C. J. Congden, hijo único del juez de paz de Elm Haven.
Levantó el rifle y apuntó directamente a la cara de Dale desde tres metros de distancia. Se oyó un chasquido, al ser soltado el seguro o tal vez levantado el percutor.
Dale trató de cerrar los ojos, pero ni siquiera esto pudo conseguir. Se dio cuenta de que estaba resguardando los prismáticos para que la bala no los rompiese al clavarse en su pecho. Sintió una necesidad tan fuerte de esconderse detrás de algo como la de orinar cuando uno va no puede aguantar más…, pero sólo podía esconderse detrás de sí mismo.
La pierna derecha de Dale empezó a vibrar ligeramente. El corazón le palpitaba con tal fuerza que parecía haberle dejado sordo; C. J. decía algo, pero no podía oírlo.
Congden avanzó dos pasos y apoyó la boca del cañón en el cuello de Dale Stewart.
Duane McBride encontró con bastante facilidad la habitación de Jim Harlen. Era una habitación doble, pero la cortina estaba descorrida y no había nadie en la segunda cama. La fuerte luz de junio entraba a raudales por la ventana y pintaba un rectángulo blanco en el suelo embaldosado.
Harlen estaba durmiendo. Duane observó el corredor vacío y cerró la puerta en el momento en que el ruido de los zapatos de una enfermera se acercó a la esquina.
Duane se acercó más y vaciló. No había estado seguro de lo que iba a ver; tal vez a Harlen en una tienda de oxígeno, con las facciones deformadas por el plástico transparente, casi rodeado enteramente de altas bombonas, tal como había estado el abuelo de Duane poco antes de morir, hacía dos años; pero Jim estaba durmiendo tranquilamente debajo de una sábana almidonada y una manta fina, sólo el brazo izquierdo escayolado y una blanca corona de vendas alrededor del cráneo, para dar testimonio de sus lesiones. Duane se quedó plantado allí hasta que se alejó el crujido de los zapatos en el pasillo, y entonces se acercó más a la cama.
Harlen abrió rápidamente los ojos, como un búho al despertar, y dijo:
– Hola, McBride.
Duane casi dio un salto atrás. Pestañeó y dijo:
– Hola, Harlen. ¿Estás bien?
Harlen trató de sonreír y Duane observó lo delgados y exangües que parecían los labios del chico.