Pero éste parecía más perplejo que dañado, más curioso que asustado.
– ¡Maldito seas! -gritó Mike entre sus avemarías.
Disparó de nuevo. Volvió a cargar. Acercó otro metro el arma, arrastrándose hacia delante, y disparó otra vez. Al menos le quedaban diez cartuchos. Se retorció para sacar alguno del bolsillo de la derecha.
Aquella cosa parecida a una lamprea se retiró detrás del recodo del túnel.
Sin dejar de gritar, sólo en parte coherente, y arrastrándose sobre las rodillas y los codos despellejados, Mike lo siguió lo más deprisa que pudo.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Dale. Habían salido del cuarto de la caldera a un estrecho pasillo, lo habían seguido, habían doblado varias esquinas a la izquierda, y habían llegado a un corredor más ancho. Ahora volvían a estar en otro más estrecho. Había tuberías gigantescas instaladas en el techo. Los pasillos del sótano estaban llenos de pupitres amontonados, cajas de cartón vacías, pizarras destrozadas. Y telarañas. Muchas, muchas telarañas.
– No sé dónde estamos -dijo Harlen a su vez. Los dos chicos tenían encendidas las linternas. Los rayos pasaban de una superficie a otra como insectos locos-. Este extremo del sótano era del dominio de Van Syke. Ninguno de nosotros entraba aquí.
Esto era bastante cierto. El pasillo era estrecho; el techo, bajo; había muchas pequeñas puertas y accesos en el hormigón inclinado y en las paredes de piedra. Las tuberías rezumaban humedad. Dale pensó que aquel lugar era un laberinto, que nunca encontrarían el camino hacia los pasillos que conocía después de años de bajar a los aseos del sótano. La escalera de éste se hallaba debajo de la principal del colegio.
Llegaron a otra esquina. El dedo pulgar de Dale había estado tenso sobre el percutor de la Savage durante bastante rato aunque tenía puesto el seguro. Estaba convencido de que se volaría una pierna en el momento menos pensado. Harlen tenía los dos brazos estirados, con la linterna en la mano de debajo de la escayola y la pistola del 38 en la otra. Harlen se movía como una veleta bajo un fuerte viento.
El sótano de Old Central no estaba en silencio. Dale oía crujidos, resbalones, arañazos -las cañerías transmitían ecos y temblores de gemidos, como si una boca enorme respirase dentro de ellas desde arriba-, mientras que las gruesas paredes de piedra parecían dilatarse y contraerse ligeramente, como si algo muy grande apretase y aflojase la presión desde el otro lado.
Dale dobló otra esquina, describiendo rápidos arcos de luz con la linterna y teniendo la Savage levantada hasta el hombro, a pesar del dolor del brazo derecho.
– ¡Vaya mierda! -exclamó Harlen dando la vuelta detrás de él.
Se hallaban en el pasillo principal del sótano. Dale lo reconoció de años de bajar al lavabo, caminando hacia los salones de música y de arte en el extremo del largo corredor. Las escaleras, una para bajar y otra para subir, estarían a otros veinte metros a lo largo de este pasillo.
De las cañerías colgaban estalactitas grises de humedad. Las paredes estaban cubiertas de una especie de fina capa de aceite verdoso. Había montones de una materia gris en el pasillo, como estalagmitas en formación de velas gigantescas y fundidas.
Pero no fue esto lo que le hizo exclamar a Harlen: las paredes estaban llenas de agujeros, algunos de dos palmos de diámetro y otros abriéndose desde el suelo hasta el techo. Del corredor central partían túneles que desaparecían en el suelo y en la piedra del campo de fútbol. Una débil fosforescencia brotaba de estos túneles; Dale y Harlen hubiesen podido apagar sus linternas y ver con toda claridad en este sitio sin ventanas.
Pero no las apagaron.
– Mira -dijo Harlen.
Empujó una puerta en la que había una sola palabra pintada: CHICOS. Dentro de lo que había sido su lavabo, los tabiques de metal habían sido arrancados de sus soportes y retorcidos como si hubiesen sido de hojalata. Los retretes y urinarios también habían sido desprendidos y empujados casi hasta el techo, con tubos y accesorios colgando de ellos.
La larga habitación estaba casi llena de estalactitas grises, montones de cera verdosa y suavemente pulsátil, y tiras de algo que parecía como una tela de araña hecha de piel lampiña. El agujero redondo de la pared de su izquierda tenía al menos dos metros y medio de diámetro. Dale percibió el olor a tierra mojada y a podredumbre que salía de él. Había otra docena de túneles, algunos en el suelo y en el techo.
– Vayámonos de aquí -murmuró Harlen.
– Mike dijo que se reuniría con nosotros aquí abajo.
– Es posible que Mike no venga -dijo Harlen-. Encontremos a tu hermano y larguémonos.
Dale vaciló sólo un segundo.
Las escaleras habían estado cerradas por puertas de batiente. Una de ellas, la del lado norte, había sido arrancada de sus goznes superiores y pendía torcida. Dale se apoyó en ella e iluminó la escalera con la linterna.
Un fluido oscuro descendió por los peldaños entre montículos grises y la cera escarchada de las paredes. Se deslizó por debajo de la puerta y se encharcó alrededor de las bambas de Dale y de Harlen.
Dale respiró tres veces hondo, apartó la puerta a un lado y empezó a subir la escalera hacia el primer descansillo, sintiendo y oyendo chapotear sus bambas a cada paso. El líquido era de un rojo parduzco mate, pero parecía demasiado espeso para ser agua o sangre. Más bien parecía aceite de motor o líquido de transmisión. Olía un poco a orines de gato. Dale se imaginó un gato gigantesco de tres pisos de alto agazapado encima de ellos, y casi se echó a reír. Harlen le dirigió una mirada de aviso.
– Mike subirá a buscarnos -murmuró Dale sin preocuparse de quién pudiese oírle.
Pero en aquel instante no creía que Mike estuviese todavía vivo.
A dos largas manzanas hacia el sur, al otro lado de la abandonada y oscurecida Main Street, el Bandstand Park estaba vacío, salvo por la limusina aparcada en la franja enarenada del lado oeste. El proyector todavía funcionaba porque había sido conectado con el circuito del departamento de bomberos voluntarios. El quiosco de música estaba en silencio, con el gran agujero del suelo sólo visible desde cierto ángulo. Una rama muy gruesa había caído sobre los altavoces, aplastándolos ~; enmudeciendo la película.
La pantalla había sido parcialmente arrancada de sus soportes en la pared del Parkside Café, y la lona de cuatro y medio por seis chasqueaba sobre aquélla, como un cañón de fuego rápido. En la pantalla, un hombre y una mujer luchaban en lo que parecía ser un calabozo. La cámara pasó a una habitación encima de ellos, donde un candelabro volcado encendía una cortina de terciopelo rojo. El fuego se extendía, elevándose hasta el techo.
Una mujer abrió la boca para gritar pero no se oyó más ruido que el chasquido de la lona y el estampido más fuerte de un rayo.
Un largo semirremolque pasó por Hard Road, con los lados metálicos azotados por el viento con fuerza de galerna y los limpiaparabrisas oscilando a pesar de que aquí no llovía. No redujo la marcha al pasar por la zona eléctricamente controlada de limitación de la velocidad a 40 kilómetros por hora.
Los relámpagos que brillaban hacia el sur revelaron una sólida pared negra que avanzaba sobre los campos en dirección a Elm Haven, a la velocidad que podría alcanzar un caballo a pleno galope; pero no había nadie que pudiese verle.
En la pantalla sacudida por el viento y en la pared blanca del café, las llamas parecían tridimensionales al devorar la Casa Usher.
Kevin saltó sobre el alto guardabarros del camión cisterna, agarró el walkie-talkie y pulsó tres veces el botón de transmisión. No hubo respuesta.
– ¡Eh, Dale…, eh, algo viene hacia aquí! -gritó por radio.
Sólo recibió unos parásitos como respuesta y un chasquido que fue como el eco de un relámpago en lo alto.