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Su madre había preparado su torta predilecta de cereales y pasas. Estaba muy animada, hablando de las películas que por la noche se iban a proyectar en el espectáculo gratuito. El padre de Dale todavía estaba de viaje -su territorio de ventas abarcaba dos estados-, pero llegaría a casa a altas horas de la noche.

Desde el cuarto de estar, Lawrence le gritó a Dale que se diese prisa porque se estaba perdiendo a Ruff y Reddy.

– ¡Es un programa para niños pequeños! -le respondió Dale-.,No me interesa!

Pero comió más deprisa.

– Ah, esto estaba con el periódico esta mañana -dijo su madre, dejando la nota junto al tazón.

Dale sonrió al ver el papel barato del Block del Gran Jefe y reconoció la cuidadosa caligrafía y las faltas de ortografía de Mike:

REUNION DE TODOS EN LA CUEBA

A LAS NUEBE Y MEDIA

M

Dale sacó del tazón el último trozo de tarta y se preguntó qué podía ser tan importante para que se tuviesen que reunir todos allí. La cueva estaba reservada para acontecimientos especiales: secretos asuntos urgentes, reuniones extraordinarias de la Patrulla de la Bici cuando eran más pequeños para preocuparse por aquellas cosas.

– Bueno, ¿verdad que no es realmente una cueva, Dale? -preguntó su madre en tono ligeramente preocupada.

– Pero mamá, si ya sabes que no es más que aquella vieja alcantarilla de más allá del Arbol Negro.

– Está bien, pero acuérdate de que me prometiste segar el césped del Jardín antes de que la señora Sebert venga a visitarnos esta tarde.

El padre de Duane McBride no estaba suscrito al periódico de Peoria -no leía ningún periódico salvo The New York Times, y sólo de tarde en tarde-, por lo que Duane no recibió una de las notas de Mike. El teléfono sonó alrededor de las nueve de la mañana. Duane esperó -era una línea telefónica compartida entre varios abonados, un timbrazo significaba que la llamada era para los Johnson, sus vecinos más próximos; dos, que era la línea de Duane, y tres, que llamaban a Swede Olafson, de la misma calle, más abajo.

El teléfono sonó dos veces, se detuvo y sonó otras dos veces.

– Duane -dijo la voz de Dale Stewart-. Pensé que habrías salido para hacer tus recados.

– Ya los he hecho -dijo Duane.

– ¿Está tu padre en casa?

– Ha ido a Peoria a comprar algunas cosas.

Hubo una pausa. Duane sabía que Dale no ignoraba que muy a menudo su padre no volvía de sus «compras» del sábado hasta altas horas de la noche del domingo.

– Mira, tenemos una reunión en la Cueva a las nueve y media. Mike tiene que decirnos algo.

– ¿Quiénes vamos a ir?

Duane miró su libreta. Había estado trabajando en sus apuntes desde después del desayuno. Había empezado este trabajo particular en abril y la libreta estaba llena de tachaduras, correcciones, párrafos y páginas enteras suprimidos, anotaciones garrapateadas en los estrechos márgenes. Sabía que este ejercicio iba a ser tan imperfecto como todos los demás.

– Ya sabes -dijo Dale-, Mike, Kevin, Harlen y tal vez Daysinger. No sé. He recibido hace un rato la nota junto al periódico.

– ¿Y Lawrence?

Duane miró el mar de maíz que se alzaba, ahora casi hasta la altura de las rodillas, a ambos lados del largo camino enarenado de su casa. Cuando estaba viva, su madre había prohibido que se plantase algo más alto que habas en las ocho hectáreas de delante de la casa. «Cuando crece el maíz, hace que me sienta demasiado aislada -había dicho al tío Art-. Me da claustrofobia.» El viejo la había complacido y había plantado habas. Pero Duane no podía recordar un tiempo en que el verano no significase la lenta separación de su finca del mundo que les rodeaba. «Alto hasta la cintura el cuatro de julio», decía un viejo dicho sobre el maíz; pero en esta parte de Illinois, el cuatro de julio llegaba generalmente a la altura del hombro de Duane. Y más allá de aquella fecha del verano, no era tanto lo que crecía el maíz como lo que se encogía la casa de campo. Duane ni siquiera podía ver el camino vecinal en el que terminaba el de la casa, a menos que subiese al segundo piso para mirar por encima del maíz. Y ni él ni su viejo subían ya al segundo piso.

– ¿Qué quieres saber de Lawrence? -preguntó Dale.

– ¿Vendrá?

– Claro que vendrá. Ya sabes que siempre va con nosotros.

Duane sonrió.

– No quería que te olvidases de tu hermanito -dijo.

Sonó un ruido apremiante en la línea.

– Bueno, Duane, ¿vendrás o no?

Duane pensó en el trabajo que tenía que hacer en la finca aquel día. Tendría suerte si terminaba antes de anochecer, aunque empezase enseguida.

– Estoy muy atareado, Dale. ¿No sabes lo que pretende Mike?

– Bueno, no estoy seguro, pero creo que tiene algo que ver con Old Central. Tubby Cooke ha desaparecido. Ya lo sabes.

Duane hizo una pausa.

– Allí estaré. Las nueve y media, ¿eh? Si salgo ahora podré llegar a eso de las diez.

– ¡Oh! -dijo Dale, y su voz adquirió un tono metálico-. ¿Aún no tienes bici?

– Si Dios hubiese querido que tuviese una bici -dijo Duane-, habría tenido que nacer apellidándome Jchwinn. Nos veremos allí

Colgó antes de que Dale pudiese replicar.

Duane bajó a buscar su libreta con sus apuntes sobre Old Central, se caló una gorra con la palabra GATO en ella y salió a llamar a su perro. Witt acudió enseguida. El nombre se pronunciaba «Vit» y era una abreviatura de Wittgenstein, un filósofo sobre el que discutían incesantemente su padre y el tío Art. El viejo collie estaba casi ciego y se movía despacio debido a la artritis, pero se dio cuenta de que Duane pensaba ir a alguna parte y se acercó a él agitando la cola, esperanzado para indicarle que estaba dispuesto a participar en la expedición.

– ¡Huy! -dijo Duane, temiendo que con aquel calor la caminata resultara demasiado fatigosa para su viejo amigo-. Hoy te quedarás aquí, UIT, Guardando la casa. Yo volveré a la hora de la comida.

El collie consiguió dar a sus ojos, nublados por las cataratas, una expresión dolida y suplicante. Duane le acarició, le llevó de nuevo al granero y se aseguró de que el cuenco estuviese lleno de agua.

– Mantén bien a raya a los ladrones y a los monstruos del maíz, Uitt.

El collie se resignó, con un suspiro canino, y se tendió sobre la capa de paja que le servía de cama.

El día era caluroso cuando Duane descendió por el camino de entrada de la casa hacia la carretera Seis del condado. Se arremangó las mangas de la camisa de franela a cuadros y pensó en Old Central y en Henry James. Acababa de leer The Turn of the Screw y ahora pensó en la hacienda llamada Bly, en la sutil sugerencia de James de que una casa podía resonar con tanta malignidad que creaba «fantasmas» para perseguir a los niños Miles y Flora.

El viejo estaba alcoholizado y era un fracasado, pero también era un ateo convencido y un ferviente racionalista, y había criado a su hijo de esta manera. Desde siempre, Duane había considerado el universo como un complejo mecanismo sujeto a leyes lógicas: unas leyes que solo eran parcial y defectuosamente comprendidas por las pobres inteligencias humanas, pero leyes al fin y al cabo.

Abrió la libreta y encontró el pasaje sobre Old Central. «… una impresión de… ¿mal presagio? ¿De maldad? Demasiado melodramático.

Una impresión de alerta…» Duane suspiró, arrancó la hoja y la guardó en un bolsillo del pantalón de pana.

Llegó a la carretera Seis y torció hacia el sur. La luz del sol resplandecía sobre la gravilla blanca de la calzada y tostaba los antebrazos descubiertos de Duane. Detrás de él, en los campos a cada lado del camino de su casa, los insectos zumbaban y revoloteaban entre el maíz.

Dale, Lawrence, Kevin y Jim Harlen fueron juntos en bicicleta a la Cueva.

– ¿Por qué diablos tenemos que reunirnos tan lejos? -gruñó malhumorado Harlen.

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