Dale sintió la tensión en su cuerpo, montado en la bici y apretando y aflojando la mano sobre el manillar.
– Recuerda -dijo la voz ronca de Mike- que no debéis arriesgaros. No creo que hagan nada en la ciudad y a la luz del día. Si él os sale al paso, entrad en una tienda o en algún otro sitio. ¿Entendido?
– Sí.
– No vayáis directamente hacia el camión aunque éste no responda -dijo Mike. Habían ensayado ya todo esto-: Nos reuniremos en el parque. No perdáis tiempo.
– Recibido -dijo Dale. Bajó la radio-. Allá vamos -dijo en voz alta.
Lawrence iba ligeramente adelantado al subir la última parte del paseo hacia la casa y enfilar el camino más estrecho a lo largo del lado norte de las ruinas. El camión de recogida de animales muertos era casi invisible, cubierto como estaba con lo que parecía una vieja red y ramas cortadas. Estaba detrás de un largo cobertizo herrumbroso y del invernadero de rotos cristales y enmohecido enrejado de metal. Alguien que pasara por allí creería que el camión no era más que otra reliquia abandonada de la finca Ashley.
Dale deseó sinceramente que fuese así.
Se detuvieron justo más allá de la torre de ladrillos manchados de carbón que había sido el hogar. La mansión era casi invisible bajo los hierbajos y las zarzas, y vigas quemadas sobresalían del oscuro sótano. Una bomba con adornos se alzaba en lo que antaño había sido un patio de atrás; según habladurías de los chicos de la población, había gente que ahogaba perros en el pozo.
El camión parecía muerto bajo la luz monótona y gris del día. Las ventanillas reflejaban un cielo gris.
Lawrence desmontó de la bici y miró a su hermano. Este miró a su vez por encima del hombro, se aseguró de que el paseo estaba despejado y dijo:
– Hazlo.
Había muchas piedras sueltas por allí; el camino había estado empedrado antaño. El primer lanzamiento de Lawrence fue bastante acertado e hizo rebotar una piedra del tamaño de un puño sobre el capó del camión, situado a doce metros de distancia. La segunda piedra dio en un guardabarros.
– Todavía nada -dijo Dale en voz lo bastante fuerte para que le oyeran por la radio.
Su primer lanzamiento falló. La segunda piedra cayó sobre la red de camuflaje y las ramas. El olor a animales en descomposición era ahora muy fuerte.
La tercera piedra de Lawrence dio en la tira de metal entre los cristales del parabrisas. La cuarta rompió el faro de la derecha. El camión siguió en silencio y nada se movió a su alrededor.
Pero mientras Dale se estaba poniendo nervioso y Lawrence decía «Creo que ahí no hay nadie…», rugió el motor, chirrió un diferencial y el camión salió traqueteando y dando saltos de entre los edificios. La red y las ramas cayeron a un lado al ser desgarrado el frágil camuflaje por las tablas del remolque.
– ¡Vamos! -gritó Dale, dejando caer su piedra y saltando sobre su bicicleta.
El pie izquierdo no acertó con el pedal, y el muchacho casi cayó sobre la barra -una de esas caídas sobre los testículos que hacen que uno sólo quiera retorcerse sobre la hierba durante una hora-, pero se recobró a tiempo, consiguió que la bici no volcase, bajó la cabeza y pedaleó furiosamente, con Lawrence a tres metros delante de él y sin mirar atrás. Rodaron por el largo paseo entre las arqueadas zarzas, con el camión zumbando a menos de quince metros detrás de ellos, y su hedor siguiéndoles como una ola gigantesca.
– Dame los encendedores -dijo Mike a Harlen.
Estaban tumbados de bruces detrás del descolorido rótulo de la cooperativa, sobre el tejado metálico del elevador de grano, a unos cuatro metros y medio por encima de la plataforma de carga. Kevin se hallaba al otro lado del estrecho camino, tendido sobre el tejado del almacén. Harlen se había encargado de traer los encendedores; había comprobado su bolsillo y había dicho que los tenía antes de encontrarse todos en Catton Road.
Ahora se palpó los bolsillos y abrió mucho los ojos.
– Creo que los he olvidado…
Mike le agarró ansioso de la camisa,y casi lo levantó del cálido tejado.
– No me jodas, Jim.
Harlen sacó cinco encendedores, todos ellos llenos. Su padre los había recogido y guardado en el fondo de un cajón durante tres años.
Mike arrojó dos a Kevin, se guardó uno en el bolsillo y volvió a tumbarse detrás del rótulo. De pronto sonó la radio y la voz de Dale gritó:
– ¡Nos está persiguiendo!
El camión era más rápido de lo que ellos habían imaginado, cambiando de marchas al perseguirles por el paseo. Incluso con la ventaja de media manzana que tenían, los alcanzaría antes de que llegasen a Main Street. A su izquierda no había más que el terraplén del ferrocarril y campos de maíz; a la derecha la calle que conducía a la casa Sperling no tenía salida.
Dale alcanzó a Lawrence, se adelantó un poco, miró hacia atrás y vio la cabina roja y el oxidado radiador del camión reduciendo la distancia, y entonces torció a la derecha para cruzar el Bandstand Park, repicando el guardabarros de atrás de su bici. Cada uno de ellos pasó por un lado distinto del monumento conmemorativo de la Guerra, rodaron entre los bancos del parque y el Parkside Café, y se deslizaron sobre la acera de delante del café y de la Taberna de Carl.
Dale frunció el ceño, con la cabeza baja sobre el manillar y los codos levantados. La maniobra no se desarrollaba tal como habían planeado: tenían que hacer subir el camión por Broad, en dirección al norte. Ahora el camión había tenido que detenerse para dejar pasar un semirremolque que se dirigía al este, y siguió por Main, persiguiéndoles hacia el este.
– ¡Vamos! -gritó Dale a Lawrence, y lanzó su bici sobre el borde de medio metro.
Lawrence hizo lo propio en el mismo instante. Un automóvil grande que se dirigía hacia el oeste hizo sonar el claxon cuando pasaron por delante de él, y ahora se encontraron en el lado norte de la calle, todavía en dirección este pero acercándose al cruce con la Tercera Avenida.
El camión estaba a media manzana detrás de ellos y llevaba una velocidad de más de cincuenta kilómetros por hora. Dale vio un poco de movimiento a través del parabrisas, y el camión rodó entonces sobre la línea central. «A Van Syke o a quienquiera que sea el conductor le importa un bledo que le estén mirando -pensó Dale-. Nos atropellará aquí mismo.»
Dale gritó algo a su hermano y torcieron hacia la izquierda, rozando con el brazo el bajo seto de delante de la casa del doctor Viskes y con los neumáticos de las bicis dejando señales de caucho sobre la desigual acera. Había una cuneta entre la acera y la Tercera Avenida, y si resbalaban dentro de ella, el camión se les echaría encima.
No fue así. Dale dejó que Lawrence le adelantase en la acera del lado oeste de la Tercera ahora en dirección al norte. Un viejo con un bastón -Cyrus Whittaker, pensó Dale- les gritó cuando pasaron zumbando por la acera.
El camión giró al norte por la Tercera Avenida.
Otra manzana y pasarían por delante de la casa donde el doctor Roon tenía una habitación alquilada, y después podrían ver Old Central. Dale no tenía ganas de ver ninguno de aquellos sitios, y estuvo tentado de meterse en el patio de recreo y cruzar hacia Depot Street y su casa. Pero su madre vería al loco que les perseguía con el camión y llamaría a Barney o al sheriff…
Gritó a Lawrence y éste torció a la izquierda por Church Street, volviendo hacia Broad. El camión llegó al cruce a dieciocho metros detrás de ellos, reduciendo la marcha para dejar pasar una furgoneta.
Dale se puso de nuevo en cabeza y subió a la acera dirigiéndose hacia el norte por Broad, pasando por delante de la biblioteca y del edificio estucado y ahora cerrado con tablas que había sido el Palacio de Recreo Ewalts. Casi habían llegado a la casa de la señora Doubbet cuando Dale miró por encima del hombro y se dio cuenta de que el camión ya no los seguía. No lo había visto girar al oeste en Church Street.