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Mike había tenido la intención de dormir durante el día -estaba tan cansado que le escocían los párpados y le dolía la garganta-, pero había demasiado que hacer. Los «vándalos» habían arrancado la tela metálica de la ventana de Memo durante la noche; la madre de Mike había oído el ruido, había entrado corriendo, y había visto que el viento hacía volar papeles y las viejas fotografías en sepia de la mesa de Memo, y que las cortinas se hinchaban hacia fuera, como si alguien acabase de salir por allí.

Memo estaba bien, aunque tan inquieta que sus pestañeos no tenían sentido y no esperaba a que le preguntasen. La madre de Mike estaba trastornada por aquel vandalismo y por el hecho de que la obsesión de su hijo pudiese estar justificada. Había telefoneado a su marido, que estaba trabajando, y después a Barney, que se había presentado a media noche, se había rascado la cabeza y había dicho que los vándalos habían sido un problema aquel verano; después había preguntado a la señora O'Rourke si Michael o alguna de las chicas se había peleado con C. J. Congden o con Archie Kreck. La madre de Mike había respondido que sus hijas tenían prohibido hablar con gentuza como Congden o Kreck, y que Mike no había tenido nada que ver con ellos; después había preguntado si esta acción vandálica y el mirón a quien había visto Mike podían estar relacionados con la matanza de los gatos de la señora Moon, un crimen del que estaba hablando todo el pueblo. Barney se había rascado de nuevo la cabeza, había prometido que vigilaría la casa más a menudo y se había marchado a sus quehaceres. El padre de Mike había llamado desde la fábrica de cerveza; dijo que había podido cambiar su turno con alguien y que a partir del sábado tendría libres las noches durante todo el verano, en vez de sólo tres semanas.

Mike había reparado la tela metálica -su madre la había recogido y puesto en su sitio, pero el pestillo había sido arrancado y el marco roto en dos sitios- y mientras lo hacía había visto aquella baba. Estaba seca y tenía el color y la consistencia de un moco, y no era inmediatamente visible debido a los filamentos arrancados de la tela metálica. Pero estaba allí. Mike lo había tocado y se había estremecido.

Una vez, hacía un par de años, cuando Mike tenía ocho o nueve, había estado pescando con su padre en un oscuro afluente del Spoon y había capturado una anguila. Las anguilas de agua dulce eran raras, incluso en el más caudaloso río Illinois, y Mike nunca las había visto. En cuanto aquel cuerpo largo, verde y amarillo, parecido a una serpiente, salió a la superficie, Mike pensó que era una mocasín de agua y se volvió para echar a correr, olvidándose por un instante de que estaba en una barca. Su padre le había agarrado por el cinturón cuando abandonaba la barca a toda velocidad, y después, intrigado por aquella cosa que se retorcía en el extremo del sedal, había izado primero a su hijo y después la anguila, ordenando a Mike que la recogiese con la red.

Mike recordaba su repugnancia y su fascinación por aquella cosa. El cuerpo de la anguila era más grueso que el de una serpiente, más reptil y en cierto modo más antiguo, y ondeaba y se escurría como algo de otro mundo. Estaba revestido de una capa de cieno, como si segregase moco. Las largas mandíbulas estaban bordeadas de dientes afilados como alfileres.

El padre de Mike había atado la red y la había colgado del lado de la barca para mantener vivo al pez hasta que volviesen al puente donde habían aparcado, y así retrocedieron lentamente, observando Mike aquella cosa que se retorcía por debajo mismo del nivel del agua. Pero cuando vararon la pequeña embarcación, la anguila se había ido. Había conseguido deslizarse por una anilla de la red, de un diámetro igual a un quinto del de su cuerpo. Lo único que quedaba era una baba, como si la carne y la piel del pez hubiesen sido líquidos en su mayor parte y no demasiado importantes para dejarlas atrás.

Como la baba de la tela metálica.

Mike la limpió con petróleo, como para matar cualquier germen que hubiese quedado allí, pegó el marco lo mejor que pudo, sustituyó la parte rota de la tela metálica, volviendo a ponerla en su sitio y añadiendo dos pestillos, uno abajo y otro arriba.

Encontró el pedazo de Hostia consagrada en el suelo, al pie de la ventana. Se imaginó al Soldado subiendo a la ventana en plena noche, metiendo los dedos entre el enrejado, apuntando su largo hocico hacia Memo, como una lamprea al acecho de un pez particularmente sabroso.

¿Le había detenido la Hostia y el agua bendita? ¿Había sido el Soldado? Posiblemente alguna otra cosa había venido en busca de su abuela aquella noche…

Le entraron ganas de llorar. Su ingenioso plan había terminado en confusión y casi en un desastre. Mike había visto el camión de recogida de animales muertos al pie de los árboles de detrás del Arbol Negro. Lo había olido. Y aquel olor a muerte habría podido ser el de los cuerpos en descomposición de sus amigos, si hubiesen decidido volver a casa en bicicleta, tal como habían proyectado.

Mike sabía que estaban empeñados en una guerra, como lo había estado su padre en la Segunda Guerra Mundial. Sólo que en ésta no había frentes ni lugares seguros, y el enemigo era dueño de la noche.

Después de comer, pedaleó hasta San Malaquías, pero nada se sabía del padre Cavanaugh. La Patrulla de Tráfico y la policía de Oak Hill habían sido informados por la archidiócesis de la desaparición del cura, pero la señora McCafferty le había dicho que todo el mundo parecía creer que el padre C., desanimado por su enfermedad, había vuelto a su casa, a Chicago. La idea del joven sacerdote en la parada de autobús de la carretera, enfermo y febril, le hizo sentir nuevas ganas de llorar.

Mike le aseguró que el padre Cavanaugh no había ido a Chicago.

Pasó por la casa de Harlen y le pidió una botella de vino -Harlen dijo que su madre no la echaría en falta; era Ripple, unos «orines de alce» que le había regalado un primo-; la guardó en una bolsa de color castaño y rodó en su bici hacia Bandstand Park. En realidad no esperaba obtener más información útil de Mink, pero tenía la impresión de que todavía estaba en deuda con él. Además, le tranquilizaba que alguien hubiese visto realmente algunos de los acontecimientos que estos días le estaban amargando la vida.

Mink no estaba allí. Sus botellas, periódicos e incluso la harapienta trinchera que llevaba en invierno y en verano, estaban desparramados por el suelo como si hubiese soplado un huracán. Había cinco agujeros de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro en el suelo, todos redondos y ribeteados de rojo, como si alguien hubiese estado buscando petróleo.

«Te imaginas lo peor -se dijo Mike-. Probablemente, Mink estará haciendo algún trabajo en alguna parte o bebiendo con sus compañeros.»

Pero Mike estaba seguro de que no era así. Se imaginó los momentos de locura (¿durante la noche?) en que Mink se habría despertado de sus sueños de borracho, habría visto combarse el suelo y habría percibido un olor a podredumbre y a algo peor invadiendo su refugio de casi siete decenios. Mike se imaginó al viejo arrastrándose por el oscuro espacio, mientras algo grande y blanco y terrible surgía de la tierra, como la anguila de Mike que había roto la superficie del agua, con las largas mandíbulas abiertas y los ojos ciegos buscándola.

El último agujero estaba a menos de un metro de la salida del bajo recinto. Mike pudo ver sus paredes rojas, como hechas de cartílagos y tendones. El espacio de debajo del quiosco de música olía todavía un poco a Mink, pero sobre todo al hedor de matadero de los agujeros.

Mike tiró la botella -fue a caer de pie cerca de la harapienta trinchera de Mink, como una lápida en miniatura- y se marchó de allí, pedaleando furiosamente a través de Main, tan cerca de un semirremolque que el conductor le amonestó con el claxon, y siguió por la Segunda Avenida, pasando por delante de los arbustos de la casa del doctor Viskes y subiendo hacia Old Central y su casa.

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