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Dale oyó que retiraba un pesado volumen.

El muchacho estaba acariciando los lomos de los libros; de no haberlo hecho no se habría dado cuenta de que uno, pequeño, sobresalía más que los otros. No pudo leer los símbolos grabados en relieve en el lomo; pero cuando lo sacó, vio un subtítulo en inglés debajo de los mismos símbolos en la cubierta: El Libro de la Ley. Y debajo del título, en escritura antigua, estas palabras: Scire, Audere, Velle, Tacere. Dale sabía que Duane McBride leía el latín con facilidad, y un poco el griego, y lamentó que su amigo no estuviese allí.

– Sí, esto es -dijo la voz encima mismo de Dale.

Después sonaron pisadas en la galería, en dirección a la escalera.

Dale acabó de sacar el libro, vio varias pequeñas señales blancas entre las hojas, y en un instante de pura audacia guardó el pequeño libro debajo del cinturón de los tejanos, en la espalda, soltando la camiseta para ocultarlo.

– ¿Jovencito? -dijo el señor Ashley-Montague, y sus pulidos zapatos negros y pantalones grises se hicieron visibles en la escalera, a cuatro palmos por encima de la cabeza de Dale.

Este separó rápidamente los otros libros, para que no se viese tanto el hueco entre ellos, dio tres pasos rápidos en dirección a la ventana y se medio volvió hacia el hombre que bajaba, manteniéndose de espaldas a la pared y mirando por la amplia ventana, como arrobado en el paisaje.

El señor Ashley-Montague resopló ligeramente al caminar sobre la alfombra y ofrecerle la histórica obra.

– Toma. Este libro de notas y fotografías casi tomadas al azar es lo único que me envió el doctor Priestmann. No tengo idea de lo que piensas encontrar en él…, aquí no hay nada sobre la campana ni sobre el triste incidente del negro, pero puedes llevártelo a casa si me prometes devolverlo por correo, y en el mismo buen estado en que se encuentra

– Prometido -dijo Dale, cogiendo el pesado libro y sintiendo que el volumen más pequeño descendía dentro del fondillo de los tejanos. Ahora debía de verse por debajo de la camiseta-. Siento haberle molestado.

El señor Ashley-Montague asintió brevemente con la cabeza y volvió a su mesa mientras Dale daba lentamente media vuelta, tratando de mantenerse de cara al hombre, intentando disimular.

– Encontrarás el camino de salida, desde luego -dijo el señor Ashley-Montague, fijando su atención en las notas de encima de su mesa.

– Bueno… -dijo Dale, pensando en cómo tendría que volverse para salir del estudio si el señor A.-M. levantaba la cabeza y… ¿Era delito grave hurtar un libro valioso? Imaginó que esto dependería del libro-. Creo que no, señor -dijo.

Había una campanilla sobre la mesa del hombre y Dale tuvo la seguridad de que la tocaría y vendría el flaco mayordomo para enseñarle la salida y que verían el fondillo súbitamente cuadrado de los tejanos. Tal vez podría aprovechar la entrada del mayordomo para subirse los pantalones sin ser visto y tirar de la camiseta…

– Ven por aquí -dijo el señor Ashley-Montague con impaciencia.

Salió del estudio a toda prisa.

Dale se apresuró a seguirle, mirando las grandes habitaciones al cruzarlas, apretando el volumen de Priestmann sobre el pecho y sintiendo que el libro más pequeño descendía en el fondillo del pantalón. La parte de arriba debía de estar ahora levantando su camiseta y resultaría perfectamente visible.

Casi habían llegado al vestíbulo cuando el sonido de una televisión en una pequeña sala contigua hizo que el señor A.-M. y Dale se volviesen. Una multitud rugía en la pantalla del televisor; alguien estaba pronunciando un discurso, y el eco llenaba un vasto salón. El señor Ashley-Montague se detuvo para mirar un instante y Dale se deslizó junto a él, dando la vuelta para estar de cara al hombre y sujetando el volumen de historia con una mano, mientras buscaba a tientas con la otra el tirador de la puerta. Las pisadas del mayordomo resonaron en un pasillo embaldosado.

Dale habría podido salir entonces, pero lo que vio en el televisor hizo que se detuviese a mirar con el señor Ashley-Montague. David Brinkley estaba diciendo, en su voz extraña y entrecortada: «Y así los demócratas han querido darnos este año lo que ciertamente debe de ser el más firme programa de Derechos Civiles de la historia del partido demócrata…, ¿no te parece, Chet?»

El rostro afligido de Chet Huntley llenó la pequeña pantalla en blanco y negro. «Yo diría que eso es indudable, David, aunque lo más interesante en este debate…»

Pero lo que había llamado la atención de Dale no eran las palabras de los locutores ni la muchedumbre que enfocaba la cámara, sino la imagen de un hombre en muchos cientos de pancartas que se alzaban y oscilaban sobre la multitud roja, blanca y azul, como peces en un mar político. Las inscripciones de las pancartas decían: SIEMPRE CON JFK o, simplemente, KENNEDY EN 1960. La foto era de un hombre guapo, de dientes muy blancos y tupidos cabellos castaños.

El señor Ashley-Montague sacudió la cabeza y resopló, como si estuviese viendo algo o a alguien sumamente despreciable. El mayordomo se había colocado al lado de su señor, al volver el millonario su atención al chico.

– Espero que no tendrás que hacerme más preguntas -dijo al salir Dale de espaldas y detenerse en el amplio rellano.

Jim Harlen le gritó algo desde el asiento de atrás del coche, que se hallaba a diez metros de distancia en el ancho paseo.

– Sólo una -dijo Dale, a punto de caer por la escalera, entrecerrando los ojos para protegerlos del sol y valiéndose de la conversación como pretexto para no volver la espalda a los dos hombres de la puerta-. ¿Qué echarán en el cine al aire libre el sábado?

El señor Ashley-Montague puso los ojos en blanco y miró después a su mayordomo.

– Creo que una película de Vincent Price, señor -dijo el hombre-. Una cinta titulada La casa Usher.

– ¡Estupendo! -gritó Dale. Casi había llegado al negro Chevrolet-. ¡Gracias de nuevo! -exclamó cuando Harlen abrió la portezuela de atrás y él subió al coche-. En marcha -dijo a Congden.

Este se echó a reír sarcásticamente, arrojó un cigarrillo en el cuidado césped y pisó a fondo el acelerador, patinando en la larga curva del paseo. Iba a ochenta kilómetros por hora cuando se acercaron a la pesada verja.

La negra puerta de hierro se abrió delante de ellos.

Mike no quería estar más tiempo allí abajo. La penumbra de debajo del quiosco de música, el olor a tierra húmeda y el más fuerte del propio Mink, incluso el avance de los rombos de luz sobre el oscuro suelo contribuían a darle una terrible impresión de claustrofobia y de tristeza, como si estuviese yaciendo junto al viejo borracho en un holgado ataúd, esperando que llegasen los sepultureros. Pero Mink no había terminado su historia, ni una botella que había encontrado debajo de los periódicos.

– Esto habría sido el final -prosiguió Mink-, con el ahorcamiento del negro y todo eso, pero resultó que aquello no era como parecía. -Bebió un largo trago de la botella de vino, tosió, se enjugó la barbilla y miró a Mike con gran intensidad. Tenía los ojos muy enrojecidos-. El verano siguiente desaparecieron más niños…

Mike se puso muy tieso. Podía oír el paso de un camión por la Hard Road, a unos niños pequeños que jugaban a la sombra, cerca del Monumento a la Guerra en la entrada del parque, y a unos agricultores que charlaban al otro lado de la calle, en la tienda de John Deer. Mink bebió de nuevo y sonrió, como agradeciendo la atención de Mike. Fue una sonrisa rápida y furtiva; a Mink le quedaban tres dientes y ninguno de ellos era digno de ser exhibido.

– Sí -dijo-. El verano siguiente, el de mil novecientos… desaparecieron otros dos niños pequeños. Uno de ellos fue Merriweather Whittaker, mi viejo compañero. La gente mayor dijo que nadie lo había encontrado Jamás, pero un par de años más tarde estaba yo cerca de Gypsy Lane…, bueno, debieron de ser más de dos años, porque estaba allí con una niña, tratando de meter mano en sus pantalones… no sé si entiendes lo que quiero decir. En aquellos tiempos las niñas no llevaban pantalones, salvo las bragas, por lo que el significado estaba claro, no sé si me entiendes. -Mink echó otro trago, se enjugó la sucia frente con una mano sucia y frunció el ceño-. ¿Dónde estaba?

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