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Dale miró al coche, como pidiendo ayuda a Harlen. Jim estaba sentado allí, con la pistola en la mano, pero por debajo del nivel del respaldo del asiento, presumiblemente fuera del alcance de la cámara, el periscopio o el trasto que empleaba aquella voz. «¡Dios mío! ¿Y si viene la policía?»

Congden se asomó fuera del coche y gritó en dirección al intercomunicador

– Eh, diles que este hijo de puta está apuntando con una pistola a mi coche. Sí, ¡diles eso!

Dale se acercó más a la caja, tratando de interponer su cuerpo entre Congden y el micrófono. No sabía si la caja lo habría oído; la voz británica no dijo nada. Todo, la verja, el bosque, la colina, el césped, el cielo de metal, todo parecía esperar a que Dale hablase. Se preguntó por qué diablos no había ensayado lo que tenía que decir durante el loco viaje hasta aquí.

– Dígale al señor…, hum…, dígale que si estoy aquí es por la Campana Borgia -dijo Dale-. Dígale que es muy urgente que yo hable con él.

– Un momento -dijo la voz.

Dale pestañeó para quitarse el sudor de los ojos, y pensó en la escena de la película del Mago de Oz en que el hombre que estaba a la puerta de la Ciudad Esmeralda, el hombre que era realmente el Mago, a menos de que empleasen el mismo actor para ahorrar dinero…, hacía esperar a Dorothy y a los amigos de ésta, después de todos sus peligrosos viajes para llegar hasta allí.

– El señor Ashley-Montague está ocupado -dijo rotundamente la voz-. No quiere que le molesten. Buenos días.

Dale se frotó la nariz. Nadie le había dicho «Buenos días» hasta entonces. Era un día de primeras experiencias.

– ¡Eh! -gritó, golpeando la caja para llamar su atención-. ¡Dígale que es importante! ¡Dígale que tengo que verle! Dígale que he hecho un largo camino y que…

La caja guardó silencio. La puerta siguió cerrada. Nadie ni nada se movió entre la verja y la mansión.

Dale se echó atrás y miró arriba y abajo el alto muro de ladrillos que separaba el terreno de la finca del grand View Drive. Podría escalarlo si Harlen le ayudaba, pero se imaginó fieros pastores alemanes y furiosos dobermans rondando por allí, y hombres con escopetas en los árboles, y policías que aparecían y encontraban a Harlen con la pistola…

«¡Dios mío! Mamá cree que estoy jugando a béisbol o en casa de Mike, y recibirá una llamada de la policía de Peoria diciéndole que he sido detenido por allanamiento de morada, por llevar un arma oculta y por secuestro frustrado.» Pero no, pensó; la acusación de llevar un arma oculta sería contra Harlen.

Dale agarró el intercomunicador y apoyó la cara contra la rejilla del micrófono, gritando, sin saber siquiera si aquel trasto había sido desconectado o si el hombre que estaba a la escucha en el otro extremo había ido a cumplir sus deberes en la Ciudad Esmeralda.

– Escúcheme, ¡maldita sea! -gritó-. Dígale al señor Ashley-Montague que lo sé todo sobre la Campana Borgia y el hombre de color que colgaron de ella y los niños que resultaron muertos… entonces y ahora. Dígale…, dígale que mi amigo ha muerto por culpa de la maldita campana de su abuelo, y que… ¡Oh, mierda!

Dale agotó las fuerzas y se sentó en el caldeado pavimento.

La caja no volvió a hablar, pero se oyó un zumbido eléctrico y un chasquido metálico, y la ancha puerta empezó a abrirse.

No era George Sanders quien hizo pasar a Dale; el hombrecillo silencioso y de cara delgada se parecía más bien al señor Taylor, el padre de Digger, el empresario de pompas fúnebres de Elm Haven.

Harlen se quedó en el coche. Era evidente que, si los dos entraban en la casa, Congden saldría disparado, probablemente llevándose la puerta con él si tenía que hacerlo. La promesa de los otros doce dólares y medio no era suficiente para impedir que les dejase… o que les matase si tenía oportunidad de hacerlo. Sólo la presencia literal de la 38, apuntando al capó del Chevi '57, le mantenía a raya; pero la situación se hacía más delicada por momentos.

– Entra tú -dijo Harlen entre sus finos labios-, pero no te entretengas tomando el té ni te quedes a cenar. Averigua lo que quieres saber y lárgate pitando.

Dale había asentido con la cabeza y se había apartado del coche. Congden estaba amenazando con entrar y llamar a la policía, pero Harlen le dijo:

– Adelante. Todavía tengo dieciocho balas más en el bolsillo. Veremos lo que se puede hacer para que este cacharro parezca un queso suizo antes de que lleguen los polis. Entonces les diré que tú nos secuestraste. Dale y yo no hemos estado nunca en el correccional, como alguien a quien podría mencionar…

Congden había encendido otro cigarrillo, apoyándose en el marco de la portezuela y mirando furiosamente a Harlen, como si estuviese imaginando cuál sería exactamente su venganza.

– Vamos, anímate -añadió innecesariamente Harlen.

Dale siguió al hombre que le pareció un mayordomo a través de una serie de habitaciones, cada una de las cuales era tan grande como todo el primer piso de la casa Stewart. Entonces aquel hombre de traje oscuro abrió una alta puerta e introdujo a Dale en una habitación que debía de ser la biblioteca o el estudio de la mansión: paredes revestidas de paneles de caoba, con estantes empotrados, se elevaban a cuatro metros de altura hasta una galería con barandillas de cobre amarillo, y más caoba y más estantes con libros, que llegaban hasta un techo sostenido por toscas vigas. Había escaleras deslizables a lo largo de la base de las librerías inferiores y también en la galería. En el lado este de la estancia, a unos treinta pasos de la puerta por la que había entrado Dale, la larga pared tenía ventanas que derramaban luz sobre la gran mesa a la que se hallaba sentado el señor Ashley-Montague. El millonario parecía muy menudo detrás de aquella mesa, y sus estrechos hombros, el traje gris, las gafas y la corbata de lazo, no contribuían a darle un aspecto más corpulento.

No se levantó al acercarse Dale.

– ¿Qué es lo que quieres?

Dale respiró hondo. Ahora que se hallaba aquí, dentro de la casa, no tenía miedo y casi no estaba nervioso.

– Ya le he dicho lo que quiero. Algo mató a mi amigo, y sé que tiene que ver con la campana que compró su abuelo para el colegio.

– Eso es una tontería -saltó el señor Ashley-Montague-. Aquella campana fue una mera curiosidad, un trozo de metal italiano que alguien hizo creer a mi abuelo que tenía una significación histórica. Y como dije a uno de tus amiguitos, la campana fue destruida hace más de cuarenta años.

Dale sacudió la cabeza.

– Nosotros sabemos más -dijo, aunque en realidad nada sabía-. Todavía está allí. Todavía afecta a la gente, como afectó a los Borgia. Y el «amiguito» a quien se ha referido usted era Duane McBride y ahora está muerto. Lo mismo que los niños que fueron muertos hace sesenta años. Lo mismo que el negro a quien su abuelo ayudó a colgar allí.

Dale oía su propia voz, fuerte, cortante, segura, y era tan lejana como la banda sonora de una película. Parte de su mente disfrutaba con la vista que ofrecían las anchas ventanas: el río Illinois resplandeciendo, amplio y gris, entre los acantilados cubiertos de árboles, una línea férrea allá abajo; un trozo de autopista 29, serpenteando hacia el sur, en dirección a Peoria.

– No sé nada de estas cosas -dijo Dennis Ashley-Montague, arreglando unas carpetas sobre su mesa-. Lamento el accidente de tu amigo. Desde luego, me enteré por los periódicos.

– No fue un accidente -dijo Dale-. Lo mataron hombres que estuvieron demasiado tiempo cerca de aquella campana. Y hay otras cosas…, cosas que salen de noche…

El hombrecillo se levantó detrás de la mesa. Sus gafas, redondas y con montura de concha, le recordaron a Dale a un artista del cine mudo. Un actor cómico que siempre estaba colgando de los edificios.

– ¿Qué cosas?

La voz del señor Ashley-Montague era casi un murmullo. Parecía perdida en la vasta habitación.

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