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No tenía que mirar todas las lápidas; muchas las conocía ya, pero la principal ayuda fueron las banderitas americanas que los Scouts habían plantado allí el Día de los Caídos. Ahora estaban descoloridas por las copiosas lluvias y la brillante luz del sol; pero la mayoría de las banderas aún eran muy visibles y señalaban las tumbas de los veteranos. Había muchos veteranos.

Phillips estaba muy hacia el fondo, en el lado opuesto del cementerio. La inscripción decía: WILLIAM CAMPBELL PHILLIPS, 9 agosto 1888 – 3 marzo 1918, MURIO PARA QUE PUEDA VIVIR LA DEMOCRACIA.

La tierra estaba removida encima de la tumba, como si alguien hubiese estado cavando allí recientemente y vuelto a cubrir el suelo sin cuidado. Había varias depresiones circulares cerca de allí, algunas de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, donde parecía que se hubiese hundido la tierra.

Los padres de Mike le estaban llamando a gritos desde la zona de aparcamiento de más allá de la verja negra. Corrió para reunirse con ellos.

El padre C. se alegró de verle.

– Rusty no puede pronunciar bien el latín, ni siquiera cuando lee -dijo el sacerdote-. Toma otra galleta.

Mike no había recobrado todavía el apetito, pero aceptó la galleta.

– Necesito ayuda, padre -dijo, entre dos bocados-. Su ayuda.

– Todo lo que quieras, Michael -dijo el cura-. Todo lo que quieras.

Mike respiró hondo y empezó a contar toda la historia. Había decidido hacerlo durante los períodos de lucidez en su estado febril, pero ahora que había empezado, aún sonaba más absurdo de lo que había imaginado. Pero prosiguió.

Cuando hubo terminado, se hizo un breve silencio. El padre Cavanaugh le miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Hablas en serio, Michael? No querrás tomarme el pelo, ¿verdad?

Mike le miró fijamente.

– No, supongo que no eres capaz de esto. -El padre C. lanzó un largo suspiro-. O sea que crees haber visto el fantasma de ese soldado…

– No, no -dijo Mike con vehemencia-. Es decir, no creo que sea un fantasma. Me fijé que combaba hacia dentro la tela metálica. Era… algo sólido.

El padre C. asintió con la cabeza, sin dejar de observar cuidadosamente a Mike.

– Pero difícilmente puede ser el William Campbell…

– Phillips.

– William Campbell Phillips, sí. Difícilmente podría ser él después de cuarenta y dos años. Por consiguiente, estamos hablando de un fantasma o de alguna clase de manifestación espiritual. ¿Correcto?

Mike asintió con la cabeza.

– ¿Y qué quieres que haga yo, Michael?

– Un exorcismo, padre. He leído algo sobre ellos en True y…

El cura sacudió la cabeza.

– Michael, Michael…, los exorcismos fueron producto de la Edad Media, una forma de magia popular que se practicaba para arrojar los demonios de la gente cuando se creía que todo lo malo, desde las enfermedades hasta las úlceras, era causado por los demonios. Tú no creerás que esa… esa aparición que viste cuando te hallabas en estado febril fuese un demonio, ¿verdad?

Mike no corrigió al padre C. en lo tocante a cuando vio al soldado.

– No lo sé -dijo sinceramente-. Lo único que sé es que persigue a Memo y creo que usted puede hacer algo para remediarlo. ¿Querrá ir conmigo al cementerio?

El padre Cavanaugh frunció el ceño.

– El cementerio del Calvario es tierra sagrada, Michael. Poco podría hacer allí que no se haya hecho ya. Los muertos yacen allí en paz.

– Pero un exorcismo…

– El exorcismo tiene por objeto expulsar a espíritus de un cuerpo o de un lugar que poseen -le interrumpió el sacerdote-. No vas a sugerir que el espíritu de este soldado se ha apoderado de tu abuela o de tu casa, ¿verdad?

Mike vaciló.

– No…

– Y el exorcismo se practica contra fuerzas diabólicas, no contra los espíritus de los difuntos. Sabes que rezamos por nuestros muertos, ¿verdad, Michael? No compartimos las primitivas creencias tribales de que las almas de los muertos son malignas, cosas que hay que evitar.

Mike sacudió confuso la cabeza.

– Pero, ¿vendrá usted conmigo al cementerio, padre?

No sabía por qué era esto tan importante, pero sí sabía que lo era.

– Desde luego. Podemos ir ahora mismo.

Mike miró hacia las ventanas de la rectoría. Era casi de noche.

– No; quería decir mañana, padre.

– Mañana saldré inmediatamente después de la primera misa para encontrarme en Peoria con un amigo jesuita -dijo el cura-. Estaré fuera hasta muy tarde. Y el martes y el miércoles estaré de retiro en St. Mary. ¿Puedes esperar hasta el jueves?

Mike se mordió el labio.

– Vayamos ahora -dijo. Todavía había un poco de luz-. ¿Puede usted traer algo?

El padre Cavanaugh vaciló cuando se estaba poniendo la cazadora.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabe, un crucifijo. Mejor aún, una Hostia del sagrario. Algo para el caso de que esté allí.

El hombre sacudió la cabeza.

– La muerte de tu amigo te ha impresionado mucho, ¿verdad Michael? Esto parece una película de vampiros. ¿Pretendes que yo saque el Cuerpo de Nuestro Señor de su santuario para un juego?

– Entonces, un poco de agua bendita -dijo Mike. Sacó una botella de plástico del bolsillo-. He traído esto.

– Muy bien -suspiró el padre C.-. Vete a buscar nuestras municiones líquidas mientras yo saco el Papamóvil del garaje. Tendremos que darnos prisa si queremos llegar allí antes de que salgan los vampiros.

Rió entre dientes, pero Mike no lo oyó. Había salido ya y corría hacia San Malaquías, con la botella en la mano.

La madre de Dale había llamado al doctor Viskes el día antes, que era sábado. El refugiado húngaro, que había examinado rápidamente a Dale y observado el castañeteo de los dientes y los síntomas reprimidos de terror, anunció que él no era «cicólogo» de niños, prescribió sopa caliente y no más historietas ni películas de monstruos los sábados y se fue, murmurando para sí.

La madre de Dale se quedó angustiada y estuvo llamando a algunos amigos para que le diesen el nombre de un médico de Oak Hill o de Peoria que fuese psicólogo de niños, y telefoneó dos veces a Chicago para dejar mensajes en el hotel de su marido; pero Dale la había tranquilizado.

– Lo siento, mamá -había dicho, incorporándose en la cama, dominando los temblores y esforzándose en controlar el tono de su voz. Como era de día, le resultaba más fácil-. Siempre me ha asustado el sótano.

Cuando Mike pasaba en dirección del cementerio, Dale y Lawrence estaban en el patio de atrás aprovechando la última luz de la tarde para jugar a la pelota, cuando oyeron que les llamaban en voz baja desde el jardín de delante.

Eran Jim Harlen y Cordie Cooke. Dale encontró tan extraña aquella pareja, tan discordante -nunca había visto que se hablasen en clase-, que se habría echado a reír de no haber sido por el semblante serio de Harlen, el negro cabestrillo en el brazo izquierdo y la escopeta que llevaba la pequeña Cooke.

– ¡Oh! -murmuró Lawrence, señalando el arma-. Vas a meterte en un lío gordo si andas con eso por ahí.

– Cierra el pico -dijo secamente Cordie.

Lawrence cambió de color, apretó los puños y dio un paso hacia la chica, pero Dale se interpuso.

– ¿Qué queréis? -preguntó a los dos recién llegados.

– Ocurren cosas -dijo Harlen.

Miró hacia arriba y frunció el ceño al ver que Kevin Grumbacher bajaba la pequeña cuesta del camino de entrada de su casa

Kev miró a Cordie, observó la escopeta con más atención, levantó las cejas hasta casi juntarlas con los cabellos en cepillo, cruzó los brazos y esperó.

– Kev es de los nuestros -dijo Dale.

– Ocurren cosas -murmuró de nuevo Harlen-. Vayamos a buscar a O'Rourke y hablaremos.

Dale asintió con la cabeza, soltó a Lawrence y le advirtió con una mirada que no armase jaleo. Sacaron las bicicletas del patio lateral. Kev bajó a reunirse con ellos.

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