Incendio
La señorita Winter pareció intuir la llegada de Judith, porque cuando el ama de llaves asomó la cabeza por la puerta, nos encontró calladas. Me llevó una taza de chocolate en una bandeja, pero también se ofreció a relevarme si deseaba dormir. Negué con la cabeza.
– Estoy bien, gracias.
La señorita Winter también negó con la cabeza cuando Judith le recordó que ya podía tomar más pastillas de las blancas si las necesitaba.
Cuando Judith se marchó, la señorita Winter cerró nuevamente los ojos.
– ¿Cómo está el lobo? -pregunté.
– Tranquilo en un rincón -dijo-. ¿Y por qué no iba a estar tan tranquilo? Está seguro de su victoria. No le importa esperar. Sabe que no voy a montar ningún escándalo. Hemos llegado a un acuerdo.
– ¿Qué acuerdo?
– Él dejará que yo acabe mi historia y después yo dejaré que él acabe conmigo.
La señorita Winter me contó la historia del incendio mientras el lobo llevaba la cuenta atrás de las palabras.
Antes de su llegada, yo no me había detenido a pensar demasiado en el bebé. Como es lógico, había meditado sobre los aspectos prácticos de esconder a un bebé en la casa y había trazado un plan para su futuro. Si conseguíamos mantenerlo oculto durante un tiempo, daría a conocer su existencia más adelante. Aunque levantara rumores, podríamos presentarlo como el hijo huérfano de un familiar lejano, y por mucho que los vecinos llegaran a preguntarse sobre su parentesco exacto, nada podrían hacer para obligarnos a desvelar la verdad. Mientras trazaba esos planes solo había considerado al bebé un problema por resolver. No había tenido en cuenta que era sangre de mi sangre. No había esperado quererle.
Era hijo de Emmeline, lo cual ya era razón suficiente para quererlo. Era de Ambrose. En eso prefería no pensar. Pero también era mío. Me maravillaban su piel perlada, sus labios rosados y carnosos, los tímidos movimientos de sus manitas. La intensidad de mi deseo de protegerle me sobrecogía; quería protegerlo por Emmeline, protegerlo por él mismo, protegerlos a los dos por mí. Cuando los veía juntos, no podía apartar mis ojos de ellos. Eran tan bellos. Mi único deseo era mantenerlos a salvo. Y no tardé en comprender que necesitaban un guardián que velara por su seguridad.
Adeline estaba celosa del bebé. Más celosa de lo que lo había estado de Hester, más celosa de lo que lo estaba de mí. Era lógico; aunque Emmeline se había encariñado con Hester y a mí me quería, ninguno de esos dos afectos habían podido rivalizar con su amor por Adeline. Pero el bebé, ah, el bebé era otra cosa. El bebé lo usurpó todo.
La intensidad del odio de Adeline no debería haberme sorprendido. Sabía lo terrible que podía ser su ira, había presenciado el alcance de su violencia. Pero el día en que comprendí por primera vez hasta dónde era capaz de llegar, casi no pude creerlo. Ese día pasé frente al dormitorio de Emmeline y abrí la puerta con sigilo para comprobar si todavía dormía. Encontré a Adeline en la habitación, inclinada sobre la cuna, junto a la cama de Emmeline, y algo en su postura me alarmó. Al oír mis pasos se sobresaltó, se dio la vuelta y salió precipitadamente de la habitación. En las manos llevaba un cojín.
Guiada por el instinto, corrí hasta la cuna. El pequeño dormía profundamente, con la mano hecha un ovillo junto a la oreja, respirando con su aliento ligero y delicado.
¡Lo había salvado!
Hasta que ella volviera a intentarlo.
Empecé a espiar a Adeline. El tiempo que había vivido como fantasma volvió a serme útil para poder espiarla escondida detrás de cortinas y tejos. Actuaba sin orden ni concierto; dentro o fuera de casa, sin reparar en la hora o el clima, se enfrascaba en actividades reiterativas y carentes de sentido. Obedecía dictados que escapaban a mi entendimiento. Poco a poco, no obstante, una actividad suya en concreto atrajo mí atención. Una, dos, tres veces al día, Adeline entraba en la cochera y en cada ocasión salía con una lata de gasolina en la mano. Dejaba la lata en el salón, en la biblioteca o en el jardín. Después parecía perder interés por las latas. Ella sabía lo que estaba haciendo, pero de una forma vaga, olvidadiza. Cuando ella no miraba, yo las devolvía a su lugar. ¿Qué pensaba de las latas que desaparecían? Quizá que tenían vida propia, que podían desplazarse a su antojo. O tal vez confundía el recuerdo de haberlas movido con sueños o planes todavía pendientes de ejecución. Sea como fuere, no parecía extrañarle que no estuvieran donde las había dejado. Y pese a la rebeldía de las latas, ella seguía sacándolas de la cochera y escondiéndolas en diferentes rincones de la casa.
Yo me pasaba la mitad del día devolviendo latas de gasolina a la cochera, pero un día en que no quise dejar solos a Emmeline y el bebé mientras dormían, dejé una en la biblioteca, fuera de la vista, detrás de los libros, en uno de los estantes superiores. Y entonces pensé que quizá ese sería el mejor lugar, pues al devolver las latas siempre a la cochera solo conseguía que aquel juego continuara, como un tiovivo. Si las retiraba por completo del circuito, quizá pudiera ponerle fin.
Espiar a Adeline me dejaba exhausta, pero ¡ella nunca se cansaba! Con una pequeña cabezada tenía cuerda para rato. Podía estar levantada y dando vueltas por la casa a cualquier hora de la noche. Y a mí empezaba a vencerme el sueño. Una noche Emmeline se fue a la cama temprano. El niño estaba en la cuna. Se había pasado el día llorando, aquejado de un cólico, pero en aquel momento estaba mejor y dormía profundamente.
Cerré las cortinas.
Era hora de ir a ver qué hacía Adeline. Estaba harta de estar siempre en vela. Vigilaba a Emmeline y a su hijo cuando dormían, vigilaba a Adeline cuando estaban despiertos, así que yo apenas dormía. Qué paz reinaba en la habitación. La respiración de Emmeline me sosegaba, me relajaba, y también los suaves soplos del bebé a su lado. Recuerdo que me quedé oyendo sus respiraciones, su armonía, pensando en lo tranquilas que eran, pensando en cómo describirlas -mi principal entretenimiento consistía en buscar palabras para las cosas que veía y oía-, y pensé que tendría que describir la forma en que su respiración parecía penetrar en mí, apoderarse de mi aliento, como si los tres fuéramos parte de una misma cosa: Emmeline, nuestro bebé y yo, los tres una misma respiración. Esa idea se apoderó de mí y me hundí con ellos en el sueño.
Algo me despertó. Como un gato, me puse en guardia antes incluso de abrir los ojos. No me moví, mantuve la respiración controlada y observé a Adeline a través de las pestañas.
Se inclinó sobre la cuna, levantó al bebé y salió de la habitación. Pude gritar para detenerla, pero no lo hice. Si hubiera gritado, Adeline habría postergado su plan, mientras que si la dejaba seguir con él, podría descubrir sus intenciones y pararle los pies de una vez por todas. El bebé se retorció en sus brazos. Estaba empezando a despertarse. No le gustaba estar en unos brazos que no fueran los de Emmeline, ni siquiera una gemela puede engañar a un bebé.
La seguí hasta la biblioteca y me asomé a la puerta; Adeline la había dejado entornada. El bebé estaba sobre la mesa, junto a la ordenada pila de libros que yo nunca devolvía a sus estantes por la frecuencia con que los releía. Divisé movimiento entre los pliegues de la manta. Oí sus suaves lloriqueos; ya estaba despierto.
Arrodillada ante la chimenea estaba Adeline. Cogió carbón del cubo, leños del cesto que había junto al hogar y los colocó de cualquier manera en la chimenea. Adeline no sabía preparar un fuego como es debido. Yo había aprendido del ama la disposición correcta del papel, las astillas, el carbón y los leños. Los preparativos de Adeline eran disparatados y el fuego nunca prendía.